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¿Y tú de quién eres?

Antonio Orejudo

Todo el mundo sabe que Cervantes también es padre. Padre de la novela moderna. Pero igual hay gente que no tiene muy claro por qué.

Cervantes, el independentista

En las narraciones anteriores al Quijote el narrador eclipsaba la voz de los personajes. Los lectores no veían el mundo —la acción de la novela— a través de los ojos de los protagonistas, sino a través de los ojos del propio narrador, de la voz que contaba la historia.

La historia podía ser la de un valeroso caballero, la de dos trágicos amantes o la de un pastor enamorado, pero la impresión que daba en todos los casos era que los personajes no tenían autonomía, que no eran más que eso, personajes, seres nacidos de la imaginación, sin capacidad para tomar decisiones.

Alguien puede pensar que los personajes nunca tienen autonomía real. Y es cierto. No la tenían en aquellas novelas y tampoco la tienen hoy. Si Luis Magrinyà, por poner el ejemplo de un compañero y novelista contemporáneo, quiere que el plato favorito de sus personajes Olivier y Corinne en la pieza “Paisaje invernal” de su libro Habitación doble sea el magret de pato, sólo tiene que enunciarlo en el texto para que su deseo se haga realidad. En las novelas modernas los personajes tampoco tienen autonomía, aunque lo parezca.

Pero ese es el quid de la cuestión: parecerlo. En las novelas anteriores al Quijote ni los lectores ni los escritores sentían la necesidad de que los personajes de novela parecieran autónomos, parecieran estar dotados de libre albedrío, parecieran en definitiva seres humanos. Probablemente porque ni siquiera las personas reales estaban dotadas de ese sentimiento de individualidad que ahora nos parece tan natural.

Hoy cada uno de nosotros se siente irrepetible y más o menos dueño de su vida: siente que es producto directo o indirecto de su voluntad y de sus decisiones. Pero esta necesidad de sentirse individuo, esta singularidad, es un fenómeno cultural relativamente moderno, que aparece con el balbuceo del primer capitalismo, en el siglo XV, cuando la nueva economía empieza a permitir algo que hasta entonces era impensable: que las vidas no estén determinadas por su origen, o al menos no de un modo inamovible; que la gente empiece a sentirse dueña de su futuro.

Cuando esto sucede, aquellos personajes sin voluntad, sometidos al narrador, empiezan a resultar insatisfactorios e irreales. De hecho, el primer libro castellano que rompe esta tendencia es La Celestina. Calisto, Melibea y sobre todo Pármeno, Sempronio y la propia Celestina sí parecen tener voluntad propia y haberse independizado de su creador.

Sí, ya sé que esto es imposible. Sólo constato un hecho: en un momento de la historia de la literatura —hacia el siglo XV— a los lectores y a los autores les resulta insatisfactorio que un personaje no parezca tener voluntad propia. Quieren que los personajes parezcan personas, criaturas irrepetibles como el lector, seres de carne y hueso, hijos de sus obras, no marionetas creadas por una imaginación desatada.

De hecho, en La Celestina el narrador ha desaparecido, no hay nadie que cuente una historia a la manera tradicional. Son los personajes los que hablan por sí mismos, como si fuera una obra de teatro. Qué buen truco, ¿verdad?, para crear esa sensación de individualidad y de independencia.

El Lazarillo de Tormes continúa por el mismo camino. En ese libro tampoco hay narrador. O mejor dicho: parece que no lo hay. Es el protagonista quien nos cuenta su historia: es como si el personaje fuera tan autónomo que ni siquiera necesitara ya un narrador para existir. Se basta él solo para mostrarnos cómo su vida se ha ido haciendo a partir de sus propias decisiones.

En el Quijote, Cervantes lleva esta aparente independencia de los personajes hasta el punto de situarlos al mismo nivel que el narrador y los lectores.

Si las novelas medievales eran piezas muy jerarquizadas, donde el lector estaba en la base, el héroe se situaba por encima y el narrador de la historia era una especie de dios en miniatura, Cervantes democratiza —por decirlo así— este esquema y sitúa en el mismo plano al narrador, a los personajes y a los lectores: todos son personas normales y corrientes.

Cuando esto sucede, cuando el lector reconoce en las novelas la misma vida, los mismos individuos, los mismos problemas que él ve a su alrededor, siente que los personajes y el narrador no están en planos distintos al suyo, sino que son sus semejantes, sus hermanos. El narrador deja de ser una autoridad, y se convierte en alguien a quien se le puede llevar la contraria: el lector pasivo de la Edad Media ha muerto. Empieza a cobrar vida un lector nuevo, moderno, soberano y libre. Libre para juzgar, disentir, aplaudir o cerrar el libro.

Literatura y prestidigitación

Pero vayamos por partes.

¿Qué trucos utilizó Cervantes para liberar a los personajes literarios del yugo medieval? ¿Cómo consiguió que parecieran más autónomos, más libres?

Sí, sí, hablamos de trucos. Como en los espectáculos de prestidigitación y como en los decorados cinematográficos, los efectos literarios no son fenómenos espirituales, sino cosa de la luz y de la colocación de los objetos.

Por ejemplo: Cervantes descubrió que cuanto más separas narrador y narración, más reales parecen tus personajes, más independientes.

El narrador del Quijote es un particular que ha encontrado en un mercadillo un manuscrito en árabe que manda traducir.

No es este el narrador de las novelas de caballería o de los libros de amor o de las novelas de aventuras medievales; no es ese narrador que lo sabía todo y que era dueño de la historia y hasta de los personajes. No. Este nuevo narrador ni siquiera es responsable del texto que narra: se lo ha encontrado por ahí.

Con este simple truquito de luz el narrador se desgaja de Don Quijote, que al no tener creador explícito parece más de carne y hueso.

Otro ejemplo: Cervantes descubrió que cuanto más conscientes fueran los personajes de su naturaleza ficcional, más reales parecerían. Y eso fue lo que hizo en la segunda parte del Quijote, que publicó diez años después de la primera.

El Don Quijote de esta segunda parte sabe que existe una obra anterior -la primera parte- que narra sus aventuras. Conoce el libro y lo juzga, habla de él en la segunda parte, lo que automáticamente le coloca a nuestra altura de lectores, y le proporciona un inusitado espesor real.

Todavía tendrán que pasar algunos siglos para que a otro escritor se le ocurra que los personajes pueden incluso hablar con su autor y cuestionarle las decisiones que este ha tomado sobre ellos. Pasarán algunos siglos, ya digo, pero el camino está abierto.

Leyendo el Quijote vemos formarse delante de nuestros ojos un género que no existía antes y que a partir de este momento resultará cada vez más frecuente. Es un género tan moderno que ni siquiera tiene nombre. Nosotros hoy lo llamamos novela, pero entonces las novelas eran otra cosa.

En realidad, este género ni es género ni es nada, porque dentro de él cabe todo: todo tipo de personajes, todo tipo de tramas, de reflexiones, de lenguajes, de estructuras y hasta de géneros, porque en este moderno artefacto que se está formando delante de nuestras narices ¡hay hasta novelas dentro de la novela!

Cervantes no hizo nada que no hubieran hecho antes otros escritores. Su gran contribución —la razón por la que lo llamamos padre de la novela moderna— fue abrir de par en par las puertas de la literatura a la bulliciosa variedad ideológica y lingüística de la vida de la calle.

La vida normal y corriente

La literatura medieval no se ocupaba de la vida normal y corriente, de lo cotidiano; prefería contar hazañas de valerosos caballeros en islas fantásticas o aventuras maravillosas en tierras lejanas. La vida de todos los días carecía de interés.

La novela picaresca dio un giro radical a este panorama y por primera vez en la historia de la novela en castellano las cosas y la gente corriente se colaron en los libros: dejó de haber encantadores para que entraran los frailes avaros; las molineras sustituyeron a las princesas; y los valientes caballeros andantes dejaron paso a los escuderos empobrecidos.

Aunque a Cervantes no le gustaban mucho las novelas picarescas porque solo mostraban la parte más oscura y deprimente de la vida diaria, sí aprovechó esa ampliación del campo de batalla para abrir las puertas de su libro a la variadísima vida de los caminos: por el Quijote desfilan viajeros, mesoneros, mozas, curas, bachilleres, duques, duquesas, barberos, sobrinas, presos o titiriteros.

Y cada uno de estos personajes tiene su propia singularidad lingüística. Si en las novelas medievales el narrador y los personajes hablaban todos del mismo modo, en la novela de Cervantes Don Quijote no habla como el cura, ni este como el bachiller o Sancho Panza. Cada uno de ellos es un ser singular y su manera de expresarse refleja su manera de ver el mundo.

La puerta se ha abierto, y ya no podrá volver a cerrarse. Pasarán algunos años antes de que la literatura se cuele en las casas ajenas y nos cuente los entresijos de las familias. Y tendrá que pasar todavía más tiempo para que se meta en la cama con los personajes y nos diga lo que hacen bajo las sábanas.

Pero el camino por el que transitarán todas las novelas del siglo XX ya está desbrozado: Don James Joyce ya puede escribir 1.000 páginas contando un día cualquiera en la vida monda y lironda de un hombre como tú.

(TAREA: Haz una lista con las cinco o seis novelas que más te hayan gustado. Piensa si esas novelas podrían haberse escrito sin esa nivelación entre narrador, personaje y lector que lleva a cabo el Quijote. ¿Existirían si el personaje literario no se hubiera independizado en su momento del autor? ¿Podrían haberse escrito si la vida cotidiana no hubiese entrado en la literatura? Y una última pregunta: ¿se te ocurre el título de alguna novela contemporánea que parezca haber sido escrita antes del Quijote?)

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