Innovación social basada en evidencias ¿Por qué no en España?
- Blanca Lázaro y David Casado, directora ejecutiva y analista de Ivàlua respectivamente, nos alertan de que nuestro país se encuentra a la cola en cuanto a la evaluación de políticas públicas.
La crisis económica ha suscitado un renovado interés por la evaluación de políticas públicas. En el ámbito estatal, autonómico y local, los responsables políticos, sean del color que sean, insisten en la necesidad de “mejorar la efectividad” de los programas y servicios públicos. Esa insistencia es sin duda positiva, pero claramente insuficiente para pasar de los deseos a la acción y, menos aún, a resultados tangibles.
Nuestro país se encuentra todavía a la cola de los países desarrollados en cuanto a la evaluación de políticas públicas. Cuando se discute sobre el impacto de tal o cual política, los resultados que se invocan suelen estar a menudo basados, en el mejor de los casos, en lecturas erróneas de los datos disponibles, cuando no en anécdotas de imposible generalización o en apriorismos ideológicos sin base empírica alguna.
La ausencia de evidencia sobre su efectividad no sólo afecta a los programas que llevan tiempo en marcha, como puedan ser los cursos de formación ocupacional, las ayudas a la innovación empresarial o tantos otros, sino que también se da en programas piloto en los que se ensayan nuevas fórmulas para atajar una determinada problemática. Muy a menudo, sin saber si estos pilotos han logrado o no su objetivo, se generalizan o se suprimen de acuerdo a factores que poco tienen que ver con su efectividad.
En contraste, desde finales de la pasada década, en Reino Unido, Francia y Estados Unidos –y de forma incipiente en Australia, Canadá, Alemania o Irlanda–, los gobiernos, junto a entidades filantrópicas privadas, están impulsando procesos de “innovación basada en evidencias”, orientados a la búsqueda sistemática de nuevas soluciones coste-efectivas a problemas sociales. En todos los casos se pone el acento en actuaciones preventivas –primera infancia, educación, transición al mundo laboral, reinserción de presos, etc.–, que son las que a la larga pueden comportar mejores resultados y un mayor ahorro para el contribuyente. Y para comprobar su efectividad, la evaluación rigurosa e independiente, preferiblemente de tipo experimental, adquiere un papel protagonista.
¿Cuál fue el impacto del bachillerato de excelencia en Madrid? ¿Y el del programa de ordenadores individuales en las escuelas catalanas (programa 1x1)? ¿Y el de incentivación económica de jóvenes sin la ESO en Extremadura para que regresen a las aulas? El dar respuesta a las preguntas anteriores constituye el reto al que se enfrentan quienes se dedican a la evaluación. Desde esta perspectiva, el impacto de un programa es la diferencia entre aquello que realmente acontece a los participantes y el denominado contrafactual: esto es, lo que les hubiera ocurrido de no haber participado. Se trata de un reto porque, obviamente, no es posible que los mismos sujetos participen y no participen simultáneamente en un determinado programa.
Por ello, los evaluadores tratan de aproximarse a la medida de dicho contrafactual mediante el empleo de técnicas diversas, entre las que destaca por la solidez de sus resultados la denominada evaluación experimental. Este tipo de diseño evaluativo es idéntico al que se utiliza en los ensayos clínicos para establecer la efectividad de un fármaco: a saber, partiendo de un conjunto inicial de personas que pueden beneficiarse de un determinado programa, se establece mediante un procedimiento aleatorio quién participa en el programa (grupo de tratamiento) y quién no (grupo de control). La comparación entre ambos grupos pasado un cierto tiempo –por ejemplo, en términos de inserción laboral si se trata de un programa de formación para parados– permite obtener una medida de la efectividad real de la intervención pública evaluada.
Es cierto que la práctica de la evaluación experimental plantea desafíos importantes –formas consolidadas de gestión de los programas, escalabilidad, cuestiones éticas, etc.–, y que a menudo existen condicionantes políticos a tener en cuenta, pero la total ausencia de evaluaciones experimentales en nuestro país no nos parece una situación que deba mantenerse por más tiempo.
En este contexto, con el propósito de dar a conocer la evaluación experimental, así como el papel que esta puede jugar en los procesos de innovación social, Ivàlua organizó una Jornada Internacional sobre estas cuestiones el pasado mes de septiembre. En concreto, se examinaron tres fórmulas de institucionalización de la innovación basadas en evidencias: el Fonds d’Expérimentation pour la Jeunesse (FEJ) francés, la Education Endowment Foundation (EEF) británico y los Social Impact Bonds (SIB), del Reino Unido y los EEUU. En los tres casos participa el sector privado, de una forma más tradicional en el FEJ –iniciativa ministerial con partenaires privados que aportan financiación–, más subrayada en la EEF –que jurídicamente es privada, aunque opera a través de una importante dotación del Gobierno– y con un rol novedoso de inversor en el caso de los SIB, aunque el Estado juega también un papel fundamental.
La puesta en marcha de iniciativas similares en España plantea, de entrada, la necesidad de que los actores públicos y privados que las deben impulsar vean su necesidad y se impliquen. Ello requiere romper la inercia cortoplacista de instalarse siempre en las mismas fórmulas de intervención pública y social, aplicando incrementos o ajustes en función del ciclo económico.
En otras palabras, las organizaciones públicas y sociales deben realizar una apuesta decidida por el conocimiento, que les permita abordar en mejores condiciones la complejidad de la realidad social y maximizar su capacidad para hacerle frente. Sin ese convencimiento previo, seremos incapaces de avanzar desde la innovación “declarativa” actual –muy presente, sin duda, en discursos, planes y proyectos diversos– a una innovación disciplinada, rigurosa, que aspire a tener un impacto real en términos económicos y de bienestar.