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Sobre este blog

eldiario.es presenta Buscando a Franco, una historia (casi) interminable que se adentra en los misterios y tensiones que aún perviven en torno al cadáver del dictador. De la pluma de Isaac Rosa y la plumilla de Manel Fontedevila, vamos a descubrir, capítulo a capítulo, los verdaderos sentimientos que mueven a una tropilla de nostálgicos, policías corruptos, políticos ambiciosos, periodistas sensacionalistas y pícaros de todo signo que dan sentido a su vida en torno a la idea de que existe un país llamado España.

En España todo es mejor

Isaac Rosa / Manel Fontdevila

Esperamos a la puerta del Congreso hasta que terminó el pleno y fueron saliendo los diputados y periodistas a la carrera. Mientras aguardábamos a nuestro hombre, José Antonio me contó sobre él:

–Es uno de los pocos periodistas libres que hay en este país. ¿Te acuerdas de los atentados del 11 de marzo? Eras una niña, pero sabes de qué te hablo.

–Los de Al Qaeda, sí…

–¿Al Qaeda? Esos moritos fueron los paganini. En realidad fueron los servicios secretos de Francia y Marruecos, ETA y Rubalcaba. Y le colgaron el muerto a los moritos. Él fue el único periodista que se atrevió a cuestionar la versión oficial. Anda, busca en tu Google qué ha dicho nuestro hombre de toda esta historia de sacar a Franco del Valle.

Tecleé en el buscador de móvil el nombre del periodista, y leí en voz alta un artículo suyo reciente:

“…tras llegar al poder por un pacto secreto con el PNV y los catanazis, el gobierno ha decidido llevar a cabo el ensueño guerracivilista de Zapatero, Pablenin y el propio Sánchez: sacar de su fosa los restos mortales de Franco, supongo que para metérselos en la cama, como hicieron en tiempos de Carlos II con la momia de San Isidro, a ver si conseguía procrear y mantener la dinastía…”

–¿Qué te decía yo? Eso es llamar a las cosas por su nombre.

“…como el PP no fue capaz de anular la Ley de Memoria Histórica que nunca debió firmar Campechano, y como Rivera es tan maricomplejines, me temo que tragarán, aceptarán que la legitimidad democrática en España la dictan los que defienden las chekas, los paredones, la quema de iglesias, la tortura y asesinato de católicos por decenas de miles…”

–No hace falta que sigas, es nuestro hombre sin duda. Mira, ahí viene.

Por la puerta apareció el autor del artículo, con gesto entre apesadumbrado y furioso. José Antonio se lanzó a abrazarlo:

–Don Federico, ¿cómo está usted? Soy un admirador suyo. Como decía el clásico: un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo, ja, ja. De toda la vida. Bueno, cuando usted era de extrema izquierda, no, eh, ja, ja.

El tipo miró con desconfianza a José Antonio, que bajó la voz:

–Sepa que comparto su preocupación por los restos del Caudillo, y por eso quiero confiarle nuestro plan de salvamento de sus restos, antes de que los guerracivilistas del PSOE lo tiren al osario, escuche…

José Antonio se inclinó y habló al oído del tal Federico. En los cambios de su rostro fui adivinando lo que le contaba: primero recelo, luego curiosidad, después extrañeza y finalmente estupor.

–¿De qué va esto? ¿Es una broma? –preguntó, mosqueado.

–Con el Caudillo no caben bromas, don Federico. En esta misma bolsa llevo la prueba de mis palabras, mire.

José Antonio abrió la bolsa y la acercó al tal Federico, que miró dentro con desconfianza.

–Ya veo: la cabeza de Franco –dijo indiferente.

–Eso es. El resto lo tenemos en el coche, en el parking.

–¿Qué sois, del programa del Wyoming?

–No, le aseguro que…

–Muy graciosos. Mucho. Buen intento, pero no soy tan necio como piensa ese millonario amigo de terroristas que responde al absurdo nombre de Wyoming.

–Por favor, don Federico, cómo puede pensar que…

–¡Que me dejéis en paz, que ya estoy harto de graciosos! –el tipo agarró la bolsa, la revoleó y la arrojó lejos. La bolsa dibujó un arco, cual lanzamiento olímpico de martillo, y cayó en la acera frente al Congreso. Rodó cuesta abajo, con José Antonio corriendo detrás mientras el periodista se escabullía en un taxi.

Al subir al coche minutos después, José Antonio recuperó un poco de ánimo:

–Entiendo la desconfianza de don Federico. Lleva muchos años soportando ataques de la izquierda más rabiosa.

–¿Y ahora qué hacemos? –pregunté–. Yo propongo devolverlo a la tumba y se acabó el problema.

–Zamora no se tomó en una hora, muchacha. Yo no me rindo.

–Pero yo sí. Me voy. Renuncio a contar la noticia. Fin.

–No puedes irte.

–Claro que puedo. Se acabó.

–“Cuando estés a punto de abandonar, piensa en por qué empezaste”.

–Fantástica. Me la apunto para el gimnasio. Chao.

–No puedes irte porque tu suerte está ligada a la mía. Si yo caigo, tú caerás conmigo.

–Espera, ¿me estás amenazando?

–No, pequeña. Pero si yo no consigo poner a salvo el cuerpo de Franco antes de que el gobierno abra la tumba, moverán cielo y tierra hasta encontrarlo. Y cuando revisen las grabaciones de las cámaras de seguridad de la basílica descubrirán que no actué solo. Estamos los dos en este lío. Y los dos juntos saldremos de él. Hay algo más.

–¿Qué más?

–No podemos irnos con las manos vacías después de todo. Si no conseguimos una recompensa, por lo menos intentemos vender las fotos y la noticia.

Subimos al coche, con el cuerpo decapitado en el maletero y la bolsa con la cabeza en el asiento trasero. José Antonio propuso pasar por su casa, quería coger su agenda para llamar a gente que según él podrían ayudarnos. Yo estaba desesperada, pero él tenía razón: si no resolvíamos aquel lío, lo pagaríamos los dos.

Mientras circulábamos por el paseo del Prado sonó un aviso en su teléfono.

–Lo que faltaba, ahora un viajero.

–No lo cojas.

–Si no lo cojo me penalizan. Es un viaje corto. Y nos cae de paso.

Paró en Cibeles y subió al coche un tipo barbudo, despeinado y con gafas de pasta. Extranjero, reconocimos en cuanto abrió la boca:

–Hola, amigas. Cómo estar.

–Un franchute, lo que nos faltaba –murmuró José Antonio.

–No es francés, es inglés –dije yo en voz baja–. Lo conozco, pero ahora no me acuerdo de su nombre. Es músico. Pianista, creo.

–Ya ser hora merienda, ¿verdad? –preguntó el tipo–. Fantástico invento español. Merienda, ohhhh.

–Qué gracioso –dijo José Antonio, y le habló a gritos y despacio, como a un tonto: ¿Tú-gus-tar-me-rien-da? ¡Ñam, ñam!

–Yes, sí, merienda. Comida fantástica en España. Churros, torrijas, calamares. Croquetas, oh my god. Amo las croquetas.

–En-Es-pa-ña-to-do-bue-no.

–I love España. Amo España. Aquí todo mejor. El tiempo, la gente, hasta wifi más rápido. ¡Y decís “güifi”! ¡Fantástico!

–Pues has conocido este país en horas bajas –por fin José Antonio hablaba normal–. Hemos sido un imperio. A los ingleses os dábamos para el pelo, eh.

–¿Esto ser Paseo Castellana? –preguntó el inglés señalando por la ventana.

–No, esta es la Avenida del Generalísimo –José Antonio me guiñó un ojo.

–¿Generalísimo? Palabra nueva. La apunto. Amo vuestras palabras. Chungo, mamarracho, tiquismiquis, generalísimo. ¡Soy un generalísimo! ¿Qué es generalísimo?

–Generalísimo hizo mucho bueno en España. Dilo, anda, ¡viva el Generalísimo!

–¡Viva el generalísimo! –repitió el otro, riendo.

Seguimos unos minutos en silencio, hasta que oímos un manoseo de plástico detrás.

–Ah, el Corte Inglés, amo el Corte Inglés –dijo el pasajero, y agarró la bolsa que estaba en el asiento trasero.

–¡Deja eso, guiri! –gritó José Antonio, y dio un frenazo. Me giré y vi que el pianista había abierto la bolsa. Sacó la cabeza, la miró con expresión entre asqueada y divertida.

–¡Doble coño! Qué cosa. Crazy. ¿Ya es Halloween?

Entonces cogió su teléfono y, juntando la cabeza a la suya, se hizo un selfie muerto de risa.

Más tarde descubrí que lo había subido a su cuenta de Twitter.

Siguiente capítulo: Le llamaban Billy

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