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La dignidad de una lechuga

Los responsables del proyecto Huerto de Julián y Mari, al amanecer, antes de iniciar la faena.

Jorge Garret

El señor bien vestido que recorría a mediados de la última década las últimas huertas de Sevilla con un maletín lleno de planos y de promesas también visitó la huerta de Julián y Mari, la que él heredó de su padre y había cultivado durante toda su vida. El señor quería comprarles su casa y unos 8.000 metros cuadrados de tierras bien fértiles de la Vega del Guadalquivir, las últimas en la última zona de expansión de la ciudad, al norte del populoso barrio de Pino Montano, y hacer unas residencias con jardín de “tipología tradicional”. Había vecinos que querían vender, muchos que no. Pero llegó la crisis y no se supo más de ese señor ni de otros.

En esos mismos años, Julián y Mari conocieron a un grupo de jóvenes interesados en el futuro de aquellos campos. Eran socios de un grupo dedicado a la educación socioambiental llamado El Enjambre sin Reina y realizaban un informe sobre las últimas huertas sevillanas, arrinconadas en las zonas del Aeropuerto Viejo y Las Casillas, en el norte, en suelos declarados como urbanizables no sectorizados en el planeamiento urbanístico de la ciudad de 1996. Urbanizables a futuro. Los treintañeros, muchos de los cuales se habían conocido cuando se licenciaban en Ciencias Ambientales, tenían la intención de recuperar el consumo de alimentos a escala local con un canal de comercialización tan corto como éste: de la huerta a la casa. Ese proyecto sí prosperó y hoy conecta de forma directa la huerta de Julián y Mari con más de 200 hogares de la capital y los municipios vecinos.

Julián, 68 años, gorra verde de la Junta de Andalucía, rebeca sobre camisa clara, se anuda un mantel de cuadros a la cintura para comenzar la faena poco después de las nueve de la mañana. Sabe bien qué tiene entre manos. Ha trabajado esas tierras desde su juventud, cuando las huertas de Sevilla se extendían desde la muralla de La Macarena y las suyas pertenecían al Cortijo de Las Casillas y se cultivaban bajo arrendamiento. Los señores iban a veranear; sus padres, primero, y después él, trabajaban la tierra, y allí acabarían viviendo.

Intercambio sostenible

Cultivar para vivir. Levantarse a las dos de la mañana para recoger apios, acelgas, rábanos, puerros o nabos y llevarlos al mercado; el precio se acuerda sobre la marcha, dependiendo de la oferta y la demanda; el porcentaje de la intermediación, “al principio el 2% o el 3%, después hasta el 10%”, recuerda Julián; el trabajo en la huerta, que no acaba nunca, “siempre hay malas hierbas que quitar, hortalizas que recoger, lavar y preparar”, “la preparación del terreno, la siembra, la vigilancia...”; sin distinción entre días de la semana, sin festivos ni vacaciones. La vida en el campo, que fue siempre así, hasta la llegada de los chicos de El Enjambre.

Recuerda Julián seis años después cómo pronto cambió la forma en la que él veía “a los hippies”. Ellos le propusieron comprarle cestas de verdura por encargo a un grupo limitado de personas. No más de diez o doce, a cinco euros por canasto. La gente llamaba para hacer su pedido y después pasaba por la huerta a recogerlo. Verduras que olían a verduras y que sabían a verduras. Empezó el boca a oreja y los clientes aumentaron hasta que, en 2010, fue el propio Julián, al borde de la jubilación, el que propuso a El Enjambre un nuevo trato: que ellos trabajasen la tierra, bajo su supervisión.

“Nosotros pensamos que era el momento de hacerlo, venir aquí a cultivar, en vez de tantas reuniones... venir aquí y ponernos manos a la obra”, relata con sus ojazos muy abiertos Elena Rubio, sevillana de 32 años, licenciada en Ambientales, socia de El Enjambre sin Reina y una de las hortelanas del huerto de Julián y Mari, ocupaciones que comparte con Irra García, las otras dos manos en esta tierra. El nuevo acuerdo solidario que firmaron productor y consumidores pretendía consolidar la conversión del cultivo a cien por cien ecológico y garantizar que el intercambio fuera sostenible también desde un punto de vista social: que lo pagado sirviera para cubrir los numerosos costes del campo y para asegurar un salario digno a quienes trabajasen la tierra, que se estableciera “un compromiso de confianza y responsabilidad, una relación directa, sin intermediarios, sin jerarquía y sin subordinación entre las partes”, explica Elena Rubio mientras cosecha unos cogollos extraordinarios para el encargo del día.

En virtud de ese acuerdo solidario, los productores preparan una cesta de verduras con siete variedades de temporada cultivadas sin herbicidas, pesticidas o abonos químicos. Los consumidores, que se comprometen ser socios del proyecto durante un año, pagan una cuota mensual y acuden a la huerta cada semana para recoger sus cestas, de forma que mantienen el contacto con las personas que están detrás del cultivo y con el lugar del que sale su comida. Irra García sentencia que “no miras a la gente igual ni a los productos igual cuando sabes quién está detrás de ellos”. También es una forma de defender el territorio y sus usos frente a la especulación urbanística, ahora parada en un semáforo en rojo.

Una cultura del trabajo diferente

Las decisiones del proyecto de la huerta se toman de forma colectiva entre los socios en reuniones periódicas. Decisiones relevantes, como por ejemplo la del precio de la cesta, que ahora es de 15 euros y permite sostener dos jornales y medio dados de alta en la Seguridad Social, con un salario de 900 euros limpios al mes. “Con sus descansos los fines de semana y un calendario de festivos, algo impensable en este trabajo”, apunta Elena. “Es una cultura del trabajo en el campo distinta, más justa y más digna”.

La huerta de Julián y Mari huele a tierra húmeda, a raíces, a puerros, a cítricos y a rúcolas. De aquí sale medio centenar de cestas cada semana a diferentes grupos organizados, que después las distribuyen entre unas 200 familias asociadas. Es el tope de producción de la parcela de 8.000 metros cuadrados en la que están perfectamente ordenadas los cogollos, los brócoles, berenjenas, pimientos, lechugas, puerros, brócolis, cebolletas, rábanos, nabos, coles y acelgas, entre otros productos que se dan el relevo cada temporada. Hay una montaña de calabazas para el próximo envío y apios recién preparados listos para pasar por el pilón. Julián dice que la calidad es “lo que manda”. Él utilizó químicos durante años, como en cualquier huerta intensiva, aunque reconoce que siempre reservaba un hueco “sin tocar” para los vegetales que se consumían en casa porque el sabor “no es el mismo”.

Irra y Elena no están de acuerdo en que lo ecológico sea caro, “para entenderlo sólo hay que preguntarse quién cultiva lo que estás comprando en grandes superficies, en qué condiciones sociales y laborales, y cómo se cultiva”. Explican que el proyecto de El Enjambre sin Reina busca recuperar un modelo de alimentación, de producción, de distribución y de consumo diferente, sostenible y justo para las partes, en el que también se están aventurando otras organizaciones. Ellos mismos han vuelto a ser hortelanos y, aunque doblar la espalda hacia la tierra siempre es duro, trabajan en condiciones muy distintas a las de Julián y Mari, a los que ya han dado un imprevisto relevo generacional.

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