Espacio de opinión de Canarias Ahora
La amistad de la trinchera
Recuerdo a L. En el sillón de su casa hacíamos la revolución de las verdades defendiendo apasionadamente que existen múltiples realidades. Nos enfadábamos con el otro M., que se empeñaba en decirnos que “la realidad es sólo una”. Disfrutaba de esa pequeña cuota de poder que se adjudicaba molestando. Bajo el disfraz de la cresta y la ropa color negro, se nos hacía invisible su violencia. Defendíamos la trinchera levantando el puño frente al invasor… pero el enemigo no estaba fuera. Nos recuerdo a L. y a mí saltando del sitio: los brazos al aire como alzándonos ante un gol. Quizá si gritábamos más alto, quizá si lo decíamos más veces, la bandera que habíamos tejido con nuestros propios dolores nos defendería de otras invasiones.
Defendimos el derecho de expresar la diversidad imponiendo nuestra verdad, hasta que la diversidad se nos fue acabando, el enemigo exterior fue desapareciendo, y creció el monstruo que poco a poco fuimos alimentando. Los matices de “las verdades” se disolvieron en un único relato. Hace años que nos distanciamos y ahora nuestra verdad es objeto-razón que no da cabida a que puedan coexistir múltiples verdades.
El control del relato: dime cómo controlas el relato y te diré quién eres.
El otro día A., P., B., y varias más decían que se habla de forma agresiva para tener la razón. -“Eso se dice, ¿no?, es mejor ser feliz que tener la razón”- pero añadían luego, consensuando entre sí con miradas de asentimiento que a veces es mejor manejar la situación desde la asertividad para “tener la situación bajo control”. Vamos, utilizar un estilo comunicativo socialmente aceptado con la finalidad de manipular a las demás personas. Decían que es importante no utilizar un estilo comunicativo agresivo porque es importante comunicarse “bien”. Creo que lo que intentaban decir es que si te comunicas “bien” puedes conseguir más cosas, obtener más mérito y reconocimiento social. Me parece lícito querer llegar a las personas, lo que no compro son los fines que justifican los medios.
D. es una mujer explosiva. Narra una vida de sufrimientos y duelos. Sabe más que siete. En una interacción hace algunas semanas me miró de forma desafiante, levantó el tono, hizo aspavientos, se cuadró. La tenía a escasos 30 centímetros de mí. Conozco parte de su historia: pensé que podía llegar a soltarme una trompada. D. quería ejercer control sobre mí, quería anularme con su reacción. Dijeron que su comportamiento había sido violento. Que me había violentado, pero mi experiencia no fue de violencia. Me cuestionaron mi nivel de tolerancia y mi rango como facilitadora porque se faltó el respeto al espacio y al grupo. A mí me resultó más violento el examen de mi reacción. Creo que D. merecía lo mismo que cualquier persona: la compasión radical de que te miren y te vean. Que alguien te dé la oportunidad del afecto aún cuando estás buscando con tanto ahínco que te repitan lo que piensas de ti: soy mala, me comporto mal, merezco castigo.
Me sigue sorprendiendo lo violentados/as/es que nos sentimos ante estilos comunicativos agresivos pero cómo asumimos gustosamente la violencia que puede haber detrás de un estilo comunicativo asertivo. Las intenciones. Qué poco hablamos de las intenciones. Hablar bien es un mecanismo de defensa como cualquier otro, una reproducción de un código analizado y aprendido. Otro dispositivo de control. No conozco una sola estrategia, y no va a ser la comunicación una excepción, que no busque tener el control; eso es una cosa, y otra es querer ejercer control sobre las situaciones y personas utilizando estrategias. A esto se le llama históricamente manipulación.
V. no quiere que hablemos de nuestros malos entendidos. No existieron, dice. Creo que V. quiere tener la razón, y para eso me necesita donde estoy: sin poder verbalizar que soy un sujeto en la historia. No quiere ver que soy un sujeto y no un objeto. Me ha situado ahí: como un personaje más, un objeto de su gusto o disgusto, disponible a la crítica, merecedora de rechazo. Pero también me necesita ahí: disponible para sostener su estrategia de supervivencia y proporcionarle la aprobación indirecta que busca. El orgullo de poder trascender todo malestar. La ficción de poder con todo. La puerta está cerrada, pero la quiere entreabierta. Quiere la puerta entornada: abierta lo justo para escucharme, casi cerrada para no tener que verme. Toqué barrera. Para resolver esto, de tantas cosas, yo sólo creía necesitar dos: el conflicto y vos. Y donde no había un vos encontré un gran conflicto con mi yo. Con mi orgullo de poder trascender y la ficción de poder con todo. Avanzar supuso cruzar sola ese barranco. Entonces V. dejó de ser la responsable de mi malestar.
Dime cómo castigas y te diré quién eres: el vínculo entre cómo usamos el castigo y cómo ejercemos poder es total
Ahora dicen que el anti-punitivismo “está de moda”. Qué egolatría la de considerar que algo es importante y existe sólo cuando determinadas miradas observan el fenómeno. Donde curiosamente encuentro menos anti-punitivismo es donde hay más comodidades y facilidades para ello. Pero la cultura contra-castigo ha pervivido histórica y estructuralmente en las comunidades. Así, encontramos anti-punitivismo en los afectos que se priorizan ante un conflicto -en un momento en el que todo es conflicto, todo es abuso y todo es violencia- y también en las prácticas de las comunidades atravesadas por la opresión que no pueden permitirse perder un sujeto que aporta algo de lo que no pueden prescindir. Aquí donde sólo hemos visto indefensión también hay prevalencia de los afectos antes que el castigo a un coste muy elevado y cero reconocido.
El pasado 11 de diciembre, en el taller que facilité en la segunda edición del Laboratorio de Innovación Social Feminista de Las Palmas de Gran Canaria, compartía estas reflexiones:
Atender a las narrativas: reconocer cómo el dolor define lo que narramos. Laura Macaya, en las jornadas de Alianzas Rebeldes en Sevilla este 2025, decía que mi daño no es la descripción ni de lo que ha sucedido ni de la responsabilidad de las partes. Continuaba: “Lo mismo una víctima (que está muy dañada) no tiene que ser la persona que defina la política punitiva de un país”. En este mismo sentido: nuestro dolor no tiene por qué definir nuestro abordaje en la reparación de nuestros daños.
Prescindir de perfeccionismos: la víctima, la persona victimaria y la comunidad perfecta NO EXISTE. Es una trampa punitiva. Mirarnos y sabernos así, imperfectos/as/es y a veces inútiles a los fines que perseguimos. Esto liberará nuestros recursos y nos permite planificar.
Dejar de aferrarnos a la construcción del yo/nosotros/as/es que conlleva una otredad. Sin otredad no hay castigo. Sin esta dualidad no puede haber castigo. La dualidad consistente en segregarse por grupos de personas que merecen y no merecen castigo es la base del punitivismo.
Del “demonizar” a “humanizar”. Elías López, facilitador de procesos restaurativos en contextos internacionales de conflicto considera que “todo va de vínculos: los seres humanos somos relacionales. Un ser humano se humaniza o se deshumaniza en función de la relación con otros”. El peso de asignar la etiqueta monstruo, diablo, demonio, escoria o basura nos puede ayudar a sobrevivir y ponernos a salvo, pero hay que volver a mirarla desde otro lugar. Mantener esta etiqueta será el principal obstáculo para avanzar en un punto determinado de nuestro proceso.
Dedicado a mis amistades, que son las que me sostienen. A mi madre, por los más grandes daños y las mejores historias de reparación con ella.
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