¿Qué si condenamos que guardias civiles hayan sufrido quemaduras con cal viva en el último intento de entrada por la valla de Ceuta? Por supuesto. Una condena sin peros ni fisuras. Injustificable.
Esta violencia no se corresponde, ni de lejos, con el comportamiento de la inmensa mayoría de las personas que tratan de alcanzar el territorio europeo para salvar la vida o para optar por un futuro digno. Más bien sucede todo lo contrario: son muchas de estas personas migrantes quienes sufren una violencia estructural a lo largo de toda su vida.
Es la violencia de la política internacional, de la represión interna y de la desigualdad la que hace insostenible la vida en su país de origen; además sufren innumerables violaciones a sus derechos en cada frontera que cruzan y en los países de tránsito -en algunos de los cuales son incluso puestas en venta como mercancía y literalmente esclavizadas- y se ven obligadas a jugarse la vida para tratar de ganar algo de dinero que enviar a casa, aun en situaciones de total exclusión social y explotación laboral.
Los titulares de cientos de personas llegando hasta nuestras costas sólo son soportables porque seguimos considerando que hay seres humanos de primera y de segunda categoría. Cuando hay un desastre natural o un atentado terrorista, el estado pone a disposición de las víctimas todo lo necesario para paliar el terrible impacto emocional que acaban de sufrir y a nadie se le ocurriría cuestionar, por ejemplo, que se dediquen recursos públicos a la asistencia psicológica de quienes han perdido violentamente a un ser querido. En el caso de las personas migrantes que llegan por vía marítima, cuyas vidas han pendido de un hilo en las últimas horas y probablemente han presenciado la muerte de compañerxs a lo largo de todo su viaje, el trato es muy distinto: no existen psicólogxs que les ayuden a asimilar el cúmulo de experiencias traumáticas ni mediadorxs que prevengan conflictos en los minúsculos espacios donde son hacinadas junto a decenas de otras personas sometidas, como ellas, a inconcebibles dosis de estrés. Al contrario: son detenidas e identificadas para su expulsión en espacios que no reúnen las condiciones mínimas para albergarlas y, al no dedicarse suficientes recursos para su atención, la mayoría es abandonada en la calle sin ningún medio para subsistir.
Este sufrimiento inmenso de quienes han sobrevivido a la peligrosa travesía queda opacado cuando alejamos el foco y, en lugar de centrarnos en la persona, sólo miramos el desastre humanitario. Las mantas rojas que cubren a una muchedumbre sirven para calmar nuestra conciencia como sociedad, porque nos colocan en la posición de salvadores y nos hacen creer que hemos cubierto todas sus necesidades. Incluso hay grupos interesados que inventan el bulo de que reciben ingentes ayudas que le son negadas a la población autóctona, lo cual sirve de poderoso combustible para alimentar el rechazo y la xenofobia. Las imágenes y titulares que muestran el desbordamiento de los recursos existentes esconden la falta de preparación para un incremento de llegadas totalmente previsible y provocan en la población el miedo a que colapse el sistema de protección social.
El miedo nos paraliza y nos incapacita para la empatía. Que el estado no se haya preparado adecuadamente para acoger a las personas que llegan por mar no significa que no exista esa capacidad de acogida, ni supone que los recursos dedicados a las personas migrantes vayan en detrimento del bienestar de la población local, ya que se trata de fondos económicos distintos. Y aunque las personas que llegan hasta nuestras costas hayan acumulado tanto sufrimiento, no están blindadas contra el dolor; aunque lleguen en situación de total precariedad y provengan de países empobrecidos y violentados no dejan de tener el derecho a una acogida digna y a ser consideradas como personas, no como seres humanos de segunda categoría.
Sylvia Koniecki, directora de Granada Acoge
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