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El arte de fingir

Miguel Roig / por Miguel Roig

Puede que el porno sea lo contrario de lo que declaró en su día al juez el presidente Bill Clinton frente a las acusaciones de Mónica Lewisnky: no hubo sexo porque no hubo penetración. Es decir, en el porno no hay sexo aunque haya penetración. Pero esto nos lleva a definir antes qué es el sexo. La cuarta acepción que aporta la RAE habla de placer venéreo. Sade lo entendía como un campo experimental de la perversión pero Freud afirmaba que no se puede hablar de esta en sentido peyorativo, y Lacan, superando a la academia, es decir al lenguaje, abogaba por el goce antes que el placer. Sea como sea, convengamos que la práctica del sexo nos lleva a un territorio del placer, la perversión, el anhelado goce, y que malgré Clinton hubo sexo en el despacho oval de la Casa Blanca (y, dicho sea de paso, fue una de las pocas cosas buenas que posiblemente se hayan dado en ese recinto). Pero en el porno difícilmente haya sexo teniendo en cuenta la manera de entenderlo que estamos aventurando. Puede que sí en el postporno que plantea, entre otros, María Llopis, que nos acerca a un entendimiento diferente y no por la inclusión de minorías sino por darle la espalda al mainstream e intentar dar la cara al deseo desde otra perspectiva.

El porno excita y produce un desdoblamiento en la figura del héroe, tal como reflexiona Philip Roth en El animal moribundo, donde asegura que un hombre cuando mira una sesión de porno se excita sintiéndose en el papel del protagonista masculino: no ve un pene erecto sino que siente su propia erección. En el wrestling sucede algo similar.

A finales del siglo diecinueve se popularizó en México lo que hoy se conoce como lucha libre profesional o wrestling, y que consiste en una teatralización de combates entre dos profesionales. El elemento teatral es el que prima, ya que se trata de representaciones en las que supuestamente todo vale, y los actores, que se entrenan para poder realizar un trabajo físico muy exigente en el escenario, se cubren con máscaras para dar pie a personajes que permiten la construcción de héroes con los que el público se identifica: Rey Mysterio, Blue Demon, Mil Máscaras, Psicosis o El Rayo de Jalisco son algunas de sus identidades. La audiencia sabe que es una representación, al igual que sabemos que se trata de una performance el relato de una película pornográfica. Pero la incredulidad ante un espectáculo de wrestling también se suspende, y si la película porno permite despertar una pulsión sexual, la sesión de lucha libre libera el perfil violento del espectador y, aún más atractivo, la aceptación irracional del despliegue de trampas y transgresiones a las supuestas reglas que perpetran los luchadores siguiendo el guión. Tanto la lucha libre como el porno son actos donde se subliman las pulsiones.

¿Son, tanto el porno como el wrestling, manifestaciones del hiperrealismo? Es decir, ¿a partir de su representación pretenden romper la barrera de la realidad para superarla? Sin duda. Esto está pasando, nos pretenden convencer: una penetración aquí, un golpe o una llave allí.

El reality show bebe de esta fuente. El desgarro, las ojeras profundas y la mirada extraviada o el llanto incontenido de los personajes, famosos por relación, que surcan durante horas y horas las cadenas de televisión apelan a la misma fórmula. Una suerte de El show de Truman a la inversa: el protagonista, al contrario que Truman, sí sabe dónde está parado –o eso, al menos, nos dice la lógica– y el público, en lugar de participar de la mise en scène como en la película de Peter Weir, se lo pretende inocente, partícipe pasivo de la representación. Es como si la audiencia estuviera en el escenario y los actores en el patio de butacas.

Curiosamente, como los relatos circulantes van cayendo de uno en uno –la soberanía en la voluntad de los mercados, el estado de bienestar en el criterio de los tecnócratas y la democracia a través de la disfunción de los políticos–, el reality show va ocupando alguno de los espacios que esos relatos dejan. La monarquía, por ejemplo, cuyos escritores han tenido que ceder a la telerrealidad la narración de su acontecer. La huida por piernas del duque de Palma ante los periodistas, la ausencia de la reina Sofía cuando el monarca sufrió el accidente en Botsuana con las cámaras aguardándola en las puertas del hospital e, incluso, las disculpas del rey, dan cuenta de que el reality se ha hecho con el relato real.

El reality , el porno y el wrestling son maneras de representación que buscan despertar excitación, violencia, angustia, ira o risa. Es decir, cada uno a su manera, partiendo de una misma praxis, alcanza su cometido despertando una pulsión concreta.

Pero Nacho Vidal o Belén Esteban, incluso Rey Misterio, operan en un ámbito doméstico y las pulsiones que movilizan quedan allí, delante de la pantalla. La monarquía es parte de la res publica y, por lo tanto, la lógica indica que el desencadenante de su performance puede que acabe expresándose en vía pública.

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