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Tengo 20 años. Conozco mi barrio de siempre, conozco sus luces y sus sombras, sus callejuelas ocultas, sus esquinas fantasma. Lo conozco lo suficiente como para saber que si elijo esa calle, los bares todavía estarán abiertos; que en esa otra hay una parada de taxi concurrida y que, más allá, la avenida es amplia. Conozco mi barrio y lo ando a las 4 de la mañana, con los tacones en la mano y los pies doloridos, pero sumándole unos diez minutos a mi trayecto inicial porque sí, estoy volviendo sola a casa en mi barrio. Sola, de madrugada y con los tacones en la mano, porque desgraciadamente tengo mis prioridades demasiado claras como para saber que inocularme cualquier enfermedad en las plantas de los pies es mejor tragedia que aparecer en un descampado desnuda y no volver a soñar en la vida.
Un coche está parado en uno de los márgenes de la calle. Me lanza dos besos al aire. Arranca, se va. Es de noche, hace frío, quiero llegar a casa y me duelen los pies. El coche se estaciona unos metros más allá, cerca del portal de mi casa. De él se baja un hombre, en su treintena, y se apoya en un banco justo en mi trayectoria. Mi portal de él dista unos metros. Se oye la música de su coche, probablemente el cabrón haya dejado la puerta abierta. Es de noche, hace frío, y sé que ese hombre me supera en fuerza. Sé que me puede obligar de cualquier manera a subir al coche. Lo que no sé es qué va a pasar después. No sé si volveré a soñar de nuevo, pero tampoco sé si podré volver a despertar.
Saco el teléfono de mis manos pero no veo los números. No controlo mis dedos. No soy capaz de hacer absolutamente nada más que seguir avanzando hacia el hombre, hacia su coche y hacia su música. No quiero retroceder, no quiero darle la espalda. No sé retroceder. No sé cómo afirmar ante el mundo que ese hombre me puede secuestrar. No sé correr hacia alguien y comentarle mis presentimientos. “Probablemente no sea nada, tía”. “Déjanos en paz.” “Ignórale”. No. Desgraciadamente no sé pedir ayuda, porque tampoco sé si estoy escapando de algo o está todo en mi mente. En mi mente.
Sigo andando, sigo andando porque no sé qué otra cosa hacer. Llego a su altura, he conseguido marcar un 112 que no me atrevo a pulsar. Le miro al hombre a los ojos, y una voz firme sale desde mi garganta y le propone: “Déjame en paz, ¿o qué?”. El hombre retrocede con sus palmas extendidas, niega con la cabeza. Parece que diga que “no, si yo no...”. Sigo andando, la anestesia de la valentía inhibiendo mis emociones. Llego a mi portal, abro la puerta, entro, cierro. El espejo del ascensor donde me apoyo cuando mis piernas empiezan a temblar está frío.
Eran las 4 de la mañana, pero, ¿igual era más tarde? Hacía frío, pero soy capaz de decirlo porque en esta ciudad siempre hace frío de madrugada. Llevaba probablemente los tacones en las manos porque, para qué mentir, no aguanto ni diez minutos con ellos puestos. Pero me acuerdo de mi móvil con el 112 marcado. Me acuerdo de su mirada. Me acuerdo de su negación con la cabeza. Me acuerdo de que me mandó dos besos y no tres. Me acuerdo exactamente de las palabras que salieron de mis labios. No me acuerdo de que aquella noche lo pasara de puta madre, aunque seguro que lo hice: pero me acuerdo del temblor de mis piernas cuando me apoyé en el frío espejo de mi ascensor.
¿Por qué he de obligar a alguien del género masculino a acompañarme o he de pagarme un taxi para ir a casa?, ¿por qué aquel hombre se comportó de esa manera?
Elena (nombre ficticio)