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¿Para qué estamos escuchando?

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“No sé tío, todo tiene muchas vueltas”- Le decía a M. mientras estábamos en el suelo del Aeropuerto de Barcelona esperando nuestro vuelo de vuelta. Estuvimos cinco días de viaje y apenas hubo silencio entre nosotros cuando estábamos juntos.

Eso me encanta de la relación que tengo con M.: la seguridad de que hoy puedo estarme equivocando pero también permitirme tener criterio, estamparme de bruces o pasarme de ego. Quizá no es tanto eso como saber que puedo expresar mis incoherencias sin miedo a represalias o exigencias.

“Suelo común” me dió por llamarlo ahora.

Me resulta fácil encontrar vocablos y expresiones y usarlos en el momento adecuado. Pero hablar bien es un mecanismo de defensa como cualquier otro: una reproducción de un código analizado y aprendido. También las escuchas son distintas.

Las escuchas

R. lloraba a cántaros entre alivio y una gran melancolía por algo que tuvo y en algún momento dejó de tener: espacios donde poder expresarse sin miedo a las consecuencias. Se empezó a entrecortar su voz. Dijo “me emociono”. Al mismo tiempo, todo su cuerpo ilustraba cómo se desbordada una emoción contenida durante tiempo. “Perdón, perdón” -añadía- mientras brotaban de sus ojos lágrimas añejadas, olvidadas, enterradas pero resucitadas con el contacto de un espacio abierto al diálogo donde lo que más destacó fueron los interrogantes. Qué importante plantear la experiencia desde ahí: con criterio pero sin asumir la posesión de la verdad. R. intervino en el turno de preguntas. Pedía perdón, pero creo que era más un perdón por estar expresándose que por estar hablando. Expresando el dolor de estarse reconociendo amordazada en lugares donde los matices de “las verdades” se disolvieron en únicos relatos, donde sólo hay buenos y malos. Donde no tenerlo todo claro era una amenaza más que una ventaja.

J. tiene un don para la escucha. Es de esas personas que no interrumpe, que asiente con la cabeza, que se mueve lento, hace pausas y usa muy bien los silencios.

A., sin embargo, hace unos esfuerzos tremendos por escuchar; se le nota cuando habla, y se explica, y se explaya. Es de esas mujeres que ha tenido una vida de violencias y cuenta que cuando ella “llegó allí” era distinta. Cuenta que ha aprendido a escuchar, y cuenta que aún a veces le cuesta. Le entra el nervio recordando cómo se ponía. Te escenifica cómo era su movida: retuerce la lengua pa’trás mientras se le tensa el cuello, y alza la mano derecha como quien va a coger una pelota al vuelo, y mueve despacio el brazo izquierdo hacia detrás con el puño cerrado y te suelta un “Te cojo….”. Y ahí acaba. Se destensa. Afloja esa catapulta. Se relaja y sigue hablando. Se ríe. Se ríe porque ella fue así, y necesita recordárselo. Necesita recordárselo.

-“Yo ahora estoy bien”- dice mientras encoge los hombros, primero más despacio y luego más deprisa. Estaba realmente tranquila y serena. A. está realmente feliz, siente que ha hecho un gran trabajo. Ella dice que es así gracias a haber entendido a otras mujeres del grupo. Dice que ella llegaba “allí” desganada y comiéndose la cabeza porque no quería escuchar “los rollos de nadie”. Que ella era así, dice señalándose. Y cuando le ríen la gracia, ella se pone seria y dice “te lo juro”. Necesita jurarlo, ni ella misma se lo cree.

Dice que ella ahora es así porque ha entendido. Dice que ahora es feliz porque ha aprendido a escuchar. Pero le puede el nervio, le pueden las memorias, interrumpe y ocupa el espacio, casi como si no se pudiera saciar de que la escuchen una y otra vez. Así que parece que no escucha. Eso es lo que parece.

Una escucha que va más allá de entender

Dice Andrea García González, antropóloga y autora del libro “Calla y Olvida: violencias, conflicto vasco y la escucha vulnerable como propuesta feminista”, que hay un elemento común a todas las violencias que es la otredad -ese ser, cuerpo, mente, sujeto que encarna una experiencia vital- y que al ser algo otro -distinto, no yo, no mi, no nosotros/as/es, no normativo ni en la norma, fuera de lo normal- puede ser sujeto de violencias. Considerándolo como algo “otro” puede ser “inferiorizada, explotade, eliminade”.

Plantea que “la violencia estruja la vulnerabilidad de la otra mientras escuda la propia” y por eso una propuesta de la escucha vulnerable: una propuesta política y analítica sobre una escucha que puede llevar a reconocer la existencia de las violencias propias y en terceras personas que mueve, remueve e incomoda.

Sus palabras me llegaron como bala al pecho. Piel con piel con la experencia de personas en situación de privación de libertad, las experiencias personales entran en conflicto con saber que los castigos no reparan y el aislamiento no soluciona: ningún ser humano merece tortura.

Una va poco a poco calando cada vez más hondo hasta dónde ha interiorizado los discursos punitivos porque tanto las estructuras del poder punitivo que cuestionamos como en nuestras prácticas diarias hay una esencia común: la profunda creencia de que el castigo repara y educa.

La propuesta de la escucha vulnerable de Andrea va mucho más allá de la pretensión de ejercer poder y control en los relatos. Una propuesta valiente, necesaria y que no es permeable a la compasión fingida. Un lugar en el que aprender a estar y quedarnos para poder acompañar, sin intervenir, sin juzgar. Sin que nuestros privilegios y pulsiones más pasionales intervengan a través del disfraz en las narraciones de las experiencias. Una forma distinta de estar y de aprender: una disposición genuina a estar disponible a que lo que trae la comunicación nos mueva el piso.

Porque ¿de qué nos sirve la escucha que no interpela?

Dedicado a M., A R., J. y A. Agradecimiento a Andrea por dar voz a la existencia. Por hacer de eco, por resonar y hacernos de escucha a través de su historia.

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