Los límites del debate europeo
Las próximas elecciones al Parlamento Europeo suponen otro intento por personalizar la política europea. La novedad reside en la identificación por algunos de los partidos europeos de sus candidatos a la presidencia de la Comisión.
Las candidaturas a la presidencia de la Comisión Europea responden a un doble propósito que, de cumplirse, mejoraría el interés de la ciudadanía por la política europea. De un lado, dar visibilidad a un debate político europeo. De otro, reproducir a nivel europeo la dependencia que tiene el gobierno del apoyo parlamentario como ocurre en el plano nacional.
El primero de los propósitos tiene el hándicap para cumplirse que llega demasiado tarde. La crisis económica puso de manifiesto la debilidad del parlamento, y no sólo a nivel europeo, frente a la pujanza de ejecutivos y agencias reguladoras que ofrecían un conocimiento supuestamente técnico y superior al obtenido mediante el debate político. El primer debate televisado entre los candidatos socialista y conservador, Jean-Claude Juncker y Martin Schulz el pasado 9 de abril evidenció la dificultad que tuvieron ambos líderes para diferenciar sus programas. La experiencia de uno y otro al frente del Eurogrupo y del Parlamento Europeo respectivamente hacía presagiar un debate con profundidad de argumentos y alternativas. Por el contrario, destacó la dificultad de encontrar diferencias entre los candidatos o el recurso a lugares comunes sobre el desempleo o la necesidad de reactivar el crédito a las pequeñas y medianas empresas como solución.
La limitación del debate político tiene dos cotas. En primer lugar, no se cuestiona el funcionamiento de un modelo de integración basado en la centralización de la política monetaria y la descentralización, aunque controlada, de la política fiscal. Un debate político que se centrara en la necesidad de una implicación creciente del gobierno europeo en políticas redistributivas sería vacuo por la ausencia de competencias del gobierno europeo, e incluso de recursos económicos propios con los que implementarlas. En segundo lugar, el debate europeo no parece orientado a evaluar y sancionar lo que se ha hecho por unos y otros desde las instituciones europeas. Una amputación cuestionable cuando los gobiernos nacionales han encontrado en las instituciones europeas una inagotable fuente de recursos para atribuir responsabilidades en la adopción de decisiones impopulares. Así las cosas, la ciudadanía se aproxima más a un referéndum que a unas elecciones dónde se probará su capacidad de resistencia o, en términos politológicos, su desafección política.
Respecto al segundo de los propósitos, la selección de candidatos a la presidencia de la Comisión por los partidos y grupos europeos perseguiría reforzar la posición del Parlamento en su control de las funciones ejecutivas o de gobierno. La política europea está dominada por instituciones no elegidas directamente (Comisión, Consejo, Banco Central Europeo) y que no debaten sino que toman decisiones.
Sin embargo, esta parlamentarización de la vida política europea también se enfrenta a importantes obstáculos para su consecución. En primer lugar, la consideración de la política europea como una cuestión técnica y orientada a lograr consensos o soluciones de equilibrio. En segundo lugar, la sustitución, en la práctica, del complejo proceso legislativo de contrapesos donde se reproducían debates en cada una de las instituciones involucradas (Comisión, Parlamento y Consejo) por reuniones informales entre un limitado número de representantes de las tres instituciones. Este diálogo informal a tres si bien favorece la adopción de acuerdos limita la transparencia del proceso legislativo, reduce la publicidad de los debates, y favorece las posiciones de los actores más cohesionados o con mayor representación. Estas reuniones informales se sucedieron en un 76% de los procedimientos de codecisión seguidos entre los años 1999 y 2007, según estimaciones de Raya Kardasheva del King's College London. Los propios datos del Parlamento Europeo confirman la importancia de estas reuniones informales. El porcentaje de acuerdo, en la fase de primera lectura, entre las tres instituciones ha pasado del 28% en la legislatura 1999-2004 a un 77% en 2011, tras los dos primeros años en vigor del Tratado de Lisboa. En otras palabras, el pretendido control parlamentario de la acción del ejecutivo nace ya, en buena medida, desactivado por la expansión de este informal diálogo a tres.
Un ejemplo de esta manera de hacer política y tomar decisiones ocurrió el 19 de marzo pasado cuando Comisión, Parlamento y Consejo adoptaron tras 16 horas de negociación un acuerdo para avanzar hacia una unión bancaria, con la creación del mecanismo de liquidación bancaria. El contenido y discusión de lo acordado cedió, en términos de importancia, ante la obtención misma del acuerdo. La posición del Parlamento o la Comisión no trascendió. Las decisiones europeas, cada vez con mayor frecuencia, se adoptan en un escenario de urgencia permanente que permite huir del debate y justificar las decisiones como la única solución posible para lograr un consenso.
La personalización del debate político europeo difícilmente conseguirá estos propósitos sin superar las limitaciones del diseño institucional europeo y la autocensura que se impone en defensa del consenso.