Llevamos más de 30 años conviviendo con la realidad de las llegadas de personas en pateras y cayucos a nuestras costas. Y hace muchos otros en los que parece que hemos dejado de escuchar a las personas que llegan en esas embarcaciones.
Desde que en 1985 se realizaron las primeras normas que distinguían entre las personas que no procedían de países del Norte global de las de occidente, comenzó a construirse el imaginario colectivo del diferente, del contrario, del otro… Todo, para que los distintos gobiernos pudiesen legitimar de cara a la opinión pública, las políticas y prácticas que vulneran de forma continua los derechos humanos en la Frontera Sur.
Las personas que llegaban hace tres décadas a las orillas de nuestras playas eran socorridas por turistas o acogidas por los vecinos y vecinas que vivían en las zonas cercanas, hasta que la hospitalidad comenzó a considerarse un delito, como le sucedió a Paqui Gil, una vecina de Tarifa que fue multada en 1997 con 250.000 pesetas -unos 1.500 euros actuales- acusada de “prestar ayuda a inmigrantes indocumentados”.
En los siguientes veinte años este tipo de sanciones han ido en aumento, sobre todo en los últimos seis, bajo las acusaciones de “tráfico de personas en grado de tentativa”, de “tráfico de personas” o de “resistencia y violencia a una nave de guerra”, como les sucedió a los bomberos de Sevilla –finalmente absueltos-, a Helena Maleno – causa archivada- o a Carola Rackete –liberada, tras la consideración de que estaba cumpliendo un deber-.
Las estrategias de criminalización de la solidaridad se han ido desarrollando a medida que el protocolo de “identificación-detención-expulsión” de los distintos gobiernos se pone en marcha, con el Ministerio de Interior encargado de la defensa de los españoles a la cabeza. En este protocolo interviene una organización civil -para rescatar- y una institución -que brinda atención sanitaria y humanitaria bajo autorización de la Guardia Civil- para ofrecer, de cara a la opinión pública cada vez más molesta por el “derroche” de recursos, una imagen más sensible y caritativa del gobierno. Pero lo que realmente hacen es imponer a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado como protectores ante una supuesta amenaza y encerrar en cárceles, con grave sesgo racista, a las personas migrantes de un determinado perfil y nacionalidad, para que cunda el ejemplo. Se fomenta así, socialmente, la creencia de que están cometiendo un delito, cuando lo que establece la ley conllevaría solo una sanción administrativa. Y el principal objetivo de esta práctica sería desactivar la empatía y la solidaridad de la población, al no existir ya aquella primera cercanía, asemejando la migración a la delincuencia, que al no poder acceder al territorio estatal a través de un puerto, aeropuerto o frontera terrestre, les condena a la condición de personas ilegales.
No ilegales sino con derechos
Hace tres años podíamos conocer al menos en qué estado se encontraban las personas que eran rescatadas por Salvamento Marítimo, a través de sus redes sociales o de los y las periodistas, porque supuestamente se garantizaba la información como un derecho reconocido en el artículo 20 de la Constitución Española. En la actualidad, el apagón informativo, con la excusa de la protección/privacidad de las personas rescatadas y de no revelar posible información que pudiera trascender a los traficantes, más la imposición del mando único de la Guardia Civil en los barcos de rescate, han hecho que un derecho constitucional –artículo 15 de la Constitución Española- y universal –artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos- pueda ser cuestionado -y tolerado por aquellos partidos que se autodenominan democráticos y progresistas-, en vez de garantizar el cumplimiento de los derechos, como establece el artículo 9.2 de la Constitución Española.
La normativa de los años 80, junto a la actual Ley de Extranjería del 2000 y sus prácticas, ha favorecido que una parte de la ciudadanía se olvide o ignore que, bajo el mismo escenario de la Frontera Sur, lo que está debajo – o mejor dicho dentro-, son historias diversas y experiencias de vida de personas diferentes, no ilegales sino con derechos, que deberían cumplirse.
Para ello, se hace imprescindible conocer que, bajo el discurso institucional de “lucha” contra la “inmigración ilegal” se halla uno de los mayores negocios lucrativos de la historia: el de la industria armamentística y tecnológica de empresas europeas. Negocios de los que, por cierto, a través de las conocidas puertas giratorias, participan y se benefician económicamente varios ex ministros de nuestro país.
Es importante reflexionar, por tanto, sobre la normativa que dice estar hecha para proteger a las personas más vulnerables y víctimas de las redes de trata. Realmente lo que oculta es que estas supuestas organizaciones maniobran porque les es favorable ese mismo contexto legislativo que es restrictivo, desigual y discriminatorio. Realmente, este tipo de políticas proteccionistas lo que consiguen es desviar la atención de lo que sucede realmente: se responsabilizan de activar su salvaguarda sin tener en cuenta los potenciales riesgos a las posibles víctimas y, finalmente, lo que esa transferencia de responsabilidad persigue es asegurar el control de extranjería, con la consiguiente detención y expulsión de las posibles víctimas. Además, hay que identificar que se impone a través del discurso la idea de una verdadera y única forma de ser víctima, porque lo que intentan es difuminar e invisibilizar interesadamente que existen otros tipos de trata con fines de explotación como es la de mendicidad, de órganos, de servilismo y la más frecuente de todas: la trata con fines de explotación laboral, de la que son objeto tanto mujeres como hombres y menores de edad.
Hace 33 años que naufragó la primera patera en el Estrecho, concretamente en la playa de Los Lances de Tarifa (noviembre de 1988). La foto de Ildefonso Sena conmocionó tanto, que hace tres años se realizó un documental en el 30º aniversario de ese naufragio, donde además de numerosas colaboraciones para dar testimonio de ese hecho, se recogió las condiciones en las que trabajaba el periodista para documentar las llegadas de esas barcazas de madera a las playas del Estrecho.
Desde la muerte de esas once personas, cuyos cuerpos pudieron ser repatriados a su pueblo de origen, a la de la muerte de diez más y la desaparición otras quince personas de la misma embarcación el pasado 15 de octubre en Barbate, han pasado 32 años. Los mismos que para las personas que sobrevivieron, bebiendo sus propios orines, tras al menos dieciséis días de travesía y que tuvieron que ser testigos de la muerte de siete de sus compañeros y compañeras de “viaje” a principios de noviembre.
Durante este 2021, en la APDHA hemos podido documentar que al menos 1.200 personas han perdido la vida en la Frontera Sur. Más de 10.000 en esos más de 30 años de estas políticas migratorias. Las 10.008 vidas se encontraban en el mismo escenario, pero debemos ser conscientes y conocer que cada una de ellas es una historia de vida diferente.
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