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eldiario.es presenta Buscando a Franco, una historia (casi) interminable que se adentra en los misterios y tensiones que aún perviven en torno al cadáver del dictador. De la pluma de Isaac Rosa y la plumilla de Manel Fontedevila, vamos a descubrir, capítulo a capítulo, los verdaderos sentimientos que mueven a una tropilla de nostálgicos, policías corruptos, políticos ambiciosos, periodistas sensacionalistas y pícaros de todo signo que dan sentido a su vida en torno a la idea de que existe un país llamado España.

Ay, Carmela

Isaac Rosa / Manel Fontdevila

Me acerco por la otra acera, atenta a los coches aparcados y a la gente que pasea. No veo nada sospechoso, así que cruzo corriendo hasta el portal. Me tiembla la mano al meter la llave en la cerradura.

–Hola, ¿hay alguien en casa? ¿Mamá, papá?

Mi padre me saluda desde la cocina. En los últimos días, desde que perdí el teléfono, he llamado a casa desde teléfonos públicos. Si quieren saber dónde están las últimas cabinas de España, pregúntenme. Llamaba a mis padres para tranquilizarlos. Les contaba que seguía en el Valle de los Caídos trabajando para el periódico. Por eso no se sorprenden demasiado. Mi aspecto cochambroso es compatible con alguien que lleve dos semanas acampada.

–¿Qué pasa, que los fachas no tienen duchas allí? –me dice mi abuela, que vive con nosotros.

Entro en mi habitación. La han recogido un poco, aunque todavía se notan las huellas de las ratas de cloaca. Me lo contó mi madre anoche, cuando llamé desde un bar: habían entrado en casa unos “ladrones”, no se llevaron nada de valor pero lo dejaron todo revuelto. Sobre todo mi habitación.

Me doy una ducha larga, para quitarme toda la mugre acumulada en dos semanas. Mugre del Valle de los Caídos. Mugre de la tumba del caudillo. Mugre de fundaciones franquistas y casas okupadas nazis. Mugre de Casa Pepe, y de la noche en Despeñaperros. Asco y miedo, que también se van por el desagüe.

Cuando salgo del baño, mi madre y mi abuela están viendo la tele, un programa informativo. Los tertulianos comentan las últimas noticias. El aumento de las visitas al Valle de los Caídos en un 50% en los últimos días. La decisión del prior de permitir la exhumación si el rey firma la orden. Mi madre discute con la tele, como de costumbre:

–¡Sacadlo ya de una vez, que parece que os da miedo todavía! ¡Que está muerto, no hace nada!

–Y cuando lo saquen, ¿qué? –dice uno de los tertulianos, como si respondiese a mi madre–. ¿Qué va a hacer después el gobierno para disimular su debilidad y su falta de proyecto? ¡Que convoquen elecciones de una vez!

–Mira que si la abren y está vacía –dice mi padre llegando de la cocina.

–¿Tú crees que está vacía, papá?

–Yo ya me creo cualquier cosa. Este es un país de pandereta.

–¿Y tú qué harías si te encontrases el cadáver de Franco?

–Jo, Carmeluca, qué preguntas se te ocurren. Te han sentado mal tantos días en francolandia. ¿Si me encontrase el cadáver? Preguntaría adónde va: ¿al contenedor amarillo o al de residuos orgánicos?

–Qué chiste tan original, papá…

–Yo sí sé lo que haría con él –murmura mi abuela desde su sillón.

–¿Qué, abuela?

–Le haría lo mismo que él le hizo a mi madre.

–¿A la bisa? ¿Qué le hizo?

–Meterle miedo. Mucho miedo. Eso es lo que le hizo Franco a tu bisabuela. Meterle el miedo en los huesos para que le durase toda la vida.

Mi abuela busca un pañuelo. Me siento y le tomo la mano para que siga hablando de su madre, mi bisabuela, la bisa:

–Cuando yo era joven, se ponía fatal si había una manifestación de estudiantes y sabía que yo andaba cerca de la universidad. Yo me burlaba, la llamaba exagerada. Un mes después de morir Franco, tu bisabuela me pidió que la acompañase al Valle de los Caídos. Cuando llegamos, esperó a que se fuesen los que iban a poner flores, y entonces pisó la tumba. Dio unos taconazos fuertes en la losa. “Quiero asegurarme de que está bien cerrada”, dijo, y no abrió más la boca en todo el camino de vuelta. Luego, cuando el golpe del 23F, le salió todo el miedo. Nos encerró en casa, con las persianas bajadas. Nunca la he visto tan nerviosa.

–¿Y no supiste de dónde le venía ese miedo? –pregunto, sin entender.

–De la guerra, claro. Ella la vivió en el pueblo. Creo que allí mataron a unos cuantos vecinos. De todas formas la bisabuela era muy asustadiza. Me acuerdo de cómo se sobresaltaba cuando el camión del butano llegaba a nuestra calle pegando bocinazos.

–¿Tú sabes algo, mamá?

Mi madre parece agobiada cuando responde:

–Sé que lo pasó mal en la guerra. Pero como todo el mundo entonces, ¿no?

–¿Qué pasó en el pueblo? –insisto.

–No lo sé –ahora más avergonzada que agobiada–. Se vino muy joven a Madrid y allí no teníamos ya familia. ¿A qué vienen tantas preguntas?

Saco el móvil, hago una búsqueda rápida: pongo en Google el nombre del pueblo y añado “guerra civil”. El primer resultado me vale. Leo en voz alta:

–“Cuando las tropas franquistas llegaron a la población, los vecinos más implicados en partidos y sindicatos huyeron. En los primeros cuatro días no hubo ningún fusilamiento, para que los huidos se confiaran y regresasen. A partir de ahí, más de cuatrocientas personas fueron asesinadas en pocas semanas. Las llevaban al cementerio en un camión que iba dando bocinazos por las calles para que todos supiesen y así extender el terror. Los soldados entraban en las casas que les señalaban los falangistas locales. Sacaban a golpes de bayoneta a los hombres. A sus mujeres las rapaban, desnudaban y paseaban por el pueblo. A algunas las violaron”.

Quedamos todos en silencio. También el televisor, al que le ha quitado el volumen mi madre. Un tertuliano hace aspavientos de indignación, mudo. Habla mi padre, por romper el silencio:

–Ay, Carmela, cómo has vuelto del Valle…

–¿Ay, Carmela? Cuando era pequeña la bisa me cantaba esa canción para dormirme. Muy bajito, casi no me enteraba de la letra, solo tarareaba: “Ay, Carmela, ay, Carmela…” Ni siquiera sabía lo que significaba. Yo creía que era una nana.

Ha oscurecido, no hemos encendido la luz y solo nos alumbra la tele, los tertulianos sin volumen. Ponen ahora unas imágenes antiguas. El entierro de Franco. Los operarios moviendo la lápida sobre los rodillos. Me vuelvo hacia mi padre.

–¿Y tú, papá? ¿Qué sabes de tu familia? ¿Qué hizo tu abuelo en la guerra?

–Mi abuelo… Bueno... Lo pasaría mal, como todo el mundo…

–¿En qué año nació tu abuelo?

–Nació… En el 16… O el 17, no estoy seguro.

–Entonces por edad es muy probable que combatiese, ¿no?

Mi padre me mira como si le preguntase si el abuelo era mamífero o reptil. Duda antes de abrir la boca:

–Pues… Supongo.

–¿Supones? ¿No lo sabes? ¿No te importa si luchó en la guerra, ni en qué bando?

–Sí. No. La verdad es que nunca le pregunté. Ni tampoco a mi padre. De esas cosas no se hablaba en casa. En ninguna casa...

Miro a mi familia con estupor. Como no los había mirado nunca. Hablo con dureza:

–Esto es España, tal cual. Una testigo que no sabemos si también fue víctima y que calló toda la vida por miedo. Unos familiares que no le preguntaron. Un abuelo que puede que combatiese, y del que no sabemos ni si era republicano o franquista.

–No, franquista no, eso sí que no –protesta mi padre, pero yo sigo:

–Y una hija nacida en democracia a la que nadie ha hablado nunca de estas cosas. Esto es la jodida historia reciente de España, familia. Gracias.

Se quedan boquiabiertos, y para evitar el silencio incómodo, subo el volumen al televisor. Que hablen los tertulianos:

–¡Qué fácil es ahora meterse con Franco, eh, y no cuando estaba vivo! ¿Dónde estaban entonces todos esos antifranquistas?

–Tengo una idea –digo en voz alta, aunque en realidad hablo sola.

Siguiente capítulo: Al RojoVivo

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