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¿Quién teme a la izquierda feroz?
Cuando el fantasma de la revolución recorría el mundo, no todos precisamente le llamaban camarada. Las grandes familias, que diría Rafael Alberti de un momento a otro, se aprestaban a contener la vindicación de las clases populares: la tierra para quien la trabaja, ya saben, la propiedad de los medios de producción, las plusvalías obreras. Mucho antes, tampoco fue distinto: en enero, se cumplirán dos siglos del levantamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan, que proclamó el trienio liberal por el que lograron que el absolutista Fernando VII tragara la Constitución de 1812, que él había abolido tras el manifiesto de Los Persas y el retorno al oscurantismo despótico contra el que se rebeló La Pepa.
No quiero meter mal rollito, pero menciono ambos extremos ante el inminente pacto de investidura que en el frontispicio de los locos años 20 del siglo XXI, aparece como un aquelarre de brujas de la dictadura progre frente a las tradiciones patrias del imaginario ultraconservador. Por más que el clima público se encuentre vivamente enrarecido, intente ningunearse una repetida victoria legítima e incluso altos militares tras el burladero de su escaño se atrevan a definir al presidente en funciones como un peligro para la seguridad nacional. Por mucho menos, en otro tiempo ya estaríamos posando otra vez para Goya y su célebre pintura negra de La Riña, la España a garrotazos que determinó guerras, exilios y gobiernos autoritarios. Ahora, como tenemos que pagar los plazos del plasma y de la play station, confiemos en que la clase media frente los excesos de otro tiempo y todo este nuevo ruido de sables no pase de las cantinas y del monólogo de los taxistas.
¿Quién teme y por qué a la izquierda feroz? Al contrario que el lobo de los cuentos, este león parece menos fiero de lo que lo están pintando. A poco que se repasen los programas del PSOE y de Unidas Podemos, no descuella ninguna medida que sea ajena a las que se aplican en numerosos países europeos, incluso gobernados por la derecha democrática. Lo de seguir llamando comunistas a los de Pablo Iglesias es un anacronismo: si me apuran, en líneas generales, avanzan en los postulados socialdemócratas y en el espíritu de la posguerra mundial que sentó las bases del Estado del Bienestar en lo que hoy es simplemente malestar que reniega del Estado de Derecho. ¿Subir de nuevo el salario mínimo es una afrenta? Si por ese motivo, crece por enésima vez la economía sumergida, quizá no sea tanto por esa legítima aspiración sino por esa tradición central de nuestra idiosincrasia, a la que llamamos picaresca.
Albur distinto es el de tentarse la ropa por un acuerdo, en las actuales circunstancias, con Esquerra Republicana de Catalunya. No sólo se está vendiendo la piel del oso de la traición a España antes de cazar dicho acuerdo y sin conocer su contenido, sino que nadie parece recordar los tiempos cuando José Maria Aznar refinanciaba a la Catalunya de Jordi Pujol, que por prescripción legalista acaba de escapar de rosistas al pago de los impuestos por su abultado patrimonio. Ningún presidente en su sano juicio democrático malbarataría un pacto que vulnerase la Constitución porque estaría en peligro la vida de nuestro principal artista: la democracia. Tan en el escaparate de la opinión pública, incluso sería imposible poner en práctica cualquier agenda oculta, por mucho que Ernest Maragall pretenda incluir en las negociaciones algo que escapa decididamente a Montesquieu, la anulación del juicio contra el procés.
Contra el espectro del comunismo, decían Marx y Engels, se conjuraron en santa jauría todas las potencias de la vieja Europea, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes. Ahora, contra la coalición que plantea Pedro Sánchez, emerge el no es no del Partido Popular, el no me mires no me mires déjalo ya de Ciudadanos y el Santiago Abascal y cierra España de Vox. Pero también la Santa Madre, claro, aunque el rechazo no venga precisamente de las comunidades de base. Lo más granado del Ibex o incluso algunas baronías socialistas y jacobinos legítimos más desafectos a los privilegios regionales que a la hoja de ruta social. ¿Y La Zarzuela? De momento, a tenor del último discurso navideño de Felipe VI, permanece en el territorio de la perplejidad. Por mucho que los militares de Vox parezcan añorar las conspiraciones en la sala de banderas, al Ejército se le supone una profesionalidad no exenta de franquismo residual, que aleja el fantasma del golpismo aunque a cualquier majareta le de por matar a José Calvo Sotelo un día de estos, secuestrar a Villaescusa o mandar a la Acorazada Brunete a debutar en El Liceo.
Ni va a ser fácil conquistar la investidura, ni esta legislatura, de consumarse, va a constituir un camino de rosas. Desde la mayoría de las tribunas públicas, incluyendo a buena parte de los medios de comunicación, más que seguimiento al futuro gobierno habrá un severo marcaje con patadas en las espinillas que rozarán la tarjeta roja. Con la crisis política, social, climática y económica que se vislumbra fuera de nuestras fronteras y con las arenas movedizas que se ciernen en nuestro derredor, seguro que las apuestas on line ya vaticinan un gobierno efímero cuando aún todavía no se ha constituido el ejecutivo. A pesar de todo, intentarlo merecerá la pena: después de la crisis y de la indignación, después de la corrupción y de los recortes, este país quizá merezca un ligero pase por una izquierda plural, entre posible y posibilista. Después de tantos años de pesadillas, ¿no merece la pena apostar por los sueños, aunque el despertador termine sonando demasiado pronto?
En cualquier caso, tampoco nos pongamos tan estupendos. Conviene que las alarmas sean comedidas, pero que sean. Y es que hay una diferencia importante respecto al desgraciado final del trienio liberal en 1823: esta vez existe al menos una entelequia a la que llamamos Unión Europea y no sería fácil que la Santa Alianza armara otra vez a los Cien Mil Hijos de San Luis para rescatar a Fernando VII y que impusiera de nuevo su Década Ominosa. Los partidarios del Spexit, que empieza a haberlos, olvidan como era España antes de que nos llegara el plan Marshall comunitario que financió nuestras autopistas o nuestros pueblos blancos. No creo que España, en cambio, lo haya olvidado todavía,
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