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Diálogo con la ausencia

José Antonio Martín Corujo

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¿No le pasa, a veces, que desea hacer algo pero no sabe qué? Y uno se irrita, se altera, en fin, que se le pone mal cuerpo sin saber por qué. A mí me pasa. Me pasa con los fines de semana. Me voy alterando a lo largo de la mañana de los sábados y, fácil, me dura hasta el domingo por la tarde, y si ese día juega y pierde el Atlético de Madrid, ¡ay mi madre!, entonces no estoy para María. ¿Qué te apetece que hagamos hoy? —me pregunta María, sin percatarse de que es sábado—. Y no me atrevo a responderle el yo qué coño sé, que siempre me trago. No porque tema su reacción, no. Es por el respeto de los muchos años de convivencia, usted ya sabe.

No sé si recuerda, supongo que sí, que María y yo nos fuimos de luna de miel el día de su boda con Panchito el marica. Sí, hombre, ella se dio cuenta, por el cruce de miradas entre él y el cura que los casaba, que ¡ay, ay, ay!, y en un arrebato declaró que yo era su amor. Y yo… ¿Qué iba a hacer? Actué como un caballero, me olvidé de las muchas veces que me había dicho: no muchacho, no ves que soy mucha mujer para ti. Y, aunque creo que tenía y tiene razón, me sentí el más afortunado del mundo. ¡Fíjese usted por lo que uno se siente afortunado! ¡Qué cosas! Claro que yo era el padrino, era el que tenía más a mano. ¡Suerte que tuve!

Me pregunta usted por don Andrés, el cura. Se hace usted de nuevas. Sabe usted como yo que renunció al sacerdocio y, aunque parecía ser más de pallá que de pacá, se ajuntó con Paquita la costurera. Por cierto, no sé si recuerda que ella fue mi novia, y la madrina en la boda de María. Se enfadó mucho conmigo por irme de luna de miel con María. Por cualquier tontería una mujer se te puede enfadar, y no hay quien la haga entrar en razón. Como yo le dije: ¿no es de caballero corresponder a una mujer despechada, si además es la más bonita del pueblo? Nada, nada, que estuvo casi medio año sin dirigirme la palabra, hasta que me pidió que fuera el padrino de su hijo Andresito, la viva imagen de su padre Andrés. Y ya usted ve, acepté y no le reproché que solo hubiesen transcurrido seis meses desde que dejamos de ser novios. ¿Ve la diferencia? Pues eso fue así, como se lo estoy diciendo, y yo, tocándome la frente, me callé.

Como le digo, se va poniendo uno de mal cuerpo, y suelta una patujada a cualquiera, sin que se lo merezca, solo por no saber uno qué coño desea hacer. ¡Cómo es la vida, Dios! No hombre, no, no me compare usted con Juan el taxista: el enojo en él es perenne. Como le digo, yo solo me pongo de mal humor los fines de semana, además ya casi es una costumbre. Lo contrario sería una sorpresa para María, y a ciertas edades, ¿qué quiere que le diga?, mejor dejar las sorpresas para Los Reyes Magos. ¿No le parece que, si la gente con la que habitualmente tratamos, tiene una imagen de uno, lo mejor es seguir afianzándola? Yo soy de esa opinión, y luego, en la intimidad, si quiero me pinto la boca. Pues sí, hombre, me alegra que usted sea de mi parecer.

Pues eso que usted me cuenta de don Andrés me coge de nuevas. ¿Dice usted que lo operaron del testículo derecho y que con la anestesia le aumentó el pene cinco centímetros? ¡Bendito sea Dios! ¿Y qué médico, dice usted, lo trató? Pues, hombre, tres mil euros no me parece mucho, si el resultado es como usted me dice. Perdone mi insistencia, no es por mí, es que tengo un amigo… ¿sabe si pueden operar a uno el testículo sin necesidad de que esté goro? ¿Y sabe usted si al operarse del izquierdo es mayor el aumento? No, hombre, no crea que a mí…, a mi amigo, quiero decir, le sobra el dinero, pero... para una cosa así siempre se puede buscar. Y dice usted que Paquita le dijo que mal empleado el dinero para el uso que le daban. ¡Hay que ver cómo son las mujeres! Estoy convencido de que esas cosas es mejor hacerlas en secreto, sin que ellas se enteren. Mira que ellas gastan y gastan y uno se calla, y usted hace una cosa de mucho fundamento, como la que hizo don Andrés, y le ponen el grito en el cielo. Cinco centímetros me dijo usted, ¿no?

Pues lo mismo le hago caso y los sábados salgo con María y nos tomamos una cerveza y una tapa en cualquier bar de por ahí y, tal vez, como usted dice, se me va esa desazón de no saber qué hacer. Claro que lo mismo a ella no le apetece, porque piensa que voy a estar de morros. Sí, sí, invitarla a dar un paseo por la avenida también puede ser buena idea, sin duda que sí. ¡Ño!, pero ahora usted me deja en la duda, en no saber qué es mejor, si tomarnos una cerveza y una tapa o dar un paseo. ¿Usted qué haría? Claro, claro, tiene razón, se pueden hacer las dos cosas, no había caído.

Pues si le digo la verdad, no sé. No sé qué me pasa con los fines de semana. Lo cierto es que María me pide que me levante tempranito para que vaya a comprar pan caliente —le gusta mucho con mantequilla—, que limpie el polvo de los muebles, que pase la aspiradora, que tienda la ropa en la azotea, que baje la basura al contenedor y que no suba a casa hasta después de dos horas: cuando esté seco el piso que ella fregará en mi ausencia. Al principio, todo ese tejemaneje me entretiene, no le digo que no, pero cuando la lluvia comienza bajo los sobacos, la espalda se queja y mis pulmones demandan más aire, me voy poniendo de un humor que poco me falta para subirme por las paredes. Claro, claro que eso lo podría hacer a lo largo de la semana, como usted me dice, pero ella empieza con el guineo de que hay que limpiar los sábados, y yo, por no oírla con la cantinela de que el señorito se pasa la semana de palanquín, me afano con la tarea sin chistar, pero encorajinado, y me voy amulando de tal manera que se me ofusca la mente y, el resto del fin de semana, me sumo en esa desazón que le he dicho.

Me dice usted que ya no escribe. Con lo bien que lo hacía, ¿por qué lo dejó? ¿Cómo que nunca dejó de ser escritor porque nunca lo fue? Ser humilde está bien, pero negar la evidencia..., hombre, no. Nadie aquí como usted maneja la prosa con tanto arte. Sí, sí, tiene usted razón al decir que la isla crea sus mitos inmaculados, devorando e ignorando a todos los demás. Como usted nunca se ha prodigado en el cenáculo de la vanidad y el autobombo, no figura en la nómina mitológica, pero sepa que a mí, y seguro que a más personas, usted nos ha hecho pasar buenos ratos con sus escritos. ¡Cómo quisiera, si fuera posible, ser amanuense de las muchas historias que usted nos ha dejado de contar!

No, no lloro. Me lloran los ojos de un tiempo a esta parte, una conjuntivitis, supongo. ¿Cómo iba llorar, con lo divertido que es charlar con usted? Su ausencia y su silencio no me molestan, bien sé yo que no es por su voluntad. ¡Ojalá lo fuera, ojalá! Con todo lo que usted me ha enseñado, que hasta sus gestos me regaló, ¿cómo cree usted que a mí, ahora, me puede molestar ser su voz y la mía? Lo que sí le pido es que no se ofenda si las palabras con las que me expreso por usted no son las más precisas, porque en eso nunca pasaré de ser un pretencioso alumno. No sabe usted cuánto he admirado la sencillez de su sabiduría y cómo maldigo a la envidiosa inquilina que en su mente un día se instaló para borrarle la memoria y la capacidad de aprender.

Sé que usted no soporta que hablemos y que me ponga las gafas de sol. Siempre le gustó verles los ojos a las personas con las que hablaba, claro que no lo he olvidado. Pero le aseguro que no lloro, es la conjuntivitis, como le digo. ¿Mi voz entrecortada, dice usted? Me ahogué con mi propia saliva, a veces ocurre, ¿a usted no le pasa? Ahora que lo pienso, no sé si esa ausencia que usted me muestra es la careta con que lo disfraza la maldita inquilina o es que usted decidió abandonar su viejo cuerpo —no me negará que siempre fue un poco presumido—, y se fue en busca de un mejor habitáculo.

Ya suena la campana, ¡cómo corre el tiempo!, ¿verdad? Casi sin darnos cuenta se nos ha ido la tarde y, como siempre, se nos han quedado un montón de temas que tratar. La próxima semana retomaremos nuestra cháchara y, como hoy, pasaremos juntos un buen rato, ¿verdad? No, sabe que no es ningún compromiso, ni que me sienta obligado. Yo siempre vendré, con gusto, porque hablar con usted me reconforta, me evoca los más lindos momentos que hemos pasado juntos y, ¿sabe una cosa?, que, a pesar de las circunstancias, usted me sigue enseñando. Es verdad, tienes razón, debemos tutearnos, como siempre lo habíamos hecho. Pero, ¿sabes?, es mi forma de ningunear a tu dichosa inquilina, que un día, espero, la medicina destierre definitivamente, y de venerar a tu mente ausente. No, no lloro, es el sol poniente que me agua los ojos, papá.

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