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La cristiandad: siempre intolerante
En sus Crónicas del alba, Ramón J. Sender recuerda las celebraciones con las que en el internado católico de su infancia se conmemoraba el inicio de la cristiandad. La historiografía tradicional lo sitúa a principios del siglo IV, con el famoso Edicto de Milán. El emperador Constantino establecía el fin de las persecuciones religiosas, la libertad de culto y, por tanto, la plena tolerancia con los cristianos. A partir de ese momento la cristiandad comenzó a reescribir su propia historia.
Inventó un pasado de crudelísima represión, en la que los creyentes habrían sido perseguidos en todos los confines por despiadados gobernadores al servicio de Roma. Hoy ese relato está ampliamente desmentido, por exagerado. Los martirologios se asumen como meras ficciones y, de hecho, ni siquiera se admite que los mártires de los primeros tiempos alcanzaran los diez casos. Las persecuciones, mucho menores que las que sufrieron otras comunidades, en buena medida estaban causadas por la obsesión de los fieles en alcanzar el martirio, vía igualitaria por la que se les prometía el acceso al cielo, a una vida mejor.
En su ensayo La edad de la penumbra: cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico, Catherine Nexey demostró en 2017, con éxito de ventas internacional, que en realidad los hechos tuvieron lugar más bien al contrario. A partir del siglo IV la cristiandad se aplicó en una destrucción masiva e impía por gran parte del Imperio. Su furor iconoclasta, su violencia indiscriminada, su intolerancia, su desprecio a la mujer, al conocimiento, a las artes y la ciencia nos resultan hoy sorprendentemente familiares, miméticos, incluso: son los métodos calcados con los que esparcen el terror el Estado Islámico y el Régimen talibán. En algunos ataques el ISIS ha replicado de manera idéntica la destrucción de las mismas estatuas. Es el caso de la Atenea de Palmira, reconstruida por los arqueólogos modernos después de que los cristianos la destruyeran en siglo IV por simbolizar el conocimiento y la sabiduría, y de nuevo mutilada por el Estado Islámico hace algunos años.
La ignorancia, como no se cansaba de repetir San Agustín, era la única manera de acceder a Dios
Al contrario de lo que pueda parecer, ese tipo de ataques no constituían hechos aislados o dispersos, obra de algunos fanáticos sin control. Al contrario, estaban bien organizados y sistematizados, hasta el punto de que contaban con el beneplácito explícito de las jerarquías eclesiásticas. La ignorancia, como no se cansaba de repetir San Agustín, era la única manera de acceder a Dios. Por eso había que destruir templos, artes y conocimiento. Se crearon cuerpos especializados para demoler bibliotecas, detectar libros escondidos para llevar a la hoguera y, en los monasterios, se rasparon todos los manuscritos y sobre ellos se reescribieron textos religiosos. La ciencia desapareció. El atomismo, que explicaba el surgimiento del universo en términos muy parecidos a los actuales, se borró. El esfuerzo tuvo tanto, tanto éxito que solo nos ha llegado un 1% de la literatura latina.
Todavía resuenan los ecos de algunos de los episodios más inauditos. El emperador Teodosio decretó el cierre de todos los templos no cristianos, y se propuso eliminar del orbe cualquier credo ajeno al cristianismo. El edificio del Occidente más célebre de la época, el templo de Serapis en Alejandría, se convirtió en ruinas a manos de las turbas del obispo Teófilo, pero no fue suficiente. Una de las hermandades más siniestras, la de los parabalani, secuestró en plena vía pública a Hipatia, la matemática más famosa de sus tiempo, y a continuación la desollaron viva y le arrancaron los ojos antes de morir.
No mucho después llegó el golpe final. Justiniano prohibió que los filósofos impartieran clases y, a esas alturas, quedaba claro cómo se ejecutaría semejante mandado. Después de todo un milenio, la Academia de Atenas cerró para siempre, y Damascio, que ya había huido con anterioridad de Alejandría, se exilió en Persia con el resto de pensadores. Así culminó su obra la cristiandad y, como sabemos, los siglos posteriores, con el catolicismo como secta mayoritaria, no fueron precisamente mejores.
Sus enseñanzas, que con admirable tesón y honestidad siguen miles de personas en todo el mundo, poco tienen que ver con la Iglesia
Nada de esto debería extrañarnos en exceso. Como todo sistema político y social basado en una única idea –en este caso un culto monoteísta– el cristianismo llevaba desde su nacimiento la semilla de la intolerancia, y solo era cuestión de tiempo que su mensaje original de amor acabara pervirtiéndose. Al fin y al cabo, se trata de una superstición milenarista con numerosos ritos heredados de la Edad de Bronce.
Sus enseñanzas, que con admirable tesón y honestidad siguen miles de personas en todo el mundo, poco tienen que ver con la Iglesia, epítome de aquella cristiandad que inauguró el converso Constantino. Su fanatismo y odio al conocimiento los comparte con tantas otras corrientes del resto de religiones del Libro. Ya hemos mencionado al Estado Islámico y a los talibanes, mientras que el Estado de Israel, con la complicidad europea, aniquila Palestina en nombre de su propio monoteísmo.
Me he permitido este sucinto resumen histórico porque tengo la costumbre de alejarme de la actualidad más inmediata en alguna de mis columnas del mes de agosto. También porque, precisamente, se trata de reflexiones que, como quizás hayan intuido, me ha suscitado un hecho reciente: la prohibición en Jumilla del culto musulmán, que tanta gracia le ha hecho a algún obispo. Quizás ahora a ustedes les sorprenda tan poco como a mí.
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