Una vieja historia de jóvenes
La revolución divertida, Ramón González Férriz
Para empezar, una adivinanza. ¿A qué época hace referencia este pasaje?:
Por contemporáneo que parezca lo que explica, el párrafo hace referencia a 1848 y las revueltas que en ese año tuvieron lugar en París. Como cuenta el autor de esas líneas, Eric Hobsbawm, en La era del capital, el empeño revolucionario estaba entonces alimentado en buena medida por jóvenes airados al ver que sus expectativas laborales y de estatus no iban a cumplirse, y en un primer momento pareció que, efectivamente, la revolución podía triunfar. En cierta medida lo hizo, pero un lustro más tarde todo volvía a estar como antes. Y muchos de los revolucionarios eran ya burgueses o, al menos, lo que hoy consideraríamos clase media. La política se calmó por el momento.
La historia se repitió, con todas las evidentes diferencias, en 1968, de nuevo en París, pero también en California y Chicago. Una vez más, los jóvenes, en parte frustrados por sus expectativas, pero en este caso aún más por lo que consideraban una sociedad aletargada y autoritaria, querían cambiar las cosas, transformar el sistema regido por viejos corruptos y abrir la puerta a nuevas formas de organización política y sentimental. Se han escrito toneladas de libros sobre este fenómeno, y yo me he sumado a ellas recientemente con La revolución divertida, pero algo parece claro y así trato de explicarlo: una vez más, esa amenaza revolucionaria no cambió el sistema político, aunque sí supuso un terremoto cultural, y al cabo de no demasiado muchos de sus protagonistas eran ciudadanos respetables y con bonitas cuentas corrientes, de Bob Dylan a Daniel Cohn-Bendit, de Steve Jobs a Joshka Fischer, y en lo que considero que fue nuestro particular 68, la Movida, de Alaska a Pedro Almodóvar.
Pero, visto esto, ¿fue la suya una lucha estéril? Yo diría que no. Se mire por donde se mire, Occidente es hoy mejor que entonces: las mujeres y los homosexuales (y también los hombres heterosexuales) son más libres, hay menos racismo, la tolerancia es mucho mayor y la cultura popular ha contribuido enormemente al progreso moral. Y en España, por supuesto, la democracia se ha asentado a pesar de todos sus defectos. Sin embargo, el tan odiado capitalismo sigue aquí, más fuerte incluso que entonces a pesar de la crisis en la que nos encontramos y, a diferencia de esos días, sin un adversario creíble. Las formas de consumismo que se establecieron en los sesenta -una identificación entre ser rebelde y comprar ciertas cosas- son hoy el patrón de comportamiento de las masas, e incluso formas de rebeldía política que pudieron parecer viables -como la antiglobalización o el activismo en internet- no han hecho más que impulsar modas de consumo que, en última instancia, fortalecen al sistema. Las grandes empresas -de coches, de ropa deportiva, de alimentos- han asumido la retórica rebelde, y los rebeldes utilizan para rebelarse los medios que les proporcionan grandes empresas -Facebook, Twitter, las telecos. Los revolucionarios, con razón, se exasperan: ¿de veras no hay manera de romper ese círculo?
Hay varias respuestas posibles. La primera dice que hay que olvidarse de los arribistas interesados de 1848 y de los falsos revolucionarios de 1968 y optar más bien por versiones actualizadas de los bolcheviques rusos de 1917 o los barbudos cubanos de 1959. Sin embargo, no es una apuesta muy arriesgada afirmar que en Occidente ya no se van a producir esa clase de revoluciones: la clase media occidental es hoy particularmente poco osada políticamente, la clase obrera está en franco declive, y la violencia, cuestiones morales aparte, ha demostrado en las últimas décadas ser completamente ineficaz desde un punto de vista político.
Otra opción es perseverar en las tácticas fundadas en 1968 y que posteriormente han recogido el movimiento antiglobalización, muchos antisistema y formas de política alternativa que oscilan de una manera paradójica entre el anarquismo y el estatalismo: seguir luchando localmente con grupos de consumo, cooperativas, acampadas y manifestaciones mediáticas, organización horizontal y asamblearismo, decrecimiento y okupación. Para ellos hay una buena y una mala noticia. La buena es que, mientras dure la crisis y probablemente más allá, van a seguir teniendo una gran repercusión en los medios y una gran simpatía social, y en consecuencia una importante capacidad de convocatoria en sus actos reivindicativos. La mala: me temo que, si la historia enseña algo, con esos métodos no van a conseguir cambiar el sistema. No se ha logrado en cincuenta años. No lo lograron los hippies ni los yippies estadounidenses, los soixante-huitards parisinos, los provos holandeses, los libertarios catalanes reunidos alrededor de Ajoblanco ni, por supuesto, los antiglobalizadores.
Naturalmente, hay una tercera opción, infinitamente más latosa, aburrida y cansina que las dos anteriores: ¿por qué no meterse en el sistema y refomarlo desde dentro? Los cambios culturales y tecnológicos de las últimas décadas han alentado la idea de que la política se ha transformado enormemente y de que son viables nuevas formas de participar en las grandes decisiones. Para bien o para mal, no es así: en el plano institucional, una democracia occidental de hoy es casi igual que una democracia occidental de hace cinco décadas: constitución, partidos, separación de poderes, voto secreto. Todo ha cambiado increíblemente, pero la política sigue muy parecida a sí misma, y la hacen las instituciones. Solo entrando en ellas, o presionándolas desde fuera con métodos efectivos, se puede lograr algo.
Como los de 1848, muchos jóvenes de hoy se sienten expulsados del sistema. Tienen razón. Sin embargo -y me temo que no dispongo de bases empíricas para probar esto- diría que muchos de los que se manifiestan ahora en las calles no quieren tanto acabar con el sistema como ser incluidos de nuevo en él. Es razonable y justo: la política, y en particular la política española, les está tratando muy mal. Sin embargo, parece evidente que esto se debe, al menos en parte, a que los jóvenes votan poco, se organizan de manera ineficaz y se niegan entrar en los procesos que acaban dando pie a las leyes. Para que se les tenga en cuenta y puedan, como sus predecesores de 1848, ser dentro de poco gente de clase media, o, si tienen suerte y talento, como los de 1968, ser nuevos líderes culturales y políticos, deben cambiar su forma de actuar. Los viejos sistemas de articulación de la queja ya no sirven. Paradójicamente, deben abrazar otros también viejos, pero que ahora no parecen tener rival: los de las instituciones.