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Manual para insultos parlamentarios

Fachada del Congreso de los Diputados en la 25 edición de las Jornadas de Puertas Abiertas

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Aquellos que creemos a pies juntillas que el lenguaje parlamentario se aleja tanto de la calle como la vida cotidiana de nuestros representantes electos, que está sobrerepresentado el léxico de las tesis doctorales y muy poco el de las pescaderías, nos llama, sin embargo, a la perplejidad que en lo único que parece revestir cierta equivalencia entre nuestras cámaras y el resto de España estribe en la mala calidad de los insultos.

Urge que alguien redacte un manual de insultos parlamentarios, ante el escaso nivel de bronca verbal que despliegan diputados, senadores y señorías autonómicas: apenas pasan del imbécil, gilipollas, capullo, facha, golpista, canalla o golfo, aunque cuando se ponen estupendos surge, casi espontáneo, el “comunista bolivariano”, como antes el “etarra”. Deben proceder todos –y no es cierto- de esos colegios pijos en los que se decía “cáspita” en lugar de “carajo”.

En nuestro país y en nuestra lengua ahora se insulta mal, hemos perdido patrimonio lingüístico. Durante siglos hemos estado en la vanguardia mundial en toda suerte de invectivas, a menudo ingeniosas y otras soeces, pero en las que se desplegaba toda la riqueza de nuestro idioma: felón, berzotas, bellaco, ganapán, germanía, botarate, cagarruta, borrico o villanería, por no hablar de palabras de alto copete como tiralevitas, tonto del haba o escuchapedos.

Claro que de tanto gastar su significado, la contundencia de estos calificativos pierden fuerza como una cocacola abierta

Será porque nos nutrimos del léxico de nuestra televisión basura, donde por mucho que griten los contertulios, no se pasa de un imbécil o gilipollas. Y es que ya  Miguel de Cervantes, a quien ya solo parecen leer los cervantistas y los estudiantes de filología, no es trending topic. En su día, el autor de El Quijote no escatimó tampoco hermosos y contundentes palabros propicios para la reyerta –destripaterrones—, la ironía cómplice –don tonto—o el descrédito: gañán, desuellacaras, faquín, belitre, patán rústico, pelarruecas, mentecato, sandio, menguado, mostrenco, truhan moderno y majadero antiguo.

Su expresión ofensiva más usada, como en el siglo que le tocó vivir y que alienta en otros autores de fuste –Quevedo, por supuesto--, fue la de hijo de puta o hijo de perro, también hideputa, derivada esta última que ya sólo podemos escuchar en algunos capítulos de la serie El Ministerio del Tiempo. Claro que de tanto gastar su significado, la osadía de estos calificativos pierde fuerza como una cocacola abierta: hijo de puta o cabrón, hoy en día, son invectivas que pueden usarse también en sentido admirativo o como saludo cordial entre amistades, en el mundo tabernario que tanto reivindica la Comunidad de Madrid. El maestro Andrés Vázquez de Sola sostenía que él sabía expresarse de forma ácida o hiriente en sus viñetas de Triunfo o de Le Canard Enchainé, pero que nunca las usaba de manera inadecuada. Así, argumentaba, sólo podría llamarle hijo de puta a Willy Brandt porque, según decía, la madre del premier alemán había sido prostituida. 

La pérdida del oficio insultador en nuestro país tan sólo es equiparable a la de las herrerías, calafates, mercerías o fabricantes de cintas de cassettes, aunque se haya modernizado con arreglo a las costumbres de cada época: pagafantas, cantamañanas, polloperas, barriobajeros, perroflautas o calientahielos responden, sin duda, a las vivencias concretas de un tiempo y de un país, propensas a parecer vintages y viejunas a medida que avance su Carbono 14. Hace una semana, sin ir más lejos, el gastrocomunicador Alberto Chicote se quejaba de que le habían llamado “porculero” en un bar de Algeciras y era la primera vez que se lo decían. ¡Mucho han tardado, a fe mía! En la restauración, claro es, siempre resultó más frecuente que alguien llamase a otro abrazafarolas o bebecharcos. 

Alguien que diga, hoy por hoy, vendecristos o me cago en Dios, se arriesga, por otra parte, a una querella de los Abogados Cristianos

El lenguaje políticamente correcto acabará sin duda con otras voces de mayor contundencia en el acervo de nuestros diccionarios, como la de tontopollas, chupaculos, pichavieja, culopollo, carajote, tocapelotas o loca del coño. Bienvenido sea que, a estas alturas del partido, que el hecho de que alguien llame maricón a otro, no suponga tanto un insulto como un autorretrato de quien lo profiere. Otros referentes históricos de la insultología hispana ya serían sin duda malentendidos, como fuera el caso de chupa de dómine, que incluso los más letraheridos confundirían ahora, probablemente, con las perversiones sexuales de los curas. Alguien que diga, hoy por hoy, vendecristos o me cago en Dios, se arriesga, por otra parte, a una querella de los Abogados Cristianos. Por cierto, ¿nadie ha pensado en crear una asociación de abogados laicos?

En nuestros hemiciclos, las palabras son gruesas pero de escasa variedad: qué tiempos aquellos en que, al menos, Alfonso Guerra era capaz de aunar el conocimiento de la historia con la cultura popular, cuando motejó a Soledad Becerril, la primera ministra de Cultura de este país, como “Carlos II vestido de Mariquita Pérez”. A Suárez, al menos, lo llamaban “tahúr del Mississippi”, no escuetamente “chavista” o “gentuza”, como pudiera ocurrirle en nuestras cámaras o platós con propensión al gallinero. Para este arte de la vejación oral, hay que releer al sagrado Luis Carandell, que relataba cómo en las Cortes de 1934, un diputado interrumpió un discurso del derechista José María Gil Robles, para espetarle: “Su Señoría es muy antiguo, es de los que llevan calzoncillos de seda”. A lo que Gil-Robles terció: “No sabía que la esposa de Su Señoría fuese tan indiscreta”.

El único juicio que he perdido en mi vida fue por llamarle “perro de presa” a un fiscal

Aquellos representantes de la soberanía popular eran Demóstenes comparados con esta horda –sálvese quien pueda, que afortunadamente son muchos-- de gazmoños, floreros, arrastracueros, alcornoques, carapapas, papafritas o pelagambas. Hijo de mi generación, me tentaría la ropa antes que insultar a un militar, porque me podrían llamar por whatssaps, “jodida enana”, “gandula”, “chihuahua” o “lesbiana”,  como cinco sargentos hicieron con una compañera sin que ella les hubiere llamado con anterioridad “bocachanclas”, “mastuerzos” o “vendepatrias”, que hubiera sido lo suyo. 

A los parlamentarios y a la sociedad civil, recomiendo no obstante que se abstengan de mentarle las madres a los profesionales de la judicatura y aledaños: el único juicio que he perdido en mi vida fue por llamarle “perro de presa” a un fiscal y la sentencia señaló que era un insulto en sí mismo lo de nombrar a los animales racionales con los atributos de los irracionales. Malicio que, desde ese precedente, ya los enamorados no podrán llamarse mutuamente pichoncitos ni a la familia Botín conviene identificarla como águila de los negocios. Así que, en estas circunstancias, a los magistrados del Tribunal Constitucional que se atrincheran en el mismo como si fuera el fortín en llamas de “Beau Geste”, sólo puedo mandarles, en propiedad, a hacer puñetas. Las de sus manguitos. 

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