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El cuerpo del delito
Hoy vengo a confesarte algo. Como sabes, me gusta hacer muchas preguntas y buscarles todas las respuestas posibles, y ahora que estamos en estas entrañables fiestas… Entrañables, qué palabra. Lo siento, las navidades siempre me han generado un nudo en el estómago, no tan grande como cuando tengo que llamar a una familia para decirle que han perdido un ser querido.
Es algo que estaba resonando en mi entorno con el caso de Mahmoud, y a mediados de enero me llamó una amiga porque Bakary Diba murió en el parque de la Ciutadella, en plena ola de frío, porque no contaba con una alternativa habitacional, porque vivía en la calle. Pero realmente no me llamaba para contármelo o desahogarse, sino porque buscaba que le respondiera a la siguiente pregunta: ¿Cómo se llama a una madre y se le dice que su hijo ha muerto por culpa del racismo?
Sinceramente, es mi talón de Aquiles, es la pregunta que nunca sé bien qué responder porque no creo que haya respuesta: ¿Cómo se le dice a una familia que su ser querido ha muerto en una detención policial? ¿Cómo se le dice que la razón de su detención era su cuerpo? ¿Que su cuerpo era el delito? ¿Que por eso los mecanismos institucionales de seguridad y prevención no se activan?
Porque sí, ese cuerpo tenía un tono de piel determinado, unido a un nombre determinado, lo suficientemente determinados para ser constitutivos de delito. Existir es un delito lo suficientemente grave como para ser detenido y que en esa intervención acabe con tu vida.
¿Por qué si se justifican en que estuvieran cometiendo un posible delito acaba o agredido o muerto? ¿Acaso no tenían derecho a juicio? ¿Acaso están entrenados para vernos peligrosos? ¿Es la función de la policía matarnos? ¿A nuestros hijos? ¿A nuestros hermanos? ¿Es un delito respirar?
Desde que hace casi un año Mahmoud fuera perseguido por la policía y acabase muerto, Abdoulie Bah fuera abatido en Gran Canaria, o Mahamedi perdiera la vida en una comisaría de Barcelona, el goteo de nombres de nombres que han salido a la luz no ha cesado. Recientemente, el nombre de Haitam ha saltado a la palestra tras su muerte en un locutorio de Torremolinos, donde cinco agentes utilizaron pistolas taser para reducirlo, acabando con su vida y continuando con la violencia hacia su familia y las comunidades migrantes y racializadas.
Y podría pensarse que no, que no es un tema de racismo, que si estoy pecando de obsesa con la raza pero, ¿por qué si se justifican en que estuvieran cometiendo un posible delito acaba o agredido o muerto? ¿Acaso no tenían derecho a juicio? ¿Acaso están entrenados para vernos peligrosos? ¿Es la función de la policía matarnos? ¿A nuestros hijos? ¿A nuestros hermanos? ¿Es un delito respirar? Pues parece que sí viendo las respuestas de los sindicatos policiales.
Porque estaban haciendo su trabajo: criminalizar, perseguir y ejecutar, porque el control racial y fronterizo se ampara aquello de servir y proteger, mantener la seguridad. Y yo te pregunto, ¿seguridad para quién? En estos fríos días antes previos a las entrañables fiestas han sido desahuciadas 400 personas en Badalona, empujándoles a dormir en suelo raso. Se les expulsa de un sitio sin alternativa habitacional para que no existan en otro, para limpiar el paisaje, porque si no lo vemos, no existe. Es el racismo institucional de siempre, el necesario para justificar y amparar las prácticas racistas policiales.
No puede haber paz sin justicia, ni democracia, pero parece que algunas nacimos condenadas en una suerte de purgatorio donde se nos niega la suficiente dignidad para ser tanto interlocutoras como merecedoras de un trato justo: por negras, por marrones, por gitanas, por musulmanas, por neurodivergentes, por pobres, o por todo a la vez
Muchas lo sabemos: el patriarcado está cómodo con usar el racismo para desproteger a las mujeres racializadas; si denuncian, se enfrentan a la maquinaria de extranjería; si callan, se enfrentan al abandono. Al final, el sistema usa la seguridad como excusa para criminalizar a los hombres mientras nos deja a las mujeres a merced de la intemperie social.
Todo esto es violencia, la cual se sostiene sobre una presunta justicia que parece experta en perdonar la negligencia. Se perdona que cinco agentes no vean la agonía de Haitam porque, para el ojo institucional, ese cuerpo no era una vida a proteger, sino un objetivo a neutralizar. Es la “muerte por omisión”: no socorrer porque no se reconoce humanidad en el otro. Y esa negligencia es la misma que permite el frío y el cartón; una desatención consentida que el Estado luego blanquea en los juzgados.
Pero aún tengo un nudo en el estómago, porque la pregunta es cómo se le explica a quien han matado a su padre que comparte el mismo cuerpo delictivo por el que ya no está su padre. ¿Cómo se puede hacer un duelo como éste si se archivan las causas para esclarecer lo ocurrido? Como si de un tramite administrativo rutinario más hablásemos, como si hubiera vidas que ni siquiera merecen un investigación rigurosa sobre qué y cómo ha pasado ¿Ese es su trabajo y por eso no se puede hablar de impunidad?
Y es que no puede haber paz sin justicia, ni democracia, pero parece que algunas nacimos condenadas en una suerte de purgatorio donde se nos niega la suficiente dignidad para ser tanto interlocutoras como merecedoras de un trato justo: por negras, por marrones, por gitanas, por musulmanas, por neurodivergentes, por pobres, o por todo a la vez.