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Hablando de equidad y justicia

José Moisés Martín

Este post es una reacción –no necesariamente una respuesta- al post “Austeridad y Equidad”, de J. Ignacio Conde Ruiz, publicado en este mismo blog.

Dar a un botón y satisfacer todas nuestras necesidades y deseos. Decía Felix Ovejero en su maravilloso libro “Ética, Mercado y Economía” que, mientras no alcanzásemos esa utopía, la economía está condenada a tomar decisiones sobre cómo utilizamos recursos limitados, susceptibles de usos alternativos. La definición más conocida de la ciencia económica, que es la que acabo de citar, conlleva una palabra que la emparenta con otra rama del saber: la ciencia –o el arte- de tomar decisiones. Establecer los criterios sobre los cuáles esas decisiones son tomadas no corresponde exclusivamente a la economía, sino que está impregnada por otras formas de pensamiento: la política, la sociología y, también –o sobre todo- la ética. El gran economista Amartya Sen, premio nobel en 1998, ha dedicado buena parte de su carrera académica y profesional a reflexionar sobre la interrelación entre la economía y la ética, incluyendo la calidad de vida y, por supuesto, la desigualdad.

¿Cabe examinar las decisiones económicas a la luz de la filosofía moral? Sin duda. A fin de cuentas, los diferentes conceptos de lo que consideramos justo o injusto iluminan los procesos de toma de decisiones de la economía, al ofrecernos una guía sobre la que decidir la distribución de recursos, el acceso a los mismos, y su uso en el tiempo. Este examen es aún más perentorio en el caso de las sociedades democráticas, donde, como ciudadanos y no como súbditos, tomamos en nuestras manos la responsabilidad de decidir cómo organizar nuestra vida social. En las sociedades no democráticas, los súbditos pueden ahorrarse ese esfuerzo, ya que es el “planificador benevolente”, o “malevolente”, el que toma las decisiones de uso y distribución de los recursos.

Pero afortunadamente vivimos en sociedades donde, mal que bien, la ciudadanía tiene entre sus manos el derecho y la responsabilidad de participar en la toma colectiva de decisiones, atendiendo a sus criterios sobre lo que es justo o injusto, para ordenar la vida económica y política.

No todas las decisiones son deseables o factibles. El conjunto de valores que constituyen la base de nuestra convivencia nos limita y sólo podemos traspasar esos valores a riesgo de romper las condiciones de nuestra convivencia, o de hacerlos evolucionar en el tiempo. Las declaraciones y pactos que reafirman la dignidad inherente e inalienable del ser humano limitan también nuestro ámbito de actuación. Entonces, ¿qué reglas utilizar? ¿Cómo guiar nuestras decisiones?.

John Rawls, en la que probablemente ha sido la interpretación hegemónica de la idea de justicia en los últimos 30 años, formuló su principio de justicia liberal atendiendo a criterios de imparcialidad y neutralidad. La pregunta que se hace Rawls es: ¿cómo repartiríamos una tarta si no supiéramos qué trozo nos va a tocar de la misma?. Lamentablemente, esas condiciones de laboratorio se dan en muy pocas ocasiones y lo normal es que los que reparten el pastel saben de antemano qué les va a tocar a ellos, manipulando de esta manera los resultados, generalmente a su favor. Como individuos racionales que son, intentan maximizar sus beneficios. Ya se sabe que el que parte y reparte se queda la mejor parte.

Acemoglu y Robinson, en su libro “Economic Origins of Dictatorship and Democracy profundizaron en el ”reparto de la tarta“ y llegaron a la conclusión de que en las democracias existe una tensión dialéctica entre las masas y las élites, en la que el reparto de la tarta supone un equilibrio dinámico que evita que la élite se quede con toda la tarta al tiempo que la masa se compromete a no coger el pastel y el cuchillo y rebanar algunos cuellos para solventar el dilema.

Como se puede apreciar, no son decisiones fáciles y el juicio y la deliberación colectiva deberían jugar un importante papel en cómo ordenamos el reparto de los recursos, y sobre qué criterios actuamos.

Por eso mismo, las apelaciones a la justicia o la equidad no deben ser tomadas a la ligera, o invocadas frívolamente, en experimentos de laboratorio que no tienen en cuenta los contextos sociales e históricos en los que se desarrollan. La famosa historia de la cigarra y la hormiga, que lleva a la hormiga a la seguridad y el éxito, y a la cigarra a la muerte de frío y hambre, es, como la propuesta de Rawls, un experimento de laboratorio. Los seres humanos no somos ni cigarras ni hormigas, sino iguales en dignidad y derechos, y vivimos condicionados por nuestro contexto social, familiar, histórico y político. Justificar decisiones de hondo calado económico en condiciones de laboratorio (por qué un profesor que trabaja mucho y es muy bueno tiene que cobrar lo mismo que un profesor que trabaja poco y es muy malo) no deja de ser un ejercicio de barra de bar, que resiste mal las condiciones de una casuística que puede ser ilimitada (por qué hablamos de profesores y no de bomberos o de policías), y que, además, en muchos casos, no se corresponde con la realidad (en la realidad, un profesor universitario con investigación y docencia de calidad gana, en España, más que uno que no las tiene, a través de los sexenios y complementos de investigación, mientras que un policía o un bombero no tiene, ni de lejos, incentivos similares).

Examinar la justicia en nuestro particular laboratorio de las ideas nos permite, por ejemplo, delimitar nuestro campo de reflexión a nuestro antojo. Hablar de equidad intergeneracional sin tener en cuenta las trayectorias de las generaciones nos lleva a afirmaciones discutibles, como la que cuestiona por qué los más jóvenes deben pagar el retiro de los mayores, sin atender al hecho de que estos mayores fueron jóvenes un día y aquél día también tuvieron que pagar el retiro de sus mayores. ¿Sería justo acaso que la generación que pagó las pensiones de sus mayores no vea su esfuerzo y solidaridad recompensados cuando llegue el momento? Extraer a los sujetos del contexto social nos lleva a considerar injusto, por ejemplo, que un mal estudiante reciba el mismo apoyo público que un buen estudiante, pero la evidencia empírica demuestra que el rendimiento escolar es muy superior en los barrios y distritos más ricos de las ciudades. ¿No sería injusto obviar esas condiciones de partida a la hora de distribuir el gasto público en educación?

No son respuestas fáciles, porque tienen que ver con cómo interpretamos los valores y las normas por las que nos guiamos. Pero quizá el uso más distorsionado de estos argumentos es el que utilizamos para hacer tabla rasa e intentar justificar lo injustificable, haciendo pagar a justos por pecadores. Utilizar el copago farmacéutico porque hay gente que abusa del gasto sanitario, o bajar las prestaciones por desempleo para incentivar la búsqueda de trabajo –en un país con cerca de seis millones de parados- son recursos de mal decisor, que quieren hacernos pasar por justas decisiones que no lo son bajo ningún punto de vista.

Hay preguntas cómodas e incómodas, pero sobre todo, hay buenas o malas preguntas. El éxito de Europa en relación a otros modelos sociales, se basa en que hemos estructurado nuestros estados sociales sobre los cimientos de los derechos de ciudadanía: universales, indivisibles e inalienables, y no en una u otra concepción sobre los supuestos méritos de cada individuo. Si lo que queremos es preguntarnos cómo y de qué manera podemos garantizar una auténtica igualdad de oportunidades, con justicia y equidad, en nuestras sociedades de economía de mercado, mejor que hacernos preguntas de laboratorio sobre lo que es justo o injusto, deberíamos preguntarnos qué funciona y qué no funciona a la hora de promover esa igualdad de oportunidades y el ejercicio de esos derechos.

Y, desde esa pregunta, planteo tres evidencias empíricas, que sólo apunto porque han sido tratadas hasta la saciedad en este mismo blog, por autores mucho más autorizados que quien subscribe estas líneas: la primera, que uno de los mejores indicadores de igualdad de oportunidades que tenemos, que es el grado de movilidad social intergeneracional, es directamente proporcional al gasto público que se invierta en garantizarla. La segunda, que los sistemas de prestaciones sociales universales, basado en derechos de ciudadanía, son mucho más eficaces en la lucha contra la desigualdad y por la equidad que los sistemas asistenciales. La tercera, que desde que se inició la crisis fiscal en 2010, España ha realizado un esfuerzo de recorte en gasto público cercano al 5% de su PIB, al tiempo que la desigualdad económica nos ha situado en la premier league de los países más desiguales del continente, y con un fuerte incremento de la pobreza y la exclusión, sin que nuestro exiguo gasto social (sustancialmente inferior al de la media de la Unión Europea, como ya hemos analizado en este mismo blog) haya sido capaz de corregir mínimamente esa tendencia.

Apelar a la equidad para limitar derechos sociales, considerando “privilegiados” a quienes disfrutan de los mismos, en vez de garantizar su auténtica universalización, es una buena manera de fracturar una sociedad. La prueba no es de laboratorio, sino real: hoy España es un país más desigual, con menos oportunidades de movilidad social, con mayores tasas de pobreza y de exclusión. Porque cabe preguntarse –¡cómo no!- sí es más o menos justo dedicar el dinero a las pensiones de los mayores o a las escuelas infantiles, pero, como ejercicio previo, deberíamos preguntarnos si es más o menos justo dedicar el dinero público, que podría utilizarse alternativamente para los mayores o para escuelas infantiles, en una consolidación fiscal cuya bondad ya ha sido puesta en duda en demasiadas ocasiones.

Por supuesto que son necesarias reformas e innovaciones, es necesario un esfuerzo de actualización del Estado Social para extender el ejercicio de los derechos sociales en sociedades más plurales y menos homogéneas, donde las demandas y necesidades son dinámicas y donde estructuras vetustas, pensadas para otras épocas, pueden no estar dando la respuesta adecuada. Pero la respuesta no puede ser el recorte, sino la actualización y la reforma. Plantear que los recortes de gasto público y social no afectan severamente a la situación social de España y a la igualdad de oportunidades de sus ciudadanos corre el riesgo de alimentar ejercicios de optimismo voluntarista sobre nuestra auténtica realidad y, peor aún, equivocar los principios sobre los cuales basar nuestro futuro en común.

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