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La importancia de llamarse Cayetana
De un tiempo a esta parte, la derecha española parece un chiste de pijos: Cayetana Alvárez de Toledo deja la portavocía del Partido Popular en el Congreso en manos de Cuca Gamarra; sólo falta que aparezca en cualquier momento algún Borja Mari. Estamos en el tiempo de los cayetanos, en el que de nuevo la juventud vuelve a arriar el poster del Ché y el grabado del Guernica, por una bandera con el pollo o el retrato de un banquero. Esta globalización neomedieval bien merece que se llene, como así ocurre, de Jimenas y Pelayos, de Beltranes y de Mencías. A fin de cuentas, los siervos de la gleba han sido sustituidos felizmente por los precarios, pero viene a ser lo mismo, a los que en ocasiones el salario nos le llega ni para llamarse Robertos o Alejandros y se quedan en Juanes o en Pepes mondos y lirondos.
Cuántas Cucas y cuántos Cucos, cuántas Cayetanas o cuántos Cayetanos. Para que salga un Jacobo que sea capaz de editar libros como verdaderas obras de arte, hemos tenido que expurgarlo del vademécum habitual de abogados del Estado y amigotes del Campechano, terratenientes sobre campos de gules o supuestos apóstoles del emprendimiento que llevan siglos viviendo de las rentas de sus tatarancestros.
Antonio Muñoz Molina aseguraba desde sus inicios que una de las principales claves de la narrativa reside en el nombre de los personajes: con tan sólo eso, ya tienes escrita media novela, recomendaba a quien quisiera oírle cuando acababa de publicar “El invierno en Lisboa”. Los nombres pueden definir a los personajes, pero no a las personas. En una ocasión, conocí a un tipo que era la viva imagen de la miseria, desahuciado, abandonado por su familia, en una larga ruina que le cruzaba por el rostro como una formidable bofetada del destino. Le pregunté su nombre y me respondió: “Progreso”.
Sin embargo, los nombres retratan una época y una sociedad. ¿Qué se hicieron de aquellos bartolos, primitivos, jerónimas o rafaelas que jalonaron el árbol genealógico de varias generaciones de españoles sin oficio ni beneficio? Más allá del santoral, marcan mucho los apellidos. Así, si se contrastan los que ahora pueblan buena parte de nuestros escaños con la sociología del franquismo que nos regalara Amando de Miguel, nos encontraríamos con una repetición clónica de los mismos, por más que la tecnocracia del Opus se llenara de ministros López en los años 60.
Manuel Vázquez Montalbán llegó a relatar en una de sus columnas una cena inquietante entre dos damas de la alta burguesía catalana cuando el proceso 1001: “¿Sabes a quién han detenido por comunista?”, preguntaba una de ellas. “A Nicolasito Sartorius”. La otra se sorprendía: “¿A Nicolasito? ¿El hijo de los marqueses? Está visto que a España la llevamos entre tres o cuatro familias”. Luego, estuvimos a punto de que una pariente suya llegara a ser reina de España.
Hace unos días, Iván Espinosa de los Monteros, con semejante santo y seña, se permitió un twitter bromeando con la rareza del nombre de Kamala Harris, como si el suyo fuera común y corriente, de viviendas del sindicato, de labores de trilla y taller mecánico; como si su clan no abundase históricamente de mando en plaza, desde militares de fuste a embajadores ante el III Reich o directivos de Amancio Ortega, en esa nueva aristocracia que es la del dinero.
Se dirá que el nombre de las cosas es fruto del azar, pero Gabriel García Márquez nos hablaba de un tiempo en el que todo era tan nuevo que había que nombrar cada objeto, cada árbol, cada paisaje, cada gesto, porque no habían existido anteriormente gestos, paisajes, árboles u objetos como aquellos. Así, desde antiguo, los apellidos compuestos fueron dándole nombre al poder y así que ahora no extraña que piensen que sigue siendo suyo y que cualquier perroflauta proletario que se lo dispute es un intruso, un ladrón de gloria, un okupa en el Gobierno. ¿Alguien imagina a un Fitz-James Stuart solicitando el Ingreso Mínimo Vital?
Habrá quien opine que se trata de una cuestión baladí y puede que sea cierto. Que siempre ha habido apellidos humildes elevados a la categoría de panoplia en cualquiera de nuestros numerosos feudos: Antonio Pérez, por ejemplo, dirán, llegó a ser secretario de Cámara de Felipe II; pero habría que añadir, Pérez, sí, pero Pérez del Hierro.
Claro que también hubo muchas familias pobres que regalaban, a veces, muchos nombres a sus hijos, quizá porque no podían costearse grandes patronímicos y el bautismo valía igual y no te cobraban una tasa por nombre suplementario. Hubo otra época en la que la oligarquía empezó a ser sustituida por los héroes del pop y la gente llamaba a su prole como su estrella favorita –un conocido tuvo que llevarle al registrador civil de su pueblo un disco de Cyndi Lauper para comprobar que existía y para que aceptara inscribir a su hija con semejante anglicismo--. ¿Dónde se han metido los Kevin Costner de Jesús y las Demelza que fueron naciendo a caballo de los años 80 y 90? En el mismo sitio donde estuvieron los Prudencios, los Antonios, las Marías, las Josefitas. En la periferia del estado del bienestar, en ese cuarto mundo que tanto se parece al tercero, en las barriadas suburbiales, en las antípodas de las alfombras persas y el parqué de la Bolsa o del despacho del CEO. Para cruzar la puerta giratoria, hay gente a la que no le hace falta haber pasado por un Ministerio y pueden atravesarlas con tan sólo mostrar el DNI.
Llámenme simplista o maniqueo, pero hay mucha diferencia entre el olor a Cambridge, a Puerta de Hierro, a Sotogrande y Saint Moritz y el olor a ajo que apreciaba Victoria Beckham en la atmósfera española, llena de un pueblo capaz de ser feliz, con mascarilla o sin ella, sin convertirse en vigoréxico ni jugar al paddle en un club muy cuco. De la bergamota al cocido en un patio de vecinos, hay la misma diferencia exponencial entre la cuenta corriente de Bill Gates y la de un Manolo o una Carmen, lavando platos en Hamburgo tras licenciarse en termodinámica.
Seguirán pasando los cayetanos más allá del barrio de Salamanca, a retomar de nuevo las riendas de un país que creen que les pertenece por derecho de sangre. Y el resto se limitará a imitarles, a soñar que un día el hijo que esperan se llamará Álvaro porque no pueda ser Domecq. O presumirán ante sus amigos de que su niña ha sido bronce en el campeonato de lanzamiento de huesos de aceituna.
Aquí, tradicionalmente, le damos mucha importancia a esas fruslerías (qué palabra tan pija por cierto): mucha importancia al hecho de llamarnos Cayetana o Cuca, Pitita o Froilán, Jacobo, Polo, Carla, Guzmán o Sancho, quizá porque la tenga, porque nada es casual y todo se repite como la historia y la incertidumbre. De hecho, hemos traducido al español la obra de Óscar Wilde como “La importancia de llamarse Ernesto” que, en inglés, se titula realmente The Importance of Being Earnest, esto es, la importancia de ser sincero, de ser serio (earnest), lo que también puede resultar paradójico: Cayetana Alvárez de Toledo sin duda alguna es sincera pero no es seria en absoluto, quizá porque la seriedad no es glamurosa. Aunque esto último lo escriba yo, un tipo que, por otra parte, tiene nombre de novela decimonónica.
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