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Poder y Actualidad

Mariola Urrea Corres

Pedro Sánchez fue elegido Secretario General del PSOE con el voto de los militantes. Una legitimidad que merece, sin duda, un respeto. Obtuvo entonces el poder de una organización que acumula más de un siglo de historia y que ha sido muy importante en momentos cruciales en España. El poder, sin embargo, no ha sido suficiente para manejarse en una cultura organizativa muy marcada por el peso de las estructuras orgánicas y con una vigilancia constante de aquellos que ostentan el poder territorial y que nunca ocultaron su ambición de tener el verdadero control.

Sería ingenuo negar la responsabilidad directa de quien es secretario general y candidato a presidir el gobierno de la nación en cada uno de los procesos electorales que se han sustanciado bajo su mandato y que han acumulado resultados paupérrimos. De igual manera, parece razonable exigir, a Pedro Sánchez y a su equipo, un esfuerzo hasta la extenuación para ofrecer, garantizar y sostener un diálogo fluido, así como un cauce que permita definir la posición del partido con margen para articular una discrepancia saludable, honesta y leal.

Desde estos niveles de exigencia habrá quien crea que Pedro Sánchez acumula méritos suficientes para renunciar a sus responsabilidades orgánicas y abrir el proceso que permita la elección de un nuevo líder llamado a configurar, desde la oposición, un proyecto político atractivo para España. Un comportamiento de esta naturaleza facilitaría al partido la búsqueda de una salida digna para su secretario general previo reconocimiento de los servicios prestados.

Sin embargo, basta repasar lo que ha ocurrido desde el nombramiento de Pedro Sánchez como secretario general de PSOE hasta hoy para advertir la precariedad con la que aquél recibió el (en)cargo. De hecho, podría decirse que, en realidad, nunca ha dispuesto de la autoridad necesaria tanto en lo orgánico, como en lo institucional para desenvolverse con ciertas garantías en el manejo del poder. Sería suficiente, para sustentar esta afirmación, con analizar el comportamiento y las declaraciones públicas de los distintos líderes territoriales para advertir la falta de consideración y respeto hacia quien hasta ahora ha ocupado la secretaría general del partido.

No parece necesario detenerse en detalle a recordar las limitaciones, impuestas a golpe de canutazo, durante el proceso de negociación de la investidura para concluir las dificultades internas con las que Sánchez se ha enfrentado en su mandato. Quizás sea redundante poner de relieve ahora cómo han reaccionado algunos sectores del partido al advertir que la negativa del PSOE a facilitar el gobierno de Rajoy necesariamente anticipaba la voluntad de Sánchez de intentar un gobierno alternativo con opciones políticas no recomendables a juicio de algunos sectores, aunque fueran opciones que los militantes e, incluso, los votantes no despreciaban de partida.

Si el escenario descrito es aceptado como válido, siquiera con matices, podemos afirmar que la responsabilidad por el fracaso del liderazgo de Pedro Sánchez no le es imputable únicamente a él. Una cuota importante de responsabilidad la tienen también aquellos que desde el partido le hicieron creer que tenía un poder que nunca tuvo y que, de ninguna manera, se le quiere reconocer ahora que lo reclama desafiando a la propia estructura.

La guerra desatada en el PSOE poco tiene que ver con la definición de un proyecto político atractivo para los españoles. Se trata de una lucha fraticida por el poder en su concepción menos noble. Ninguno de los que la protagonizan saldrán victoriosos: ni Pedro Sánchez, ni el recambio que se improvise. Con todo, lo verdaderamente relevante ahora es poder determinar el impacto que el conflicto va a tener en la viabilidad futura del propio partido. No parece que vaya a ser menor. Mientras tanto, el PP puede respirar tranquilo. Mariano Rajoy ya tiene despejado el camino a La Moncloa.

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