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La ley de la mala educación

La ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá.

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La promulgación de una nueva Ley de Educación debería formar parte del calendario anual de fiestas típicas españolas. Desde la Ley General de 1970 al actual debate legislativo, median ocho leyes sobre esta materia tan delicada. Pero deberíamos hacérnoslo mirar porque aquella ley franquista estuvo vigente durante veinte años. Y desde la LOGSE de 1990 –la primera norma democrática en la materia-- hasta la de ahora, sólo han transcurrido treinta años y ya llevamos siete. Esto es, cabemos a un promedio de una ley por legislatura, chispa más o menos.

Si hubiéramos aprovechado nuestros estudios de literatura seguro que nos acordaríamos del “Miau” de ese hermoso muerto centenario que es Benito Pérez Galdós: aquella novela intensa, con el trasfondo de las cesantías de la restauración monárquica del XIX, cuando alternaban conservadores y liberales y unos cesaban a los funcionarios de los otros, hasta que volvía a producirse la alternancia entre los partidos dinásticos. Aquí y ahora, ya no cesamos a los funcionarios, sino a los asesores y a las leyes de Educación. Y reponemos, en uno y otro caso, la mercancía, con el sesgo, eso sí, de nuestra orientación ideológica correspondiente.

Llegados al punto presente, tendría que discernir que no todas las leyes son iguales. Y que, en el transcurso de los años unos han puesto el acento en la libertad y los otros en la igualdad, por ser simplistas, porque al fin y al cabo el Plan Bolonia no me obliga a más.

Así que, a primera vista, si se me permite el reduccionismo empírico, hay una clara diferencia entre la Ley Wert y la Ley Celaá en materia de Educación: con la primera, se manifestaban los menos pudientes porque sus hijos no podrían iniciar estudios superiores con la subida de tasas y la reducción de becas; y con el actual proyecto de ley, se manifiestan los de bolsillo más holgado –a veces luciendo descapotables como si fuera una gira por provincias de los cayetanos del madrileño Barrio de Salamanca--,  porque no les va a salir tan barato lo de mandar a sus hijos a un colegio privado con el marchamo de concertado.  

Toma demagogia, dirán los equidistantes, más que los ecuánimes. Pero ese es el resultante de tan vieja ecuación. Libertad, sí, para alimentar a la enseñanza privada, en detrimento de la pública. Se trataba, supuestamente, de abaratar costes pero encarecería el costo: el de una educación igualitaria, universal, bien dotada y sin la inercia de convertir a la enseñanza estatal en uno de esos ghettos por los que presumiblemente nos saca los colores el informe Pisa cada dos por tres.

En los años 80, España resolvió un extraño sudoku, el de la transición democrática, pero también el de la transición social, económica, en materia de salud y educativa. Había que encajar un formidable cubo de Rubik: el de como extender la educación a todas las clases sociales sin necesidad de las antiguas becas del Plan de Igualdad de Oportunidades (PIO), que inventó la tecnocracia franquista. Y, al mismo tiempo, se trataba de pagar también nuestra pertenencia a importantísimos clubes, se nos decía, como la OTAN, en donde, por cierto, seguimos sin pagar tanto como quisiera Estados Unidos.

La enseñanza concertada fue una contingencia y terminó convirtiéndose en un derecho. Primero, no había dinero en las arcas del común para levantar todo un sistema de centros públicos

La enseñanza concertada fue una contingencia y terminó convirtiéndose en un derecho. Primero, no había dinero en las arcas del común para levantar todo un sistema de centros públicos y luego los intereses creados eran de tal calibre que nadie planteó con suficiente ahínco que pedirle a la privada que le siguiera haciendo un favor pagado a la pública era como poner al zorro a vigilar las gallinas. Ahora, los defensores de la concertada, con semejante pedigrí, no sólo creen tener la razón de su parte sino que incluso los partidarios de los colegios segregados han obtenido serias victorias judiciales.

Desde la Segunda República, se han repetido con cierta frecuencia los irónicos discursos políticos que apostaban por invertir más en cárceles que en colegios, por la sencilla razón de que sus señorías no iban a volver a la escuela y era muy probable que terminasen en prisión. La historia demuestra que se trata de un hecho fehaciente pero que refleja una paradoja: si invirtiéramos más en pupitres, en realidad, habría seguramente menos gasto en calabozos.

Yo fui un becario del PIO, en un colegio salesiano que me contagió el amor al teatro, a la magia, al cine y a la palabra en general. Y terminé mi educación en un instituto público en donde tuve que curarme el bullying –sin saber que era eso--, a puñetazos, entre maravillosas clases de clásicas, matemáticas, literatura y recreo. Había fotos de Franco en las paredes, espantables crucifijos que contagiaban más el temor de Dios que su amor propiamente dicho. En aquellos colegios del franquismo, aprendíamos álgebra o el Romance del Mío Cid, entre tablas de gimnasia con aire castrense o coros y danzas con aire castrante para los sueños de lo que entonces llamaban la sección femenina de este país.

Así que, sobrevenida la democracia, poco teníamos que aprender de la Formación del Espíritu Nacional –increíble circunloquio para definir las clases de adoctrinamiento político—o del servicio social de las jovencitas de entonces; pero a la hora de definir la educación democrática da la impresión de que heredamos lo peor, el sectarismo propio y ajeno, la sumisión histórica a los intereses de la Santa Madre, que, cuarenta o cincuenta años después, es la que se sigue molestando por no marcar la agenda.   

Ese es el problema de fondo. Lo ha sido siempre: el concordato con la Santa Sede de 1953, del que ni un milagro del santo padre Bergoglio podrá librarnos.

Ese es el problema de fondo. Lo ha sido siempre: el concordato con la Santa Sede de 1953, del que ni un milagro del santo padre Bergoglio podrá librarnos. En este país, que tanto rechaza y con razón el integrismo islámico, seguimos sin ser ni aconfesionales ni laicos, desde el punto y hora en que reservamos a la Iglesia Católica una casilla específica de la declaración del IRPF, atribuimos a los obispos la condición de notarios y les restauramos los bienes con dinero de todos para que terminen cobrando entrada a la puerta. Al día de hoy, resulta insignificante el número de colegios privados que quedan al margen de la estructura eclesiástica: y si el párroco de youtube ha incorporado el bizun a sus homilías, la Conferencia Episcopal entiende sobradamente de ingeniería financiera.

Y si las mitras patrias han obstaculizado, minorizado y tumbado iniciativas históricas como las clases de ética o que las de religión no contasen para el currículum, tal como ocurre en desigualdad de condiciones con los judíos, que se educan en la sinagoga, o los musulmanes que se acogen a las medersas. O los que somos ateos por la gracia de Dios, que sólo alimentamos nuestro credo en las bibliotecas. Por no hablar de evangelistas y los creyentes en otras confesiones cristianas, ninguneados ante la competencia desleal del Vaticano.

Cuando la derechona se alzó en rebeldía contra la Educación para la Ciudadanía, las sotanas salieron también con las pancartas, olvidando por supuesto que aquella asignatura asumía los supuestos nuevos valores cristianos como la solidaridad. Adoctrinamiento, decían. Ahora, adoctrinan a sus alumnos, con vídeos en lugar de mis filminas, contra la Ley Celaá, que es una ley con eco y no sólo por el apellido de la ministra.

Aunque me guste geométricamente más esa que la anterior y deteste que sus adversarios en lugar de criticarla la hayan tuneado de fakes news, ese eco nos recuerda que seguimos con una clara asignatura pendiente, la de encontrar una ley que no satisfaga del todo a nadie pero que nos permita mantenerla, a unos y a otros, al menos tanto tiempo como la última ley franquista de no demasiado grato recuerdo. Ese consenso imprescindible, básico, que deberíamos calcular como un mínimo común denominador de este país, nos falta en muchos albures pero es escalofriante que también quede al margen de las aulas. La sucesión de leyes de educación no va a conseguir que, a golpes de equivocarnos, encontremos alguna buena.

Si los españoles seguimos sin ponernos de acuerdo sobre cómo educarnos, seguiremos siendo lo que somos, una bullanguera pandilla de maleducados que sólo podremos dedicarnos ocasionalmente al turismo y no indistintamente a los microchips. 

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