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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

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Goya y un hombre llamado caballo

El alguacil Lampiños cosido dentro de un caballo vivo

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Cada vez que recorro la calle de los Estudios, en Zaragoza, no puedo evitar el recuerdo de su antiguo nombre. Por calle del Salvaje se conocía antaño esta costanilla, hoy animada y sabrosa por su aroma a quesos, en pleno barrio de la Madalena. El hogaño de Estudios proviene por hallarse en tal lugar las casas de los maestros destinados en las escuelas del Ayuntamiento. La del Salvaje, o “Salbaje”, tiene su origen en una familia infanzona aragonesa. Quiero imaginar que la causa de esta última denominación se debe a que aquí vivían los tunantes protagonistas de un suceso que tuvo lugar en esta ciudad y del que Goya dejó memoria en una de sus obras.

Las aventuras de un cura rebelde

Su largo título resulta ya gráfico de lo acontecido: “En Zaragoza a mediados del siglo pasado, metieron a un alguacil llamado Lampiños, en el cuerpo de un rocín muerto y lo cosieron; toda la noche se mantuvo vivo”. Este dibujo, hecho de tinta parda sobre papel verjurado, pertenece al conocido por Cuaderno F cuyas obras comprenden el periodo de 1812 a 1820. Y efectivamente, en él podemos ver una dramática escena en la que cierta extraña criatura, cuerpo de penco y ojete con cabeza humana, pugna con unos amenazadores canes. 

Podríamos tomar esta obra como fabulación del pintor, pero él mismo reconoce que este hecho tuvo lugar a mediados del siglo XVIII. Y así es, pues tal episodio lo narra con amplia extensión un paisano que, por su sorprendente vida de trotamundos, merece unas líneas.

Antonio Gavín fue un sacerdote trapacero, nacido en torno a 1680 en Zaragoza, que abjuró del catolicismo y huyó a Inglaterra, donde se convirtió al anglicanismo, terminando sus días en Estados Unidos. A su muerte, Thomas Jefferson, redactor de la Declaración de Independencia y tercer presidente de aquel país, recibió la biblioteca de Gavín de manos de la esposa de éste.

Por cierto, la calle Antonio Gavín, en el barrio del Boterón, no recuerda a nuestro aragonés anglicano, sino a otro Gavín que fuera el último Justicia de Aragón. 

Gavín escribió una voluminosa obra, de gran éxito en Inglaterra y Francia, que ponía en solfa la depravación de las costumbres católicas de curas, monjas y papas, en un tono que no tiene nada que envidiar al del Marqués de Sade. Es en su libro “Claves de la corrupción de la Iglesia católica”, donde recoge el incidente que parece servir de inspiración a Goya. 

La risa de la crueldad

Según nos cuenta Antonio Gavín, era este Lampiños, que en la narración adopta el nombre de Guadalajara, un alguacil al servicio de la “Universidad Literaria” de Zaragoza, situada en la plaza de la Madalena, que por su rigidez y vileza llevaba a maltraer a estudiantes y prostitutas. Un día decidieron darle un escarmiento. Para ello “se pusieron de acuerdo para estar por la noche al pie de la torre de la universidad, y seis de ellos en el campanario y estos tenían que descolgar a un estudiante joven y sano, atado con una fuerte cuerda, a al oír la palabra ‘guerra’.” Comenzaron los que se hallaban al pie de la torre a montar jarana y a la llegada del Alguacil pronunciaron la consigna acordada. 

Los apostados en lo alto de la torre hicieron descender a su compañero que tomó por los brazos al tal Guadalajara quien exclamaba aterrorizado mientras era levantado: “¡El diablo me ha izado!”. Los estudiantes del patio comenzaron a burlarse y a tañer los instrumentos que con ellos portaban. Semejante tiberio atrajo a numerosas personas que tomaron aquello por distracción estudiantil. 

La comitiva llevó en volandas a Guadalajara, envuelto en las capas de los malandrines, hasta el campo llamado del Sitio Quemado, “pues antaño los herejes eran quemados allí”. Este lugar era conocido también como “Puerta Cremada”, por abrirse un basto portalón que comunicaba la ciudad con el camino del Bajo Aragón, y que hoy podríamos situar al final de la calle de Heroísmo, frente a la margen izquierda del Huerva. Allí “había un caballo muerto, y abriéndole las tripas” metieron dentro al ministril atado de pies y manos, dejando por fuera su cabeza, “justo debajo de la cola del caballo”. A la mañana siguiente, cuando los perros fueron a comer la carne del caballo, por miedo a que se lo zamparan también, comenzó nuestro alguacil a gritarles: “¡eh eh perros!”. Los labradores de la ciudad acudieron ante la algarabía y tomaron por cosa diabólica aquel caballo muerto parlante, por lo que decidieron llevarlo ante la Inquisición, pues ésta “se cree capaz de mandar a las bestias, además de a las criaturas racionales”.

Después de muchas preguntas, “el pobre hombre apartó la cola con la nariz para poder hablar”. Los Inquisidores, desconfiados, decidieron aplicar la tortura al animal, “y cuando empezaron a retorcer las cuerdas por el vientre del caballo (…) la piel del vientre se rompió” surgiendo de sus entrañas, como un parto abominable, el cuerpo lacerado del alguacil. Nuestro protagonista pudo sobrevivir tres semanas, perdonando a los estudiantes tamaña barrabasada.

Lo que Goya supo ver

El tremendismo del relato, donde burla, crueldad y miedo se aúnan, nos ayuda a comprender con mayor profundidad el dibujo de Goya. Además, el mencionado Cuaderno F no sólo recoge este suceso, sino que encontramos otros apuntes íntimamente relacionados. Así, el titulado “Muerte del Alguacil Lampiños por perseguidor de estudiantes, y mugeres de fortuna, las que le hecharon una labatiba con cal viva”, nos narra los remedios aplicados por el pueblo a su acosador. O los rotulados como “Alguacil arrastrando a una mujer por el brazo” y “Alguacil interponiéndose en una riña”. Todos ellos muestran la ferocidad del poder, pero también la no menos despiadada respuesta de quienes la padecían.

La mirada dialéctica

El escritor zaragozano Benjamín Jarnés, en un artículo aparecido en el periódico Heraldo el 3 de abril de 1936, decía que Goya es el artista capaz de crear “un espectáculo y una lección”.  Desentrañar de la realidad sus significados absurdos lo acerca a la caricatura, a un humorismo que Gómez de la Serna, en su libro sobre Goya, definía como mezcla de lo trágico y lo cómico, “todos los polos contradictorios”. Ambos, Jarnés y de la Serna, recogían estas impresiones de Baudelaire: el “gran mérito de Goya consiste en crear lo monstruoso verosímil. Todas esas contorsiones, esas caras bestiales, esas muecas diabólicas están imbuidas de humanidad”. Y añade: “los españoles están muy bien dotados para la burla, pero fácilmente caen del lado cruel y sus más divertidas farsas tienen una dosis de horror”. Es el horror de ser víctimas de nuestra historia.

Algo estaba naciendo en aquella sociedad del siglo XVIII, pero lo antiguo se resistía aún a morir. Y en ese claroscuro, como decía Gramsci, habitan los monstruos, una mitología bárbara que destapa las suturas entre lo humano y lo bestial. Goya supo captar cómo en su agonía, aquel antiguo régimen estaba pariendo sus propias contradicciones, unas contradicciones que acabarían con él de forma implacable. Y es que, como dijo el sabio, la violencia es la partera de Historia.  

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