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Entre la gerontocracia y la gerontofobia

La imagen del anciano que juega al dominó con Rajoy no se corresponde con todos los mayores de 60 años.

Rosa María Artal

Dos mujeres. De un lado tenemos a Carmina,  una maestra jubilada del idílico municipio asturiano de Villaviciosa que comete un pequeño error de percepción al escuchar el soniquete de la lotería de Navidad. Su familia y amigos, el pueblo entero, en lugar de decirle: oye, que la tele hablaba del sorteo del año pasado, deciden engrandecer la equivocación y engañar a  la pobre mujer.  Del otro a una actriz de 81 años. Nuria Espert. Todavía resuenan –un tanto sepultadas por numerosos impactos noticiables-  sus palabras al recibir hace unas semanas el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2016.  Tan dispares las situaciones y hablan de lo mismo. De la consideración de la mujer mayor que apenas mejora con los años. Al tiempo que se acrecientan barreras de incomprensión entre viejos y jóvenes en general. Hay matices a tener en cuenta.

Nuria Espert conmocionó a buena parte del auditorio y la audiencia al recitar un monólogo de “Doña Rosita, la soltera” de García Lorca, en sus palabras de aceptación. Traía un discurso necesario sobre un problema latente del que no se habla en profundidad. Aun siendo decisivo. “Muchachos y muchachas me dejan atrás, porque me canso”, “ya soy vieja”, “¿es que no tiene derecho una mujer a respirar en libertad?”, se lamentaba Doña Rosita, viva y vibrante en la voz de Nuria Espert.

A partir de los 30 o 35 años como máximo, la mujer es “mayor”, la obligan a ser mayor si se deja. Cada década que pasa añora la cifra pérdida. Ay, si tuviera por los menos 40, 50…   Lo han convertido en un problema específico de las mujeres. Añadido, porque hay otro común con los hombres: la edad, la vejez, con todos sus eufemismos, algunos francamente estragantes: Tercera, ancianidad, “mayores”, “nuestros mayores” (ay), o simplemente “de”, “de edad” están llegando a decir. Como para no ofender. No ofender desde luego a un colectivo numeroso, con capacidad adquisitiva –aunque no por igual distribuida ni mucho menos- y derecho a voto, lógicamente que les convierte en muy decisivos en las urnas.

No es un grupo homogéneo en modo alguno, pero al hablar de él se unifica en dos conceptos simultáneos: la gerontocracia que supuestamente practican, y la gerontofobia que provocan.  Para algunas personas de simpleza superlativa, los seres humanos se vuelven idiotas según cumplen años. Es como si al soplar las velas de la tarta se nos fueran detrás unos miles de neuronas. Salvo que sean ricos y poderosos. El nuevo presidente deEstados Unidos, Donald Trump, tiene 70 años y no es la característica que más preocupe en él. De hecho es que no parece que su peculiar forma de ser haya aparecido recientemente, venía de serie como en tantos otros.

No deja de ser curioso que en la parte gerontócrata no se mencionen las aptitudes, como sí ocurre con los viejos sin poder. Se rigen por distinto baremo. No nos han contado jamás las enfermedades o mermas del Marqués de Villar Mir, 85 años, por poner un caso. Si algún día una noticia de la tele le induce a confusión. Nadie vituperó a Emilio Botín por llegar hasta los 80 años dirigiendo un banco todopoderoso. La gerontocracia, la elevada edad de quienes en España dirigen las principales empresas, es un hecho, aunque haya asistido a algunos relevos. Nadie asegura, por cierto, que los sucesores de 50 no vengan con los mismos defectos y virtudes. Unos cuantos ya se han visto.

Muchos políticos son mayores: Teófila Martínez, 69. Celia Villalobos, 67. García Margallo, el compungido exministro de Exteriores, tiene 72 años. Como la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena. Por los 66 anda Jorge Fernández Díaz cuyas conversaciones con Dios y con su ángel Marcelo datan ya de bastante tiempo atrás.  Su gran amigo, el poderoso Isidró Fainé, ha cumplido 74 este verano, fecha en la que dejó la presidencia de La Caixa, nominalmente, si bien conserva la de otras influyentes entidades.

En cuanto a los gerontócratas de moda, Felipe González va por los 74 y Juan Luis Cebrián cumplió 72, el 30 de Octubre. Precisamente al día siguiente de que España tuviera el  gobierno por el que tanto había trabajado: el del PP de Mariano Rajoy, con la ayuda de Ciudadanos y el PSOE. El decisivo y fulminante episodio ha demostrado que las malas artes no son patrimonio exclusivo de una edad, un género, o una latitud geográfica.  Y se practican en norte, centro y sur, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, cuando son múltiples los matices a tener en cuenta.

La imagen del anciano que juega al dominó con Rajoy o se deja achuchar por María Dolores de Cospedal, no se corresponde con todos los mayores de 60 años. Pero es cierto que de esta franja se nutren los votos tanto de PP como de PSOE. Deciden gobierno. Esta otra gerontocracia contribuye a incrementar la gerontofobia.  El número, un gran número, es poder.

El dato es que se ha invertido la pirámide poblacional. 11,5 millones de electores cuentan con 60 o más años.  Es casi el 31,7% del censo que convoca a 36 millones de personas. Por el contrario, disminuye con fuerza el número de votantes menores de 30 años que no llegan a representar el 15%. España es el país más envejecido de una Europa envejecida, según algunos baremos.  PP, PSOE y Ciudadanos han votado ya en el Congreso para rechazar el voto a los 16 años  y para mantener el voto rogado que, debido a sus impedimentos, está privando de ejercer su derecho a miles de jóvenes emigrados por falta de oportunidades aquí. Esto es, por cierto, lo que siempre mantuve, antes de pasar por los rigores caudinos de los Goebbles de corrala y pandereta con su manipulación de tuits.

Cada poco, este martes en el Congreso, se despliega la Espada de Damocles sobre el futuro económico y de supervivencia que para millones de personas constituyen las pensiones. Y es como si la ministra Báñez hablara para un inmenso horizonte de Carminas con billetes de lotería por caducar. Según costumbre, asegura que no peligran las pensiones pero ha vaciado prácticamente la hucha. Quedan 16.000 millones de las 66.815 que recibió el PP del gobierno de Zapatero en 2011. Se han utilizado para pagar otros apartados, como la deuda pública que crece en gran parte por culpa del rescate al sector bancario. Un corazón neoliberal lo que le pide es suprimir o reducir este gasto. No lo harán de forma drástica, nadie, ningún partido, por lo que se juegan en votos. De entrada. El PP ya busca nuevas argucias. 

Encandilados con esas pensiones en permanente objetivo de la tijera, los viajes del Imserso y la adulación, la realidad no ofrece tantas venturas. Ha regresado a España el tercermundista “colchón familiar”. El 40% de los pensionistas mantiene a su familia, hijos y nietos, y otro 40% más les presta algún tipo de ayuda. Muchos se ocupan de los niños mientras los padres trabajan que no deja de ser un esfuerzo aunque se haga con gusto. La mitad de las pensiones en España están por debajo del umbral de la pobreza, no llegan a percibir 667 euros al mes, el límite que marca la exclusión social. Lo que muchos saqueadores de las arcas públicas se gastan en un fin de semana, lo que cobran en una o dos tertulias de un par de horas quienes intentan llenarles la cabeza de insidias.

Los ancianos de hoy se nutren de generaciones que tuvieron que luchar mucho para salir adelante. A través de la dictadura franquista y la Transición, además; épocas que marcan. Algunos viven como dádivas del gobierno lo que son derechos que se labraron. No es entendible que prime el miedo a fantasmas imbuidos cuando es el tiempo de las últimas oportunidades para afrontar los retos. El ahora o ya nunca. El tiempo de hacer lo que viene en gana, sin miedo. Es un contrasentido votar a quien suprime los cuidados cuando más se necesitan.  A quien siembra pantanos a los pies de los jóvenes y diezma a los trabajadores en activo que son quienes mantienen las pensiones por el método establecido (existen otros). Y hay algo seguro por este camino: los que difícilmente cobrarán pensión serán los jóvenes de hoy que tantos escollos tienen para trabajar por el presente de sus vidas.  Se precisa una reflexión para restaurar el contrato social que permita el bien de todos, el bien común.

Y queda la mujer, la mujer mayor.  “A ésa ya no hay quien le clave el diente. Y yo lo oigo,  y me digo: adelante, con la boca llena de veneno y unas ganas de dormir y descansar… Me acuesto y me levanto con el más terrible de los sentimientos que es el de tener la esperanza muerta”, escribió Federico García Lorca en la España de 1935. Su última obra de teatro, antes de ser asesinado por los fascistas. Nuria Espert la lanzó como un grito en el Teatro Campoamor de Oviedo ante miradas que se conmovían, sabiendo, y miradas cortas que no entendían nada. La mujer añade con los años, fealdad, al parecer, y se utiliza su aspecto físico para insultarla a la mínima controversia. Aquí, en el reparto de la peor parte, hermanan a Carminas y Nurias, a cualquiera, a todas siempre que ellas lo permitan.

La vejez es uno de los grandes tabúes de la sociedad de la ignorancia. Convive la incomprensión y el halago interesado. Ay, el “nuestros mayores” que impele a estampanar a los repulidos seres que lo dicen. Aquellos tiempos del respeto a la experiencia, pasaron. En esta sociedad, se desprecia la vejez. Se la criminaliza, aludiendo a pastillas y geriátricos. Vejez  no es sinónimo de senilidad, por más que se empeñen. Ni  llegan a coincidir necesariamente. Miren en el escenario a Mick Jagger (73) o Bruce Springsteen (67) y dígannos quiénes necesitan “la pastilla” y un asilo. La actriz británica Angela Landsbury acaba de subirse de nuevo al escenario recién cumplidos los 91 años. Ha estrenado en Broadway, 'The chalk garden' una obra que siempre quiso hacer. Hay quien no se deja cortar las alas. 

Ilógico tirar piedras a la casa, a la etapa de la vida, en la que todos terminamos. De no fenecer en el intento. Injusto, jubilar proyectos y esperanzas por mandato del calendario. Errático, cortar caminos a los jóvenes, refugiados en el egoísmo que caracteriza esta época. Mantener la curiosidad intelectual es básico para estar vivo con todas las consecuencias.  El compromiso con los demás, indispensable para ser persona. Y de personas hablamos.

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