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Facebook, servicio público y la verdad periodística
El escándalo destapado en las últimas semanas con la fuga de datos de millones de usuarios de Facebook y el uso que de éstos se hizo para ganar elecciones pone de relieve la función esencial de los medios de comunicación públicos, radio y televisión, para la salvaguarda de las democracias.
El uso de las redes sociales es imparable. Facebook cuenta con más de 2.000 millones de usuarios activos. Esta gigante red social es en muchas ocasiones una de las primeras y principales fuentes de noticias para muchos de estos usuarios y, sin embargo, no se rige por ningún código deontológico o garantía ética relacionada con el derecho a la información que sí compromete, debe hacerlo, a los medios de comunicación llamados tradicionales, bien sean impresos, audiovisuales o digitales.
Más bien al contrario. Se ha demostrado cómo los algoritmos deciden qué es lo que veremos en primer lugar en nuestro muro.¿Noticias debidamente contrastadas? ¿hechos de relevancia social? ¿informaciones plurales? No necesariamente, nadie ni nada, de momento, obliga a ello. Las redes sociales no están sometidas a los estándares del periodismo.
Siempre han existido las noticias falsas, la propagación de bulos para manipular a la opinión pública. Pero, paradójicamente, en una era en la que la ciudadanía dispone de un mayor número de fuentes de información, parece que la desinformación se extiende con un alcance inaudito, como lo demuestra el triunfo del Brexit o la victoria electoral de Donald Trump.
Detrás de estas imprevisibles decisiones colectivas, aparentemente libres y democráticas, se ha demostrado la existencia de poderes poco transparentes que se han aprovechado de los datos que voluntariamente cedemos a la red social, para introducir en nuestros muros informaciones interesadas, cuando no, falsas, diseñadas a la carta, para moldear y manipular nuestras opiniones. Es algo muy peligroso y que pone en jaque la libertad y los derechos de la ciudadanía.
Entre las cuestiones que plantea este desafío global, emerge la necesidad de preguntarse por la conciencia de la ciudadanía sobre cuál es la función de los medios de comunicación públicos y su influencia social.
Justamente en este contexto de sobreabundancia de fuentes de información, el papel de los medios públicos es imprescindible: han de servir de guía ante esa hiperoferta siguiendo, ni más ni menos que los criterios clásicos del servicio público para satisfacer el derecho fundamental de recibir información veraz.
También son los encargados de cambiar la agenda informativa y elaborar escaletas en función de los intereses de la ciudadanía y no tanto en función de los intereses de los focos del poder político y económico.
Ocurre que en nuestro país, un elevado porcentaje de la población está dejando de confiar en los medios de comunicación públicos para seguir la información política y electoral. Y en paralelo, crece el número de personas que siguen este tipo de actualidad a través de las redes sociales. Y todo ocurre a un ritmo vertiginoso.
Los datos del CIS reflejan que entre 2012 y 2016, TVE sufrió un desplome de 20 puntos en la preferencia de los encuestadospara informarse sobre política y sobre los procesos electorales celebrados en esas fechas. La televisión pública pasó en cuatro años de ser la primera opción para casi el 40% de los encuestados, al 19,2%. Hay otro dato llamativo: sólo el 3,1% elegía LaSexta para esta función en 2012, y sólo cuatro años después, se erigió en el primer canal, con el 20% de respuestas.
De forma paralela, en el mismo periodo de tiempo, el porcentaje de internautas no dejó de crecer (del 58,2% en 2012, al 67,8% en 2016). Y también el de aquellos que siguieron sendas campañas electorales a través de las redes sociales: del 17,6% en 2012 al 25,1% cuatro años después. De hecho, cada vez menos internautas carecen de perfil en las redes sociales.
Los defensores de los servicios públicos de radiotelevisión alertan de que el final de esta progresión conduce al convencimiento ciudadano de que una televisión pública al servicio del poder es mejor que no exista. Y se esfuerzan en propagar la idea de que la ciudadanía debe interiorizar el concepto de que la televisión pública es suya, que está a su servicio. Pero para ello es necesario reforzar la alfabetización mediática de la población y también que los poderes públicos encargados de gestionarla entiendan que sólo garantizando su independencia de las presiones partidistas se avanzará hacia una sociedad vacunada, por decirlo así, de las intoxicaciones que abundan en internet.
A este respecto es revelador lo ocurrido en Suiza el pasado mes de marzo con su servicio público de radio y televisión. En este país, paradigma de las consultas populares, la extrema derecha impulsó un referéndum que proponía dejar de pagar el canon -390 euros al año- que sirve para financiar su servicio público de radio y televisión. Esta iniciativa dio paso a un debate muy pormenorizado sobre el servicio público de la televisión, sobre su papel y su financiación. Finalmente, la medida fue rechazada por el 71,6% de la población, un resultado mucho más contundente del que auguraban los sondeos.
“El periodismo trata de hechos, no de opiniones. Consiste en contar hechos y a partir de ahí formular opiniones. Los hechos tienen una verdad demostrable y no existen verdades alternativas ni hechos alternativos”, decía recientemente la periodista Soledad Gallego-Díaz, premio Ortega y Gasset de Periodismo por su trayectoria. La periodista acierta en este sentido cuando recuerda que el periodismo exige cumplir una serie de reglas. “Es quizá menos brillante que la comunicación pero es más importante para el desarrollo de la democracia”.
El último escándalo de Facebook y Cambridge Analítica ha dejado palmariamente en evidencia esta afirmación.
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