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¿No habrá más indultos para los corruptos?

El Gobierno rechaza los indultos de Matas, Garzón, Carromero, Muñoz y Ortega Cano

Joan J. Queralt

Todos los viernes, desde la llegada al poder del nuevo gobierno, son viernes de dolor en consonancia con el mensaje que emitió en su día el Ministro de Justicia. Pese a todo, el último viernes el dolor tuvo un paliativo que, si se confirma como política de futuro, no será menor: la denegación de siete indultos. Eso lo sabemos por las referencias periodísticas, no porque figure en la referencia oficial del Consejo de Ministros.

Quienes, como quien suscribe, estamos en contra de los indultos debemos alegrarnos. Permítame el lector introducir unas breves consideraciones sobre mi posición contra el indulto y mi disenso sobre algunas propuestas de reforma. En efecto, el Grupo de Estudios de Política Criminal, al que pertenezco desde su fundación, ha efectuado una propuesta alternativa a la actual ley del indulto, que excepcionalmente no he suscrito.

Tengo para mí que el indulto es una pieza de no derecho del antiguo régimen que histórica, tradicional y actualmente se utiliza en beneficio de la pequeña política gubernamental contra las resoluciones firmes de los jueces. Se propone ahora que el indulto sea motivado –lo que es incompatible con el derecho de gracia: un derecho de gracia reglado, no es derecho de gracia- y controlado por los tribunales de lo contencioso-administrativo. De esta suerte, tendríamos una cuarta instancia (dos instancias penales, el gobierno y la sala de lo contencioso), en esta ocasión en manos de los jueces de lo contencioso. Aunque ciertamente más garantista y menos arbitrario que el régimen actual, es una desnaturalización, para mí, inaceptable de la jurisdicción penal. El acto del Ejecutivo, ajeno al proceso penal, se regirá de acuerdo, no a los principios del proceso penal, sino de los intereses administrativos. El desacuerdo, pues, es radical.

Suele decirse que con el indulto cabe salvar de hechos materialmente injustos a ciertos condenados, cuando la pena resultante es desproporcionada. Tal desproporción se debe en lo fundamental a dos circunstancias. Por un lado, a que en virtud de la pluralidad de delitos y las reglas del cómputo de la pena, el castigo restante puede ser descomunal. El TC, en una ya lejana sentencia, desmontó algunas de estas anomalías, pues lo que técnicamente denominamos concurso de delitos era contrario a derechos fundamentales, por ejemplo el no ser castigado dos veces por el mismo delito (así, desde STC 154/1990).

Otras veces la desmesura de la pena, en su origen impecable, se manifiesta en que, vistas las anomalías en la (no) ejecución de la sanción, esta tiene lugar cuando el sujeto ya está reinsertado, con familia e hijos al cargo, algo que no es infrecuente. En estos casos, al igual que sucede con la introducción en el Código penal desde 1995 del criterio jurisprudencial de considerar las dilaciones indebidas atenuante, incluso muy cualificada, nada impediría que se hiciera lo mismo a la hora de ejecutar la pena, años después de haberse dictado la condena: ejecución hartamente disfuncional y contraria a las necesidades de la justicia en un Estado social y democrático de Derecho. Por último, la reforma a fondo de la revisión penal, algo por lo que calma todo el ámbito jurídico, podría ser un buen mecanismo de solución. Cualquier cosa menos sacar la sacrosantidad de la eficacia de lo juzgado fuera de su ámbito exclusivo: la jurisdicción, en este caso, penal.

Nada que ver estos supuestos de evidentes razones de justicia, dignidad y legalidad, con los escandalosos indultos que tienen que ver con los delitos cometidos al amparo del poder. Así, todos los delitos cometidos al amparo del poder, tanto los de los funcionarios y altos cargos, amigos incluidos, que se llenan sus bolsillos con nuestro dinero. También los de los policías torturadores: se sirven del necesario monopolio de la fuerza que la sociedad deposita en sus manos para, sean los que sean los fines últimos, doblegar la integridad física y moral de los sujetos privados de libertad, personas bajo su custodia y en situación de debilidad y notoria desventaja. Dicho de otro modo, repugna en una sociedad que sea realmente democrática el indulto de los delitos que tienen que ver con los abusos de poder.

Recordemos que este poder también puede ser privado; por un lado, ahí están los delitos de los administradores de las grandes corporaciones que ahora empiezan a ser juzgados y condenados, por fagocitar los caudales de los accionistas, depositarios, clientes o provenientes de fuentes públicas de rescate. Tampoco hay que olvidar aquellos indultos, en sí anodinos, pero gestados desde despachos con influencias, influencias que se escapan al resto de justiciables. Tal sería el reciente caso del indulto al conductor kamikaze que, tras la revocación por parte del TS ha quedado sin gracia y ha debido volver a prisión.

Una reflexión final. Si el último viernes de dolor tiene algún lenitivo es que contra la corrupción no hay indultos. Hagamos un acto de fe por más que sea mucho pedir; acto de fe que las semanas venideras han de ratificar. Si esta línea se mantiene, la lucha contra la corrupción va a cambiar radicalmente. Desde una perspectiva general, la corrupción la facilita la ausencia de controles previos a la acción penal (que, como vemos con el Tribunal de Cuentas al frente, no tiene visos de mejorar). También la facilita su consecuencia: la impunidad, impunidad que en el último decenio gracias al empeño de jueces independientes y de los medios se está diluyendo.

Los imputados y los condenados hasta ahora podían esperar, pese al gravamen económico y de deshonor que supone el proceso y, en fin, la condena, el indulto, total o parcial, que evitara la entrada en prisión. El panorama ha cambiado: al parecer, no habrá indulto para los corruptos. Si ello es así, los jueces de instrucción que los procesen y los tribunales de primera instancia penal que los condenen, que no se llamen a engaño: el peligro de huida de estos sujetos acaba de aumentar exponencialmente. Habrán de tomar nota los fiscales y demás acusaciones a la hora de solicitar medidas cautelares personales y reales, tanto a la espera de juicio como en ejecuciones provisionales. El escándalo sería mayúsculo si esta caterva de corruptos pudiera sustraerse a la acción de la justicia, disfrutando además de los dineros tan ricamente obtenidos.

Liguemos el inicio y el final de estas líneas: el indulto no es más que un lodazal partidista y sectario, administrado por el poder a su antojo. Cuanto antes eliminemos este obstáculo a la acción de la Justicia antes se habrá fortalecido, al menos en parte, un pilar de la justicia: la ejecución de los resueltos judiciales penales es irrenunciable y sin interferencias partidistas.

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