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Mi hijo es un animal político

Cristina Fallarás

Mi hijo es un animal político. Cuando yo era pequeña me adoctrinaban las profesoras del Sagrado Corazón. Y mi familia, como tiene que ser. Obedecer a la autoridad, amar a dios sobre todas las cosas, la mujer viene del hombre, el placer es fuente de degradación, lo bueno llega en otra vida así que no te esfuerces en buscarlo, virgen al matrimonio. Nosotros, en casa desayunamos con la radio puesta. Hace un par de semanas amanecimos con una especie de noticia que nos informaba de que la instalación de controles por radar en las autopistas reduce el número de accidentes, y que por esa razón se colocarían más. Mi hijo de diez años comentó sin levantar la vista de la tostada “Ya ves, alguien del Gobierno tiene un amigo que fabrica radares”. Me encantó esa falta de inocencia, y ya lo siento por los que piensen que vaya pena de infancia desencantada. Yo estoy de encantos y encantamientos hasta el moño, así nos va. La imaginación y el conocimiento, la curiosidad y el empeño, eso me interesa, y déjate de cuentos.

A mis hijos les enseño política. Nada de partidos y esas cosas, nada de banderas, nada de manifestaciones con fotos de fetos. A mis hijos les enseño la diferencia entre lo público y lo privado, que es exactamente lo que creo que tienen que saber de política. Lo privado, allá cada uno. Lo público es vuestro. También es vuestro. Cuatro cosas tenéis que hacer con ello: exigirlo y vigilarlo, cuidarlo y usarlo. Exigirlo y vigilarlo, porque aportamos una parte de nuestro trabajo, y de lo que es nuestro, solamente para que exista. Cuidarlo, precisamente por eso, porque es nuestro, y porque tenerlo en buen estado nos hace mejores. Y usarlo, sobre todo usarlo, porque si no lo usas corres el riesgo de que te lo quiten.

Además les enseño lo que vale el trabajo, lo que cuesta y para qué sirve. Les enseño que es un derecho y que no deben agradecerlo a nadie como si hubieran recibido un premio o una limosna. Eso también es política. Y por si todo esto fuera poco, la realidad que han vivido estos últimos años les ha dado varias clases que no olvidarán. La más importante, seguramente: Nunca creas que tienes algo para siempre, nunca creas que lo que has conseguido va a permanecer ahí. Todo te lo pueden quitar, puedes perderlo todo. Y cuanto pierdas tú gana otro. Esto último es duro, pero sé que va acompañado de la otra cara: Siempre se puede volver a empezar.

Todo padre enseña, guía y adoctrina a sus hijos, y si no lo hiciera, mal tutor, malos amores los suyos. Lo que pasa es que a la mayoría de la población, educada y cocida en caldos católicos, le parece que solo es política aquello que tiene que ver con la propiedad. Qué miedo les da la cosa de la propiedad. Mis derechos –a abortar, a un trabajo, a una vivienda aunque sea “indigna”, a la sanidad, a la educación laica, a un sueldo como el del macho, blablabla— también son política. Recuerdo que en el colegio, llegada creo que a los quince, nos llevaron a la sala de diapositivas y nos pasaron un vídeo, o algo parecido a un vídeo. En él aparecían un feto envuelto en gelatina sanguinolenta, un feto troceado, un feto “quemado con ácido”, según decían, y más fetos que no recuerdo. La primavera pasada una amiga me comentó que ese “documento”, pero algo más elaborado, se sigue proyectando en ciertos colegios, asociaciones, etcétera.

Va todo esto por los que se echan las manos a la cabeza por lo que consideran una intolerable politización de la infancia, que están últimamente muy pesados. Yo a mi hijo no le enseño fetos ni banderas, le enseño a interpretar la realidad, la narramos a medida que la vemos pasar. Por eso él sabe lo de la fábrica de radares para autopistas, porque el aprendizaje viene con la repetición, y hay ciertas cosas que se nos vienen repitiendo mucho.

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