El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Pocas veces un espacio se halla tan vinculado al tiempo como las afueras de una ciudad. Quizá por eso ocupen un lugar destacado en la memoria y ésta, a su vez, sea un estado de excepción en nuestro presente continuo. No creo, pues, en esos versos de Ramiro Gairín que evocan estas zonas movedizas como “el límite entre nada y ciudad”.
Las afueras son esa tierra baldía que espera, donde la ciudad remansa su oleaje y la naturaleza juega con los retazos de un naufragio. Escombreras, ruinas de antiguas fábricas, vertederos, grúas, solares y gasolineras comparten un escenario con arboledas desvaídas, matorrales, acequias y huertos. Ya no se pasea, se deambula. Uno pierde la referencia del asfalto y entra en un mundo que es otra cosa, trashumancia o desvío.
Como toda frontera, aquí la ciudad se hace pausa y permite interrogarla sobre lo que dejamos atrás. Un interregno entre geometrías municipales y el esbozo de la urbe que se avecina. Luciano Bianciardi cuenta en “El trabajo cultural” cómo solía ir “a ver crecer nuestra ciudad, a verla adentrarse, victoriosa, en el campo, contra el campo, conquistando más territorio”. Eran los tiempos del mal parido “boom” económico, tanto en Italia como en España. Ahora, en el lento arrasar del campo ya no encontramos tanto optimismo; con Pasolini aprendimos que desarrollo no necesariamente significa progreso.
En Zaragoza, como en toda gran urbe, los extrarradios de hoy serán las urbanizaciones de mañana. Para probarlo, acompañemos a Ricardo del Arco en su ascensión imaginaria en 1928 a la añorada Torre Nueva, que llevaba casi cuarenta años demolida, para recrear una panorámica de la ciudad en el siglo XVI: “destaca la uniformidad verde de las huertas y tablares, junto al río (…) el Arrabal unido a la ciudad por el Puente de Piedra, la cinta rojiza del río, cruzada por el puente de tablas (…) En la lejanía, San Juan, La Cartuja, los montes de Zuera, el Castellar, hendidos por el Gállego. Al este la sierra de Alfamén (…) Al Sur, el anfiteatro de Jaulín, que enlaza con la Muela, sirviendo de antemural al Jalón, a Occidente, y al Huerva por Oriente.”
La ciudad no se ha estirado tanto como para abarcar todo el territorio descrito, pero cierto es que ha engullido ya al viejo Arrabal, las huertas aledañas al Ebro y convertido en barrios rurales muchas de aquellas lejanías. Quedan aún zonas de cultivo por la zona este, que lindan casi con el barrio de las Fuentes si no fuera por el zurcido de la Z-30. Pero la milenaria vega entre Miraflores y Cabaldós, surcada de acequias y torres, es ya cimiento para un callejero que apenas logra recordarla. Es entre campo y ciudad donde la geografía se hace historia.
Me gusta pasear hacia ese sureste que creció al cobijo de estaciones y apeaderos. Aún se conservan torres que el ayuntamiento se empeña en derribar. Voy en busca de ese huerto de la Media Legua que nunca termino de encontrar, rosaleda símbolo de la memoria que resiste al olvido. Pero también me gusta enfilar la avenida de Cataluña, asomarme a la vieja estación del Norte, como un personaje minúsculo de Ignacio Fortú; pasar bajo el viaducto del ferrocarril a Huesca, donde rodó Antonio Maenza escenas de su pesadilla cinematográfica “El lobby contra el cordero”; y llegar hasta el puente del siglo XVI, que yace semi enterrado bajo el de Santa Isabel.
Si el centro urbano es la identidad de la ciudad, sus márgenes son una pausa que interrumpe su conquista. Los extrarradios conviven impacientes con vestigios de lo que fueron una vez remoto polígono industrial o despensa del vientre urbano. Ruinas deshabitadas comparten espacio con la naturaleza. Este lapso sin jerarquías se presta a ser reconquistado por el juego y la imaginación, la violencia y lo marginal. Fernando Sanmartín, en “Notas sobre Zaragoza del Capitán Marlow” afirma que “ya no sabemos dónde comienza una ciudad. Y eso es lo malo. Porque significa que la indeterminación se adueña de nosotros”. Tenemos miedo a la legislación arbitraria de los suburbios.
Al igual que Javier Pérez Andujar también procuro de vez en cuando regresar “a la periferia, al río, a los bosques, a la autopista, a las vías, cada vez en busca de una dosis de mí mismo”. En una zona como la descrita, donde el campo que se hace descampado, pasé mi infancia. La barriada la habían edificado a finales de los años sesenta sobre una zona pantanosa que antaño inundaba de cuando en cuando el Ebro. Su nombre era ya una advertencia: Balsas del Ebro Viejo. Nos tocó enfrentarnos a una pugna entre obcecación urbanística y terquedad del río. De niño vivía rodeado de oscuridad (no hubo alumbrado público hasta mediados de los años setenta) y el blanco y negro del televisor se mezclaba con el de la realidad. Pese al tiralíneas de los bloques, abundaban el fango, las ratas y las ruinas cochambrosas. Era el reino ideal.
Aquel entorno lo bautizamos con nombres sencillos: La Estación, la Alcoholera, la Acequia, el Pino, el Spar… Lugares míticos en los que el imperio de la ilegalidad infantil gobernaba, como bien cuenta Ángel Gracia en “Campo rojo”, una novela cuya acción se desarrolla en la zona extrema de la avenida de San Juan de la Peña, al norte de mi barrio, entre chimeneas humeantes y el costurón de la autopista a Barcelona.
Ajenos a la autoridad, en los descampados urbanos se desafiaba y peleaba, ardían hogueras, rompíamos ventanales, cazábamos todo bicho viviente y nos apedreábamos como vástagos de neandertal. En el fondo todo está permitido donde crueldad y juego se confunden. Quizá fuera la satisfacción de triscar entre aquellas ruinas que representaban la abolición del orden cotidiano de nuestros padres, o tal vez el influjo de la naturaleza que nos volvía salvajes y satisfechos. No había aún memoria y los días resultaban eternos. Entonces no lo sabíamos, pero al tiempo que las grúas comenzaban a ensanchar la ciudad íbamos levantando nuestro propio límite. Esto lo pienso ahora.
Aquí estoy contemplando este almendro aterido. Será por evocar aquellos años o porque aquí la ciudad es todavía un lugar de espera donde progresar quizá sea aún posible, quién sabe. Aguardando la flor de los almendros, uno mantiene siempre la esperanza. Lo cierto es que me gusta venir aquí. Las edificaciones se divisan a lo lejos y en medio una tierra de nadie como un mapa sin trazar, igual que esos pasatiempos que consisten en puntos numerados que hay que ensamblar con líneas. No cuesta imaginar cómo campos y huertos comenzarán a cambiar su nombre para denominarse suelo urbanizable primero y proyecto urbanístico después. Luego vendrán los carteles luminosos, las farolas y los pisos piloto. Su promesa de cartografía se hará entonces carne de cemento. Y finalmente aquella ciudad lejana se habrá regenerado y crecido como el rabo de un reptil.
Sí, las periferias son memoria. El impulso hereditario de una destrucción “encinta de ensanchamientos”, como anotara Manuel Pinillos en sus versos dedicados a Zaragoza. Sencillamente, una infancia pavimentada.
0