Los abrazos
Cada mañana, camino del trabajo, suelo cruzarme con muchas madres y padres que llevan a sus hijas e hijos a un colegio cercano. Es una representación social y cultural que se repite año tras año dentro del diseño de la vida de muchas familias y supone un recuerdo importante e imborrable de la niñez para quienes en el futuro serán adultos.
Me gusta comprobar la complicidad que existe entre ellos y los gestos que se regalan mutuamente, aunque a veces también es verdad que no todo es idílico y puede más el empuje de una niña de cinco años que el cansancio y la rutina de una madre de cuarenta. Aun así, es bonita esa imagen de dos personas cogidas de la mano y que comparten un estrecho vínculo de sangre en un mundo donde se acrecienta la necesidad de tener más bienes materiales y donde la sensibilidad y la empatía corren el riesgo de desaparecer.
Asociada a ella, está otra imagen, que para mí es fundamental y que muchas veces no valoramos ni apreciamos en su justa medida: el padre o la madre que abraza a su hijo o hija en el momento de despedirse a las puertas del propio colegio. Ese instante reproduce una conducta universal entre las personas, que conlleva multitud de efectos positivos para quienes se entrelazan de esa manera. Mi última referencia ha sido la de un padre que se agachó para estar a la altura de su hija, esbozando una sonrisa, mientras la rodeaba con sus enromes brazos, convertidos en las ramas de un roble donde los pájaros se posan con tranquilidad; a la par, la niña, con su pequeña mochila a la espalda y sus coletas rebeldes, se puso de puntillas y escaló la inmensidad del acantilado que era su padre hasta que logró extender sus pequeños brazos, aunque apenas le rodeó el cuello, y a continuación cerró sus ojos en un actitud de cariño expansivo, amor inquebrantable y ternura infantil.
Afortunadamente, todos los abrazos son distintos entre sí, a pesar de que se realicen de la misma manera. No hay un manual donde se establezcan las directrices absolutas que los rigen porque eso sería contra natura y rompería el cordón umbilical de su significado. Por el contrario, se trata más de un acto que se mueve entre la espontaneidad, que nace del corazón y como extensión física de este último y de la voluntad de estar interconectados para compartir sentimientos y estados de ánimo, aunque todo es matizable en el contexto en el que desarrollen, ya que también pueden obedecer a un estado preconcebido, un interés y hasta una falsa imagen exterior de cara a la galería. Su esencia radica en las propias personas, el momento en que se produce y el motivo y la necesidad de efectuarlo.
Si nos damos cuenta, su papel y su cometido son tan amplios que no hay un contexto en el que no estén presentes: desde el nacimiento de un hijo hasta el fallecimiento de un ser querido; desde una boda a un reencuentro entre amigos; desde los amantes que se despiden en silencio, pensando en la próxima cita, hasta los deportistas que disfrutan del triunfo que han conseguido, producto de su esfuerzo; desde los políticos que firman acuerdos hasta los militares que son recibidos en el aeropuerto por sus familiares, sin importarles los muertos que dejan detrás; desde los presos que recuperan su libertad, tras cumplir una larga condena y conscientes del tiempo vital que han perdido, hasta los hermanos que se dan una segunda oportunidad, olvidando los malos entendidos que los condenaron al ostracismo mutuo durante años; desde el inmigrante que abandona su aldea o su pueblo natal para enfrentarse a los peligros que conlleva llegar al primer mundo hasta las mujeres de un barrio cualquiera, que salen a la calle para celebrar la consecución de los derechos que antes se les negaban.
Y entre todos esos, los correspondientes a tu padre o tu madre son imprescindibles porque siempre tienen una connotación especial, ya que constituyen los ejes que te sustentan al mundo desde que naces hasta que te despides de ambos. A través de sus brazos, te transmiten el latir de su corazón, que es férreo en el día a día para llevar un plato de comida a la mesa familiar, pero también noble cuando se trata de aplacar tu angustia o para acompañarte en la exteriorización de tu alegría.
Con los años, uno se va haciendo más sensible y valora enormemente el potencial que encierra este gesto, que llega incluso a libertarte de malas decisiones que tomaste en el pasado o que, por el contrario, ni siquiera lo hiciste cuando tuviste una oportunidad clara, perdiendo el tren de la vida, que siguió en otra dirección distinta a la establecida.
Por eso, no se puede vivir sin abrazos porque son desde el bálsamo más reparador a las energías necesarias para darle sentido a todo lo que somos, pretendemos y queremos conseguir durante el tiempo que estemos en pie.
A muchos nos ha pasado que, una mañana, nos despertamos y comprobamos que ya no recibimos los abrazos de una o varias personas que para nosotros eran importantes. Es un instante extraño y doloroso porque deseamos algo básico que ya es imposible de conseguir. Entonces, surge la añoranza, esa peligrosa máquina de fabricar sentimientos basados en la ausencia o la pérdida de alguien que es insustituible. Por eso, cuando un abrazo desaparece es síntoma de que ya no está quien tanto nos llenaba o quien aportaba luz, seguridad, cariño, respeto, amistad y amor a lo que somos.
Yo perdí a alguien por el camino con quien antes me abrazaba y para mí era un gesto que hablaba por sí solo para transmitirle un mensaje. No hacían falta palabras porque las manos se encargaban de hacerlo de manera clara y limpia, lo mismo que las miradas. Ahora, solo tengo el recuerdo, pero eso es lo mismo que una lata de café vacía donde ya solo habita su olor.
Jamás olvides que esa ausencia mutua de abrazos equivale a dejar de pronunciar los nombres de dos personas en sus respectivas conversaciones habituales, tanto dentro como fuera de sus ámbitos familiares. Cuando eso sucede, la esencia de cada uno desaparece del entorno donde antes era importante y se difumina en el tiempo y en las hojas del calendario hasta que nadie vuelve a preguntar o comentar algo sobre ellas. Eso es triste y desolador.
Y recuerda siempre que un abrazo es un manto que reconforta tu alma y tu espíritu, te ayuda siempre que encuentras obstáculos y contribuye a afrontar grandes retos sin pensar que estás al borde de un precipicio. No renuncies a ellos porque tienen fecha de caducidad.
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