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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

La Europa más vomitiva

La comisaria europea de Interior, Cecilia Malmström, escucha a unos supervivientes del naufragio en Lampedusa.

Maruja Torres

No tengo nada en contra de la señora Cecilia Malmström, comisaria europea de Interior. El dios nórdico del Partido Popular Liberal de Suecia, al que pertenece, la bendiga. Contra su forma de ejercer la política, sí tengo. Tengo en contra de ella sus Lágrimas por Lampedusa -cuando el naufragio, recuerden- y, por oposición, sus respuestas a la entrevista que le ha hecho este miércoles Pepa Bueno, en el Hoy por Hoy. Su tibieza, su contemporización, su púdico no nombrar a los gobiernos europeos que acuden a actitudes racistas para medrar en las urnas, su declaración de haber quedado en muy buenos términos con Fernández Díaz, añadiendo que sus cuchillas no incumplen ninguna ley europea. Coño, toma lágrimas. Es como creer que una infanta, al llorar en los Juegos Olímpicos de Barcelona, quizá pasa la vida lamentando que su real padre vaya dejando osos, elefantes y otros nobles animales viudos y huérfanos, y sin embargo descubrirla por ahí con una pulsera de marfil debajo del guante.

Decepciona, pues.

Me molesta profundamente que el estoque que provoca mi ira reglamentaria, en lugar de proceder de los correos de Blesa o de las hazañas trileras de ese extra de Buñuel en El ángel exterminador llamado Ignacio González, me venga endiñado directamente y sin darme respiro por una buena persona del gremio de los equidistantes, una moderada dama procedente de esos países nórdicos, impolutamente democráticos, a los que veneramos desde nuestra holgazanería de gente que disfruta del sol a las cinco de la tarde.

Lo más destacable de esta buena persona -y utilizo la calificación en el sentido más peyorativo del término- es que, aparte de aquellas lágrimas y de un trémulo en la voz, aparentemente no dispone de la menor idea clara para emprender, desde su puesto de mando supremo, pagado por los europeos -presumo-, una política seria y humanitaria que nos libre del horror que la isla siciliana y nuestras sureñas cuchillas contra África representan. Nada serio dijo la señora estar haciendo, aparte de alguna regañina y hacer una colecta, para no dejar caer a esa gente -y con ellos a nosotros, convertidos en sus verdugos- en el espanto de los nuevos actuales de concentración de Europa, de las fumigaciones masivas, de los confinamientos y las cuchillas. “Los países tienen derecho a defenderse”, añadió la gentil sueca, hundiendo el rejón en los riñones.

Casi preferiría que quien habló fuera un Herman Van Rompuy, un Von Temato, o un Herr Shosining a cargo de la banca o de la comisión tal o cual, uno de esos que tan a menudo reducen a nuestros líderes del Sur a la postura del reclinatorio, aquellos que obtienen de nuestros ministros de Economía palabras de amor sencillas y tiernas, así como promesas de re-reajuste laboral, quien, soltándose el pelo ante el micrófono, clarificara lo mucho que la pobre gente pobre le suda el sudario. Una voz contundente: que se mueran, a la manera del “Que se jodan” de nuestra Andreíta.

Pero, no. Un trémulo en las cuerdas vocales, el recuerdo de aquellas lágrimas que fluían sin fronteras mientras los africanos morían y morían en nuestras aguas. Cuánta hipocresía.

Dijo también doña Cecilia que tiene miedo a que en las elecciones europeas los partidos neonazis avancen. Pobre criatura. Forma parte del gobierno de la república de Weimar ahora en curso y, aparentemente, ni siquiera lo sabe.

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