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Anomalías hispanas

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Viví en primera fila la ofensiva del PP de Aznar y sus aliados (especialmente mediáticos) contra el Gobierno de Felipe González. Era allá por los años noventa y tantos. Confieso que aquello era un juego de las casitas si lo comparamos con lo que viene ocurriendo en los últimos años. Estoy aturdido, desde mi vuelta (a pesar de los aspavientos de Coalición Canaria) al Senado.

Un PP extremoderechizado lleva cuestionando la legitimidad del Gobierno desde el mismo día en que triunfó la moción de censura constructiva, mecanismo arquitectural del régimen parlamentario racionalizado establecido por la Constitución que dicen defender. Y de la que se quieren apropiar.

Constitución que, en versión de un PP cuyos mayores de alianza Popular no votaron, se reduce esencialmente a Monarquía y unidad de España. Ni sociedad democrática avanzada, ni una España diversa, federalizada y solidaria, ni Estado social; porque ese fue el pacto que alumbró la Constitución y, dentro del mismo, la Monarquía.

Una monarquía parlamentaria, cuyo epicentro radica en el Gobierno y, especialmente, en su presidente. Que no es un mero primer ministro, ni un primus inter pares, sino el eje de un sistema político cuyas elecciones parlamentarias, a efectos prácticos, se convierten cada vez más en expresión de la preferencia ciudadana entre los candidatos a dirigir el Ejecutivo.

Todos los días acusan a Sánchez de estar dispuesto a todo para permanecer en el poder, incluidas numerosas concesiones a los que llaman “herederos de ETA”. A los que, por cierto, niegan la legitimidad parlamentaria obtenida electoralmente.

En este juego tramposo de la derecha, cuando el Gobierno saca adelante su programa político y legislativo progresista con el apoyo de “comunistas”, herederos de ETA, independentistas y gentes de mal vivir, son socios. Y cuando el PP se suma o vota con ellos para desestabilizar al Gobierno, cargarse el Presupuesto o la reforma laboral ¿qué son? ¿“coleguitas”?

Porque para esta derecha hispana no cuentan las políticas que han ido desarrollándose en estos difíciles años, cuya constitucionalidad nadie pone en duda: nuevos derechos, reforzamiento de programas sociales, reforma laboral, gestión de la pandemia (vacunación incluida), política económica y presupuestaria anticíclica, logro y gestión de los fondos europeos… Y un largo etcétera de actuaciones que sólo tienen en común el rechazo de una derecha hispana cada vez más extremoderechizada. Y, si me permiten, antipatriótica.

Es una cuestión de cultura o, más precisamente, de déficit de cultura democrática.

Siempre creí que muchos sectores de la sociedad que habían respaldado la dictadura franquista y sacaron provecho de ello se sumaron refunfuñando a la Transición por el desconcierto que les produjo la desaparición física del general Franco y porque su Régimen empezaba a no garantizarles la paz social social, es decir el control autoritario de las relaciones productivas y de las reivindicaciones de los trabajadores, desde el desmoronamiento del sindicato vertical “contaminado” por Comisiones Obreras.

Y eso que los aparatos represivos, criados y ensolerados por el franquismo, estaban intactos. Con buen criterio y la vista puesta en la cuenta de resultados de las empresas, convinieron por una sola vez con Marx en que con las bayonetas se puede hacer de todo menos sentarse sobre ellas.

Otra vez el trágico eslogan Spain is different. No hay nada parecido en el panorama de la Europa de la pandemia. Sólo, y lamentablemente, aquí.

Ese déficit cronificado consiste básicamente en que amplios sectores conservadores de este atribulado país creen que España son ellos y sólo ellos; que a España sólo conviene lo que a sus intereses conviene, que les pertenece el patriotismo y que tienen derecho, se supone que por sucesión hereditaria, a controlar las Instituciones españolas. Todo lo demás es una anomalía a corregir cuanto antes y como sea.

Porque la cuestión no es si Sánchez (es decir, el Gobierno progresista) está dispuesto a cualquier cosa para mantenerse en el poder; sino a qué no está dispuesta la derecha y su círculo de apoyos para recuperar como sea un poder que consideran una pertenencia particular.

A estas alturas no me inquieta particularmente, créanme, que toda esta estrategia culmine con éxito y se inicie un nuevo ciclo conservador, mejor ultraconservador y reaccionario.

Lo que me angustia son las consecuencias de este tipo de estrategias, llevadas implacablemente a la práctica cada día —sustentadas entre otros principios en el de que si la realidad no obedece a los funestos augurios y proclamas de la dirigencia conservadora, peor para la realidad— sobre una convivencia democrática trabajosamente cultivada en un país de pasado turbulento.

Porque ya se ha cronificado sin remedio la reacción de la derecha cada vez que pierde el Gobierno: que caiga España, que ya la levantaremos cuando recuperemos el poder. La lógica perversa de cuanto peor puedan ir las cosas para la ciudadanía de esa España a la que tanto dicen amar, mejor. Si eso sirve para tumbar al Gobierno.

Y, por cierto, puestos a hablar de con quién y a cambio de qué está dispuesto el PP a acceder y permanecer en los gobiernos autonómicos, ahora, y al Gobierno de España en un futuro, me da escalofríos. Que los primeros compases del flamante senador Feijóo no hacen sino agravar.

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