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El miedo

Agentes de policía británicos permanecen en guardia tras un tiroteo ante el Parlamento en Londres, Reino Unido, este 22 de marzo de 2017.

Gumersindo Lafuente

Era septiembre de 2001 y las Torres Gemelas acababan de ser destruidas. George W. Bush, presidente de Estados Unidos, pidió poderes extraordinarios para iniciar su guerra contra el terror. En el Senado logró un apoyo unánime. En la Cámara de Representantes solo tuvo un voto en contra. Barbara Lee, congresista demócrata por California, fue la única que se atrevió, en esos momentos tan dramáticos, a oponerse públicamente a lo que en conciencia consideraba un gran error.

Lee lo justificó con argumentos que hoy nos resultan trágicamente premonitorios: “Estoy convencida de que la acción militar no evitará futuros actos de terrorismo internacional contra Estados Unidos. Este es un asunto muy complejo y complicado. Por difícil que pueda ser este voto, algunos de nosotros tenemos que pedir insistentemente que se aplique la contención. Nuestro país está de duelo. Algunos de nosotros hemos de decir: demos un paso atrás por un momento. Hagamos una pausa por un instante y pensemos seriamente en las implicaciones de nuestros actos de hoy, para que esto no se convierta en una espiral fuera de control. He sentido una profunda angustia a causa de este voto (...). Como muy elocuentemente dijo un miembro del clero [durante el memorial fúnebre por las víctimas del 11S]: 'Cuando actuemos, no nos convirtamos en el mal que deploramos”.

Han pasado casi diecisiete años, varias guerras, muchos atentados y mucho sufrimiento. Hemos visto cómo alguna de las predicciones de Lee se confirmaron con intervenciones militares basadas en datos falsos (en Irak) o con el uso del temor al terror como arma política (después del 11M). También hemos sufrido una merma indudable en nuestras libertades siempre a costa del argumento de la seguridad. Y lo que en definitiva se ha instalado entre muchos es el miedo. Una emoción, un sentimiento que ha ido calando poco a poco y que puede llegar a paralizarnos.

Tras cada atentado, las ciudades o las zonas afectadas han perdido atractivo turístico. Lo vimos en Egipto, en Túnez, en Turquía, también en alguna medida en París. Con el tiempo, el miedo se diluye y la normalidad vuelve, como sucedió en Nueva York o en Madrid o en Londres, pero en realidad sigue ahí, silencioso. Reaparece ante nosotros en los controles de los aeropuertos cuando viajamos o en los policías con armas automáticas que vemos apostados en cualquier esquina cuando vamos a hacer la compra o camino del trabajo. Seguimos con nuestras vidas, más incómodas, sí, quizá más alerta cada día, pero parapetados en nuestras rutinas preferimos no mirar de frente a la realidad.

Hay lugares en los que esto es imposible, en los que los atentados masivos, la guerra y las matanzas son el día a día. En los que las injusticias históricas, la pobreza, la explotación, las tiranías hacen de la vida un tormento permanente y el miedo, el horror y la muerte son algo cotidiano. Y nosotros, casi todos nosotros, a este lado del mar, de las fronteras, preferimos pensar que armando a nuestros ejércitos vamos a solucionar los problemas, que alzando más y más altas las vallas, vamos a impedir que vengan los terroristas. Y la historia nos demuestra, como ya anunció Barbara Lee, que eso no sucederá.

Somos herederos de decisiones geopolíticas del final de la II Guerra Mundial; de la Guerra Fría; de la creación del Estado de Israel; de las guerras con Egipto, Siria, Irak, Líbano, Jordania; del problema nunca resuelto de Palestina. También del poder económico de Arabia Saudita y los Emiratos o de la invasión soviética en Afganistán y la reacción de EEUU. Muchos asuntos extremadamente complejos que han ido enredándolo todo durante demasiados años como para que se le pueda dar una solución sencilla. Y menos aún solo militar.

Pero el miedo está triunfando y muchos votantes apuestan por opciones ultraconservadoras. Trump, Putin, Le Pen, parecen hermanados en su fe en la fuerza y las fronteras ante la levedad del discurso de la izquierda. Pero ya hemos visto que ese no es el remedio. Bush, Blair y Aznar dejaron para la historia en las Azores la foto de un fracaso. Y vamos camino de multiplicar los errores. Como decía Lee, ante un asunto tan complicado quizá merezca la pena dar un paso atrás para pensar en soluciones que no estén dictadas por la urgencia y por el miedo.

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