La vida privada de los fantasmas
La vida es sueño Calderón.
Dirección: Carles Alfaro. Dramaturgia de Carles Alfaro y Eva Alarte.
Reparto: Alejandro Saá, Vicente Fuentes, Rebeca Valls y Enric Benavent. Escenografía: Carles Alfaro y Felype de Lima.
Vestuario: Felype de Lima.
Iluminación: Carles Alfaro.
Música original y espacio sonoro: Joan Cerveró.
Es una coproducción de de Moma Teatre, Teatros del Canal y Diputació de València
Sábado, 13 de enero. Teatro Central. Media entrada.
La vida es sueño es una de las grandes piezas de nuestra literatura dramática. En ella hay teología, política, amor, oscuridad, luz. Y más. Mucho más. Como todo clásico es infinito porque se sitúa en una encrucijada, y desde él o hasta él se pueden trazar todos los caminos. El que marca Carles Alfaro es el de la reducción: un solo espacio fantasmal –la cueva- que contiene todos los espacios y cuatro personajes – Segismundo, Rosaura, Basilio, Clotaldo- a través de los cuales transcurre toda esa vida que es sueño. Un quinto personaje es nombrado e interpelado y más de una vez parece a punto de salir: Astolfo. Nada más.
Alfaro ha llegado al tuétano. Y en ese tuétano se ha encontrado con que sólo hay fantasmas. Fantasmales son la corte de Polonia y los cortesanos, fantasma que pareciera regresado de la muerte el consumido rey Basilio, fantasma Clotaldo con su palidez y su cárcel de honor y obediencia, fantasma de la pena y la venganza Rosaura, fantasma y pequeño salvaje Segismundo, fantasmas nosotros que contemplamos a esos fantasmas incapaces de compasión, atrapados (ellos y nosotros) entre las sombras engañosas de las ideas.
En esa danza de sombras, sólo parece haber sitio para la elucubración (Basilio y Clotaldo con sus dilemas morales), para el dolor (Segismundo en su encierro, Rosaura por su rechazo) y para la ira. El deseo es un relámpago que acecha a Segismundo y Rosaura, pero es interceptado por el pararrayos del honor y el rencor antes de que pueda convertirse en amor de pareja. El otro amor, el paternofilial, se intelectualiza tanto que no se vive, se piensa. Y así, todos los sentimientos, antes de serlo, se han convertido en fantasmas, ideas, sombras, sueños, polvo, nada.
La caverna de Platón
El espacio escenográfico es una estructura cúbica en el centro del escenario. En el centro de ese centro, una compuerta que da al foso del que sale y al que entra Segismundo. Ese cubo es la cueva en la que está encerrado el príncipe, pero también la corte en la que despertará para vivir el examen que le prepara su padre. Alrededor del cubo, la nada. Al fondo, el reflejo de las luces y las sombras: todas las cuevas son la caverna de Platón. La caracterización de los intérpretes, la iluminación y cierto deelay en los desplazamientos y gesticulación, refuerzan la sensación fantasmal. El reparto se entrega a esa propuesta en la que el distanciamiento no viene -como en Brecht- de evidenciar que lo que el público ve es una representación, sino de denunciar que todos somos fantasmas atrapados en la cárcel de nuestras ideas.
Vicente Fuentes dibuja un Basilio atribulado, atormentado por la duda, pero seguro de poder resolverla por el mismo camino: la razón y la estrategia. Esa es su hybris: la soberbia de la razón que produce monstruos y justifica crueldades. Enric Benavent es un Clotaldo que trata da conciliar imposibles (honor y arrebato, justicia y lealtad) y se quebranta en esa batalla perdida. Rebeca Valls ofrece una Rosaura doliente y furiosa, de corazón noble pero atrapada en la maraña de la venganza.
En un trabajo tan acertadamente alejado de la emocionalidad, es a ella a la que le toca el momento de mayor intensidad en la discusión con su padre. Duele ese momento en que su herida asoma y es quizá el único momento en que parecen tomar vida los fantasmas. Alejandro Saá encarna a un Segismundo frágil y colérico, tierno y criminal a un tiempo. Es mérito de él y de la dirección, además, mantener la coherencia del personaje en la parte final: un tipo que se ha llevado treinta años solo en una cueva no se civiliza de la noche a la mañana como, a veces se suele ver. La fragilidad de su ira y la rudeza de su bondad permanecen intactas hasta el final, aunque por el camino haya aprendido a no dejarse arrastrar por sus instintos. Los cuatro, además, dicen el difícil verso de Calderón con claridad y exactitud.
La propuesta se realza por el inquietante y sutil espacio sonoro, el ya mencionado juego de luces y sombras de la iluminación (esos reflejos en el suelo del cubo y el fondo), la amplificación de las voces que juega a variar la sonoridad sugiriendo los espacios (otra vez) fantasmales y el vestuario diverso y, sin embargo, coherente.
Cuando la obra termina, me queda la sensación de que todo va a volver a empezar como si hubiera asistido a un sueño que se soñara a sí mismo. Las luces de la sala se encienden y miro con desconfianza a quienes lo han soñado conmigo. Cierro los ojos y veo que el teatro es una cueva que está dentro de otra cueva (el mundo), dentro de otra (el universo). Abro los ojos.