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Manuel Summers, el director de cine andaluz que era 'demasiao'

Manuel Summers

Juan Antonio Bermúdez

Las primeras películas de Manuel Summers (Sevilla, 1935-1993) que vio mucha gente de mi generación fueron las de su famosa “trilogía de la cámara oculta”: To er mundo é güeno To er mundo é güeno(1982), To er mundo é... mejó! (1982) y To er mundo é... demasiao To er mundo é... demasiao(1985). Las recuerdo en el cine de verano de mi infancia, que tenía un bingo exprés en el descanso y se convertía luego en pista de baile cuando caía en la pantalla el último crédito. Entre escandalosas risotadas y montaditos de lomo al güisqui. En esos años de mascotas cítricas y demás movidas, parecíamos muy modernos, pero España estaba apenas desperezándose del tenebroso letargo franquista.

El género tenía al menos más de tres décadas: se cita como uno de los primeros ejemplos del recurso de la cámara oculta en el cine una serie de cortometrajes rodados en Estados Unidos a finales de los años 40, Candid Microphone. Pero el audiovisual español estaba virgen en esto, como en tantas cosas, y Summers supo aprovecharlo. En el verano del Mundial'82, se estrenaron en Estados Unidos ET, Blade Runner, Oficial y caballero, Tron y Conan el Bárbaro (llegarían aquí unos meses más tarde). Ahí es nada. Y sin embargo la sala que agotaba siempre las entradas tanto en los cines de la Gran Vía como en los de cualquier pueblo era la que proyectaba To er mundo é güeno.

Más o menos amañada, la cámara oculta iría perdiendo luego toda su ingenuidad, toda su gracia, hasta convertirse en una más de las perversiones televisivas. O tal vez siempre fue un formato perverso, no lo sé. Pero me gusta pensar que aquella gondad declarada en el título de la película de Summers era, en el fondo, un canto de amor a las clases populares, a la güena fe del españolito, así, en diminutivo, como lo escribió Antonio Machado. Y cuando se revisan en perspectiva aquellas tres películas se les puede reconocer por lo menos un valor testimonial, ya no tanto por enseñarnos de una forma quizá más directa que otras cómo era el paisaje o el paisanaje urbano de principios de los 80 sino por retener cierta huella sutil de lo que nos hacía reírnos o asombrarnos, de nuestra condición de seres perplejos, que como todo va evolucionando.

Un gran comienzo

Pero el cine de Manuel Summers había tenido y tendría también otras vías, bastante más interesantes. Y en mi caso lo descubrí algunos años más tarde, un sábado que me encontré por casualidad en la televisión Del rosa al amarillo Del rosa al amarillo(1963). Ese había sido su primer largometraje, poco tiempo después de haberse titulado en el desaparecido (y recordado) Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas con una práctica de fin de carrera, el corto El viejecito, en la que ya se apuntaban sus maneras.

El limpio blanco y negro de su primer largo le debe mucho a una forma de mirar al semejante educada por el Neorrealismo y la Nouvelle Vague. Los niños y los viejos fueron dos de los grupos más retratados por esos dos trascendentales movimientos y Summers supo representar esos dos extremos de la vida con una complicidad conmovedora, inédita en el cine español. Y así se le reconoció aquel año con la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián.

En el pueblo de su padre, La Palma del Condado, fue todo un acontecimiento el rodaje de su segunda película, La niña de luto, tragicomedia que llevó a Summers a Cannes y que escenifica un conflicto clásico en la España rural de la época: el de una muchacha que debe aplazar su boda por los lutos familiares. El tono amable, incluso chistoso, preconfigura en esta película una de las características del cine de Manuel Summers: una negrura humorística profundamente enraizada en la cultura popular, un sentido tragicómico de la vida que compartía con otros compañeros de su otra gran vocación, el humor gráfico, como Gila, Chumy Chúmez o el mismo Forges, con los que coincidió en la legendaria publicación Hermano Lobo.

En El juego de la oca, a partir de un valiente guion firmado junto a Pilar Miró, cambió en cierto modo de registro y planteó la historia de un amor a tres bandas sin las connotaciones moralistas que la infidelidad conyugal tenía en el cine español de la época, pero cierto registro irónico chirría algo en el tono de la película, con la que en cualquier caso volvió a Cannes.

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