El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cuenta con 24 institutos o centros de investigación -propios o mixtos con otras instituciones- tres centros nacionales adscritos al organismo (IEO, INIA e IGME) y un centro de divulgación, el Museo Casa de la Ciencia de Sevilla. En este espacio divulgativo, las opiniones de los/as autores/as son de exclusiva responsabilidad suya.
Desertificación: entre la confusión conceptual y la urgencia ambiental
En 2027 se cumplirán cien años desde que se empleó por primera vez el término desertificación. Fue el ingeniero forestal francés Louis Lavauden quien lo acuñó, en el contexto del África colonial, para describir la transformación de tierras productivas de Túnez en desiertos, como resultado de la actividad humana en la zona forestal tropical de África.
Esta visión colonialista culpaba a las poblaciones nativas de deforestar el paisaje y promover el avance del desierto. Sin embargo, el pastoreo nómada que practicaban era en realidad la mejor estrategia en unos parajes rácanos donde el ocre era el color natural del paisaje.
Aun así, esta querencia por reverdecer el paisaje a base de regadíos o reforestaciones, considerando que ello detiene el desierto, perdura hasta nuestros días. Igualmente, se siguen vinculado las estereotipadas imágenes de dunas y tierras resquebrajadas con la desertificación, dando a entender que el avance del desierto o las sequías son la causa del problema.
La desertificación en una era de cambio global
Tras varias decenas de definiciones, culminada por la oficial de la Convenciones de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación («la degradación de las zonas áridas, semiáridas y subhúmedo secas como consecuencia de las variaciones climáticas y las actividades humanas»), se siguen escuchando afirmaciones desconcertantes de este tipo: «En Ucrania, la degradación del suelo es un 38 % de compactación y un 4 % de salinización, y también un 0,2 % de desertificación» (cuando la salinización es una forma de degradación del suelo, que a su vez es un síntoma o proceso de desertificación), o «en el norte de China, la desertificación es la principal forma de degradación del suelo, ya que provoca la degradación del suelo» (sí, la frase es real, no es una errata).
A pesar de la importancia que a nivel global se le ha dado al problema —una de las tres grandes Convenciones de Naciones Unidas se dedica a este fenómeno— el concepto de desertificación no se ha librado de la ambigüedad, agudizada por los efectos del cambio global. Por un lado, no tiene sentido la exclusión de las zonas hiperáridas, puesto que la tecnología e infraestructuras actuales permite la explotación de estas remotas regiones: ya no es una novedad cultivar en un desierto utilizando las inmensas reservas de agua subterráneas que hay bajo las arenas. Por otro, la deslocalización de los centros de consumo y producción hacen que desplace la degradación de una región a otra, lo que puede sacarla de su ámbito de aridez, inutilizando el concepto de desertificación. Un ejemplo ilustrativo es la deforestación de las masas forestales de Sudamérica para cultivar la soja de los piensos que consume la cabaña ganadera en los países mediterráneos que después se exportan a China.
La publicación del último Atlas Mundial de Desertificación en 2018 fue, probablemente, la puntilla a este desbarajuste: hojeando sus páginas, el lector no encontrará un solo mapa de desertificación. En sus primeras páginas se justifica la imposibilidad de cartografiar este preocupante problema, que potencialmente afecta a casi la mitad del planeta (lo que ocupan las zonas áridas), y a un tercio de la población mundial. Por cierto, ambas cifras siguen subiendo.
Nuevas perspectivas
A pesar de este tenebroso o esperpéntico panorama, fue en esa década cuando se empezaron a gestar una serie de prometedoras iniciativas diseñadas para abordar las deficiencias conceptuales y la falta de soluciones efectivas. Entre ellas destaca el concepto de ‘neutralidad de la degradación del territorio’ que, inspirado en la idea de neutralidad de carbono de la Convención sobre Cambio Climático, busca lograr un equilibrio entre la cantidad de tierra que se degrada y la que se restaura o mejora, de modo que la suma neta de tierras productivas y saludables no disminuya con el tiempo. La neutralidad de la degradación del territorio fue incluida en la Agenda 2030 como parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Así, la meta 15.3, propone «luchar contra la desertificación, restaurar las tierras y los suelos degradados, incluidas las tierras afectadas por la desertificación, la sequía y las inundaciones, y esforzarse por lograr un mundo sin degradación de la tierra».
Además, el Atlas Mundial de Desertificación propuso un método para detectar procesos incipientes de desertificación, considerando la concurrencia de una serie de circunstancias socioeconómicas y biofísicas en un determinado contexto regional y local. Por otra parte, la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación, que incluye entre sus signatarios muchos países sin territorios áridos, es consciente de que puede ser más apropiado utilizar el término degradación de la tierra que desertificación, dado que el comercio mundial desplaza la huella ambiental de su producción, como se mencionó más arriba.
El reto de actuar
El verdadero reto es que todas estas iniciativas se pongan en práctica. Para ello son varios los pasos que se están dando.
En primer lugar, y a pesar del dictamen del Atlas Mundial de la Desertificación, es prioritario localizar dónde ocurre la desertificación, a la par que implementar un enfoque metodológico basado en la convergencia de evidencias, que combine indicadores biofísicos (agua, vegetación, productividad del suelo…) y socioeconómicos (usos del suelo, presión demográfica, indicadores económicos…). En este sentido, la Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC lidera dos iniciativas que tienen como objetivo elaborar un Atlas de la Desertificación de España (proyecto financiado por la Fundación Biodiversidad y coordinado con la Universidad de Alicante) y actualizar los paisajes de desertificación de España.
En segundo lugar, implementar políticas de neutralidad de degradación del territorio requiere grandes dosis de gobernanza. Para ello hay que alinear los intereses y políticas de los distintos sectores y administraciones implicadas. Como vemos, no solo se trata de soluciones técnicas, sino más bien políticas que utilicen la tecnología y el conocimiento disponibles en su justa medida. En este sentido, hay que huir de las recetas milagrosas, como en ocasiones se toma la reforestación, la desalación o la agricultura de precisión, y sustituir los estilos de vida individualistas y cortoplacistas por los asociativos y más largos de miras. En el fondo, solucionar la desertificación, como ocurre con todos los problemas medioambientales, pasa más por cambios éticos que tecnológicos.
Por último, el enfoque holístico que requiere la desertificación nos sugiere que esta debe abordarse de forma transversal dentro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, transcendiendo el objetivo concreto (Vida de ecosistemas terrestres) en el que se ha enmarcado la neutralidad de degradación del territorio. En países en vías de desarrollo ello lleva a prestar atención a los ODS 1 y 2 (Fin de la pobreza y Hambre cero), mientras que en el nuestro no es viable abordar con garantías la desertificación si no se considera, por ejemplo, el ODS 12 (Producción y consumo responsable). En otras palabras, no podemos confiarlo todo a reforestar el terreno, sino que hemos de ser conscientes de que necesitamos agricultura y ganadería, y que estas deben de llevarse de la manera más sostenible (social y medioambientalmente) posible. Somos seres que degradan para vivir. Hemos de ser conscientes de ello y limitar nuestro impacto, considerando los límites del planeta.