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La playa (y el periodismo del infinito)

Paralización del desalojo de la vivienda de la calle de Ofelia Nieto, en Madrid. / Olmo Calvo

Juan Luis Sánchez

  • 'Las diez mareas del cambio', de Juan Luis Sánchez, es un libro que mezcla ensayo y reportaje para dar claves sobre los nuevos discursos sociales y las nuevas formas de vivir la política.
  • El libro completo ya está a la venta.

¿Tienes la sensación de que estás descolocado, de que al tratar de recomponer el puzzle de tu mente política hay piezas que no encajan? ¿De que hay cosas que nunca creerías que iba a decir que ahora está diciendo? ¿Que hay palabras que recuerdas haber pronunciado una y otra vez, hace tiempo, y que ahora te suenan ridículas? ¿Que la crisis te ha hecho clac por dentro, que se te han roto fibras, que has soltado ataduras, que todo es más crudo, más duro, más rudo, pero más puro? No te preocupes. Es la marea.

¿Has creído siempre que nadabas a contracorriente, lento pero a tu aire, y ahora notas que todo va muy rápido, que avanzas con muchos más por una gran corriente furiosa? ¿Has intentado agarrarte a la arena con las uñas de los pies, al filo de las rocas con las manos, has movido los brazos hacia atrás para frenar porque el escepticismo te hace sentir vértigo, lo racional no comprende tanta entrega emocional? No te preocupes. Es la marea.

¿Te has fijado en la compañía que llevas y has visto peces de otros colores al tuyo? ¿Has escuchado agudos cantos desde las profundidades que te han sonado bien? ¿Ves peces payasos donde antes veías tiburones, ves globos donde antes veías ballenas, ves plancton donde antes no veías nada? No te preocupes. Es la marea.

¿Ya no te ahogas cuando abres la boca? ¿Ya no picas los mismos anzuelos? ¿Ya no te crees el cebo de siempre? ¿Has descubierto qué resistencia, cuánto tiempo más de lo que creías, eres capaz de aguantar la respiración? ¿No sabes en qué criatura te estás convirtiendo? No te preocupes.

Es la marea, un cambio absoluto en cómo circula la política por nuestras vidas, en cómo se agrupan los ciudadanos para vivirla, en cómo se dibujan los ejes ideológicos, en dónde están los umbrales de la dignidad, de la incertidumbre y de la convicción. La peor época para vivir esta sociedad devorada por su propio Frankenstein está siendo a la vez un momento extraordinario de revitalización social, de repolitización y de compromiso.

Un terremoto en alta mar llamado 15M desató el cambio en todas direcciones. Una onda expansiva que recompone el océano político en España, que redibuja corrientes, que ahoga líderes, que hace tambalear grandes barcos y que pone una gran ola al servicio de causas que hasta ese momento iban a la deriva, después del enésimo naufragio. Una gran fuerza colectiva que, haciendo círculos concéntricos llega a las costas por oleadas y que rompe contra el dique fortificado que las defiende para proteger un mundo injusto y basado en la estafa que está por caer pero no cae.

No cae pero la marea sigue su curso: baja, se recupera, aparenta calma y luego vuelve llena de fuerza contra el muro. Dicen que no consigue nada, dicen que no hace daño, dicen que allá tras el dique se ríen del sonido de las olas embistiendo y que hasta es agradable por las noches.

Pero del lado del agua están pasando cosas. Hay una gran marea política donde antes había una piscifactoría: hay libertad, movimiento, espacios infinitos grandes y pequeños donde surgen monstruos y maravillas, mutaciones sin futuro y nuevas especies cuyos individuos ya coquetean para reproducirse. Hay una gran marea donde antes solo había una granja de piscinas vigiladas para la cría de animales pequeños, previsibles y sosos, destinados no a vivir y enriquecer las corrientes submarinas sino nacidos para consumir y ser consumidos.

Del lado del agua están pasando cosas. Se está formando una duna con lo que trae la marea, con el desgaste de la roca del dique. El sedimento va formando una playa que antes no existía, un lugar de encuentro para todo lo que trae la corriente. Un espacio nuevo para estar, para pensar, para refugiarse, para vivir, para disfrutar, desde el que acercarse al muro cada día y buscar las grietas.

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Una vez, una amiga me pegó esta cita en un hilo de Facebook: “Nos hemos acostumbrado a no pensar en infinito y nuestra mente es infinita. Cualquier persona puede imaginar el infinito. ¿Qué es el infinito? Algo supergrande donde puede pasar cualquier cosa. Y la televisión y los medios de comunicación tienden a cerrar esta infinidad y compartimentan las cosas y nos dicen lo que está bien, lo que está mal, lo que está regular… y nuestro cerebro tiende a poner las cosas como ‘en orden”. De pronto está bien que haya ficciones que crucen estos cajones de información, los destrocen, porque de esta manera el cerebro respira y ve fronteras más allá de lo que contienen estos cajones“. La cita es de Pep Gatell, director creativo de La Fura dels Baus.

Es terrible pensar en los periodistas como personas que nos dedicamos a contar al mundo qué es posible y qué no lo es. A cerrar el infinito y reducirlo a un puñado de opciones, a aplacar la imaginación humana y dar a entender que o A o B, y mira, si acaso C como utopía. ¿Cómo sería un periodismo para la imaginación? ¿Cómo conservaríamos el rigor y a la vez la alegría donde todo se puede?

Cambio social

Este libro no imagina, pero sí propone una hipótesis: esta sociedad herida está gestando un cambio social determinante que va a hacernos vivir un siglo apasionante. Ya ha empezado y no conviene perdérselo confundiendo coherencia con inmovilismo, aferrándose a ideas que no son prejuicios pero sí juicios que se quedan cortos, siendo valiente en lo que tantos otros han sido valientes antes y cobardes con lo nuevo.

España vive en fraude democrático. Los dos últimos gobiernos han tomado decisiones que van en contra de la voluntad explícita y sostenida de los ciudadanos, han impulsado políticas contrarias a sus propios ideales y programas, han actuado como si fueran árbitros entre la gente y el poder en vez de los representantes de los primeros.

Pero no se trata solo de España. No se trata solo de la crisis. Hemos visto en Turquía esa misma fórmula para la nueva participación ciudadana que vimos en Sol, con una combinación explosiva entre Internet y la calle. Hemos visto en Brasil la misma inquietud en la política tradicional que vimos aquí, esa desconfianza de unos y otros contra quien no se presente con “soy de izquierdas” tatuado en la frente. Hemos visto en Nueva York cómo la responsabilidad ya no apunta al poder político sino al poder económico como último responsable.

La voz se democratiza, se desmonopoliza, se descentraliza, queda realmente desintermediada gracias a Internet. Eso abre el campo de lo posible y abre bocas y orejas a una riqueza de palabras que ya no caben en la forma de interpretar el mundo que nos habíamos dado para simplificar. La realidad tiene que ver cada vez menos con lo que se define a grandes trazos y cada vez más con lo que se interactúa.

“Para los nuevos tiempos hacen falta nuevas metáforas orgánicas, porque toda la política de siglo XX está llena de metáforas mecanicistas”, dice Marta Malo, investigadora social y activista. “Ahora más que nunca, el cuerpo social se parece a un cuerpo vivo”. En ese sentido, el término marea “describe mucho más los movimientos que no son un grupo militante sino comunes, que no se pueden planificar mucho”, dice Malo. “La marea sube y tú empujas, tú sumas, pero no puedes cambiar el ritmo de la marea como te dé la gana”. Eso solo tiene sentido “desde una perspectiva constructiva, inclusiva, no desde una idea bélica de la política, que es la política que nuestros mayores nos han enseñado a hacer. Ahora estamos aprendiendo a saber qué es eso del 99%, que como imagen está muy bien pero que hay que ponerlo en práctica”.

Por eso elegimos la palabra marea para contar los nuevos discursos sociales que se abren paso, que desafían el liderazgo de la izquierda tradicional y que apelan también a personas a las que les habían dicho que eran de derechas. Elegimos la palabra marea porque dentro del agua hay redes, hay flujos y reflujos, hay pequeños organismos cambiando su alrededor y no quedándose en él sino proyectando su ejemplo para que sea conocido corriente arriba o corriente abajo.

Mareas de causa y mareas de método

No decimos 'Las 10 mareas del cambio' con ánimo académico. Por un lado, porque no son solo diez las causas en activo que podrían listarse y, por otro, porque no todas las que aparecen probablemente encajen al 100% bajo la concepción del término marea que ya se tiene.

Podríamos hacer un requiebro conceptual y plantear una diferencia entre mareas de causa y mareas de método. Unas defienden un bien común (sanidad, educación, vivienda) y han surgido de la toma de conciencia de los profesionales de su gestión de que una alianza con la ciudadanía es posible en esa defensa. Otras, defienden un método, reclaman el derecho a una práctica (tecnopolítica, feminismo, cultura libre, transparencia...) que se considera que está en la base de la transformación democrática de la sociedad. En estos casos, no hay una alianza de profesionales y resto de la sociedad sino que existe una verdadera pulsión ciudadana de la que nace la demanda. En todos los casos, son movimientos abiertos que buscan socializar su reivindicación, que en realidad están defendiendo causas que ya existían de una manera radicalmente nueva, que son complejos y no representables de manera institucional, directa.

Pero, lo dicho, no hay ánimo teórico. Hay ánimo de presentar las mareas como fuerzas vivas de cambio, en diferentes formas y con diferentes magnitudes, de comprender su contenido para pensar en su alcance, de zambullirse un rato en ellas a través de puntos de entrada muy diferentes. En este libro hay entrevistas, análisis, reportajes; pequeñas historias que no resumen pero sí simbolizan. Se rescatan reflexiones publicadas en eldiario.es para combinarlas con nuevas ideas.

Lo que se asoma a estas páginas es, como mínimo, el nacimiento de la sociedad civil en España, un país donde la política ha sido monopolio de los partidos y de los sindicatos, donde el asociacionismo ha sido muy débil y muy ninguneado. Como sociedad civil entendemos esas organizaciones que surgen para la política no desde el Estado o desde el mercado sino desde ese espacio intermedio que son las asociaciones, colectivos, ONG, etc.

Como resume el experto en tercer sector Pablo Navajo en su blog Iniciativa Social, si había algo parecido a la sociedad civil fraguándose después de la Transición, queda muy debilitado durante los 80, donde se extiende la sensación de que ya todo estaba ganado. Esto vacía de contenido y de personas a muchos colectivos y asociaciones mientras se da otro fenómeno que marcaría el futuro: comienza un trasvase hacia las administraciones recién estrenadas. “Se creía que 'tomar' el poder produciría una mayor influencia en los asuntos públicos, sin embargo, esta estrategia se muestra inadecuada ya que las asociaciones pierden miembros valiosos y, a menudo, este cambio 'de bando' lleva consigo la ruptura con la asociación”, se explica.

Las organizaciones empiezan a ocupar un segundo plano. Con la creación de un Estado de Bienestar “se inicia una progresiva desarticulación, ya que asumen, no sin una cierta ingenuidad, que los poderes públicos no sólo deben garantizar la satisfacción de la demanda social, sino que deben asumir la gestión directa de la protección y los servicios sociales para todos los ciudadanos”, se explica en Iniciativa Social.

Autores como el doctor en Sociología Tomás Alberích hablan de que la destrucción de la sociedad civil durante los años 80 se acelere cuando se trabaja solo por intereses políticos inmediatos, cuando “la politización se convierte en partidismo” y cuando se asientan una “organización y funcionamiento interno no participativos”.

El fin de la sociedad civil dependiente

La sociedad civil se reduce en aquellos años al voluntariado, al trabajo social en pequeños proyectos asistenciales, dejando el protagonismo político a las grandes organizaciones políticas o sindicales, que forman sus propias organizaciones satélite. A finales de los 90 se produce un repunte del asociacionismo, pero muy condicionado por datos de jóvenes que se apuntaban a organizaciones deportivas o artísticas.

El número de asociaciones y organizaciones políticas en España no es bajo, hasta la llegada de la crisis. El problema es que su relación casi de dependencia con el Estado y con las fuerzas políticas, especialmente las de izquierda, les dificulta su labor de contrapoder. Muchísimas pequeñas ONG en España han vivido con dinero de subvenciones e incluso han sido meras subcontratas del Estado, que delegaba en ellas alguna función pública, que era desempeñada a menos coste que lo que supondría hacerlo con cuerpos públicos de empleo. Muchas ONG han sido, qué paradoja, un método de precarización de los servicios públicos. En algunos casos, como el de Cruz Roja, Cáritas o la ONCE, cubriendo con caridad un gasto y un trabajo que debería ser responsabilidad de los presupuestos gubernamentales. Para cerrar este círculo con un remate perverso, ha sido habitual escuchar a los políticos más conservadores decir que las ONG no podían recibir tanta ayuda pública, para después proceder a recortarla; es decir: se han subcontratado servicios a ONG a las que luego se les ha eliminado la subvención para hacerlo. Otro logro más contra el Estado del Bienestar.

Por tanto, si hoy existe algo de tejido asociativo está muy enfocado sobre el trabajo social de pequeña escala y sobre la solidaridad o la Cooperación Internacional, pero en ningún caso es comparable con la fuerza de la cultura comunitaria y asociativa en Estados Unidos, Alemania o Francia y tiene muy pocos efectos sobre la vida social en España. Hay muy pocas organizaciones que tengan departamentos de incidencia política como los de Amnistía Internacional, Intermón Oxfam o Greenpeace, encargados de hacer presión a los parlamentarios, puro lobby, en la defensa de sus causas.

España ha cambiado de fisonomía política, la conexión de dependencia entre el tejido asociativo y las administraciones se ha roto por culpa de los recortes y se han revuelto las conciencias de medio país. En la educación, en la sanidad, en el feminismo, en la transparencia, en la cultura, en la defensa de los derechos humanos se han producido activaciones que pueden derivar en que tengamos, por fin, una sociedad civil con capacidad real de percusión, una cultura asociativa por la que los ciudadanos no deleguemos cualquier tipo de atención a la comunidad en el Estado sino que nos hagamos cargo de defender personalmente aquello en lo que creemos. Será por las causas que aparecen en estas páginas o serán por otras, pero seguramente sí que con los métodos que aparecen en la segunda mitad del libro y otros más por inventar.

Lo que ahora sucede es que hay grupos de ciudadanos marcando el paso de la oposición política, aprendiendo muy rápido como funcionan las estructuras rutinarias del poder y los medios, jugando siempre en la frontera entre la precipitación y la eficacia espontánea. Ahora son las instituciones las que tienen que aprender un nuevo lenguaje de participación que se ha inaugurado y funciona fuera de ellas. Se ha invertido la carga de la responsabilidad: ahora es la política de siempre la que tiene que aprender a ganarse la confianza de la política de ahora.

Ese nuevo tejido empieza a estar formado por gente que huyendo de la política acabó encontrándose con la política. El proceso había comenzado mucho antes. Con el Nunca Máis, luego con el No a la guerra, con el “queremos votar sabiendo la verdad” del 13M de 2004, luego con el movimiento V de Vivienda o de cultura libre... Una corriente generacional ajena a las estructuras políticas clásicas fue madurando mientras inventaba la tecnología y sus códigos.

Ese nuevo músculo digital pertenece fundamentalmente a “gente de entre 20 y 30 años que no había tenido experiencias de politización más allá del desencanto de sus padres o de sus hermanos mayores en los años 90”, nos explica en la primera revista Cuadernos de eldiario.es Víctor Sampedro, catedrático de Opinión Pública de la Universidad Rey Juan Carlos. Como no encuentran espacios políticos propios, esos jóvenes durante años “se refugian en la red, donde socializan sus ideas sin prejuicios o militancias concretas”. Desde la red viven con intensidad fenómenos como Wikileaks, PRISM o tendencias regulatorias globales como la leyes Sinde, Acta y Sopa. Esa ciudadanía en red no regula su tono social a través de manifestaciones recurrentes, aunque puedan tirar de ellas alguna vez. Sus síntomas de fractura social no podrán medirse solo en función de si la gente se concentra, acampa o se siente apelado por una asamblea.

La crisis no nos va a devolver el país que teníamos porque no lo ha secuestrado, lo ha aniquilado. Lo que salga de este crack, de esta Gran Convulsión, no será una versión reducida de lo que conocemos. Porque lo que sucede “no sólo es un cambio social o político”, ha escrito Amador Fernández-Savater en eldiario.es, “sino también -y muy especialmente- una transformación cultural (o incluso estética): una modificación en la percepción (los umbrales de lo que se ve y lo que no se ve), en la sensibilidad (lo que consideramos compatible con nuestra existencia o intolerable) y en la idea de lo posible (”sí se puede“)”.

Lo posible. De nuevo, lo posible. De nuevo, la eterna lucha ciudadana contra los límites de lo posible, la pulsión periodística por empaquetar la fuerza, por poner las cosas “en orden”, por pensar desde lejos. Hagamos periodismo del infinito, con rigor. No hay nada más riguroso que el infinito. Destrocemos los cajones y reorganicemos el cerebro. Escuchemos qué nos dice la espuma de las olas, el canto de las profundidades y la gente que encontremos en la playa.

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