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A partir de los años cincuenta, el auge del negocio turístico fomentó la creación de un mercado de documentales cuyo objetivo era publicitar las excelencias de un territorio como destino vacacional. Para España, que entonces comenzaba una tímida apertura tras los acuerdos con EEUU y el Vaticano en 1953, constituyó una oportunidad para atraer divisas y ser aceptada en los foros internacionales. Sus pintorescas “diferencias” y precios de ganga constituían apetecibles reclamos.
Productoras extranjeras rodaron numerosos publireportajes destinados a un público con posibles económicos. Quizá los más recordados sean los documentales que la británica Associated Rediffusion encargó a Orson Welles en 1955. Ni siquiera Zaragoza se libró y la casa estadounidense Thomas Todd filmó el cortometraje “Fiestas del Pilar de Zaragoza 1951” mediante la tecnología “Cinerama”, en relieve y color. Dos años después, el productor brasileño Isaac Rozemberg solicitaba licencia para rodar “Monumentos artísticos: Madrid, Barcelona, Zaragoza.”
Sólo había un inconveniente. Tanto las respectivas Direcciones Generales de Turismo y de Cinematografía como el NO-DO ejercían un férreo marcaje a estas producciones para evitar que reflejasen la situación en España. Alberto Reig, director del NO-DO y anteriormente miembro de la Junta de Clasificación y Censura, se quejaba a principios de los años cincuenta del riesgo de que ciertos materiales gráficos salieran clandestinamente del país sin ser censurados y se “convirtieran después en arma y vehículo de propaganda antiespañola”. ¿Cómo retratar la realidad de aquella España y sacar los colores a un régimen que tanto empeño ponía en evitarlo?
En el verano de 1955 un joven parisino de 19 años emprende un viaje en autostop que le llevará hasta el norte de África, atravesando España de norte a sur. Entre su liviano equipaje, como exige el guión para tales aventuras, lleva consigo una cámara fotográfica con carretes Kodachrome, un tipo de película de gran precisión a la hora de extraer de la realidad toda su fuerza cromática, aunque con una pigmentación no exenta de un enigmático fulgor de hiperrealidad.
El joven Jean-Paul Margnac llega a Zaragoza en julio de 1955 y con su objetivo a cuestas sacudirá el gris polvoriento que recubre la memoria de aquella década. Lejos de centrarse en los escenarios turísticos, aquel muchacho apuntó su mirada, afectuosa pero cruda, hacia la actividad cotidiana de una ciudad de hace 65 años.
Si hubiera que dar un título a las imágenes que recolectó Jean-Paul a su paso por España, sin duda “luz y pobreza” serían los términos adecuados. El vigor del sol meridional de aquel verano de 1955 nos permite hoy escudriñar al detalle los personajes y ambientes que desfilaron ante su cámara. Ropas astrosas, descampados y escombreras, casonas de paredes cuarteadas, testimonios de un país todavía roto.
Pero sus imágenes también retratan una sociedad urbana en constante movimiento. Una capa de población si no elegante, sí al menos con ese prurito por mostrar un aspecto decoroso de sí misma. Este contraste entre miseria y dignidad reflejaba el largo punto de inflexión que supuso la década de los cincuenta para una España agotada tras una autarquía que había hecho más pobre al derrotado y del vencedor un forajido.
A sus 84 años el señor Margnac aún vive y sigue con su afición fotográfica. Su página Web muestra los retratos de aquel periplo por España y en particular de Zaragoza. Me detendré en dos imágenes que por su potencia visual y su carga social merecen ser recordadas.
El propio Margnac nos explica el impacto que le produjo la primera de estas instantáneas: “Me sorprendió descubrir niños en harapos a las afueras de Zaragoza. Estos niños debían pertenecer a la comunidad gitana, relegados a los distritos más miserables de la ciudad. ¡Mis ojos vieron lo que nunca pensaron ver: adolescentes desnudos corriendo entre los escombros! ¡En 1955, diez años después del final de la Segunda Guerra Mundial, todavía podíamos encontrar esta pobreza extrema en Europa!” .
En el plano técnico, el horror que produce aún hoy la contemplación de esta imagen no está “sobreconstruido”, como diría Roland Barthes. Los personajes, que parecen vagar como sonámbulos, están captados sin pose ni preparación, sin cargar las tintas: su propia miseria habla por ellos. De ahí que la espontaneidad al tomar la imagen ha logrado atrapar a la vez la impresión que produjo en el fotógrafo y trasladarla intacta hasta nuestros días. Un buen ejemplo de “fotografía humanista”.
Resulta difícil ubicar el escenario exacto donde Margnac captó la instantánea. Desde la zona norte, Arrabal y Barrio Jesús, hasta el Manicomio, hoy parque de Delicias, pasando por Montemolín, el Cabezo Cortado y Casablanca, la ciudad se prestaba a este tipo de asentamientos. Zaragoza había frenado su ensanche, tantas veces demorado a la espera de las apetencias del capital especulativo. Allí se levantaron fábricas y vertederos, y allí acudían familias gitanas a instalarse y trasegar en los desperdicios de la urbe. Escenas como ésta las podemos encontrar en la novela de José Giménez Corbatón “La fábrica de huesos”, ambientada en la Zaragoza de los cincuenta, donde una factoría ubicada junto a una gravera sirve de fondo a una narración de tintes realistas.
La última imagen tiene algo de icónico. Por su contraste de colores, por su gesto sin expresión, por su solitario desamparo. La describe así Jean-Paul: “Esta joven ciega se ganaba la vida vendiendo boletos de lotería, sentada en su esquina, en una calle de Zaragoza. Repetía a intervalos regulares con una voz persistente:”¡Para hoy!“”. La figura no aparece bien encuadrada porque “es el tipo de foto que, en principio, me prohíbo tomar. Una persona indefensa, llevada a la calle (…) Furtivamente, haciéndome lo más discreto posible. Mirando hacia atrás.” Los escrúpulos del joven Margnac dan cuenta de la calidad de su mirada a la hora de empuñar la cámara.
La “calle de Zaragoza” a la que se refiere es la de Estébanes en su cruce con la de Libertad. Un puesto muy cercano a la entonces sede de la ONCE en el palacio Argillo, ubicado en la plaza de San Felipe; y esquina de asaz trasiego ciudadano. Como apunta Ana María García Terrel en “El Tubo y su entorno”, el comercio hostelero en esta zona de la ciudad albergaba en 1955 el 30% de restaurantes de la ciudad y el 20% de las casas de huéspedes. Podemos imaginar los esfuerzos de la muchacha ciega por hacerse oír entre aquel bullicio.
Continúa Margnac: “Por mi parte, no veo ninguna angustia, sino una mujer sencilla y no miserable, bien vestida, coqueta con su bolso y un reloj en la muñeca que no era nada común en otras regiones de España.” La mirada optimista del fotógrafo contrasta sin embargo con la realidad. En el capítulo de “Crónica de Zaragoza” dedicado al año 1953, Julián Ruiz Marín deja testimonio de las trampas que sufrían los vendedores de la ONCE, “objeto de toda clase de engaños, desde pasarles monedas falsas a pedirles una tira con la excusa de verla mejor y devolverles otra pasada.” Zalagardas que reflejan una mezquindad sombría.
Esa esquina conserva hoy el mismo diseño y color que hace 65 años. Ha desaparecido la acera de juguete, pero la bulla de los bares continúa. Un ventanal y un barril ocupan el lugar donde la vendedora tenía su puesto. Allí me detengo a veces y recuerdo los versos que Julio Antonio Gómez escribiera por aquellos años:
“Zaragoza limita con toda limitación, con el frío y las voces
de las esquinas custodiadas por los tercos vendedores de Iguales,
únicas voces permitidas, únicos gritos
golpeando las calles, únicos
y ciegos.
Ciegos.
Abrid los ojos.“
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