Grezzi, pedaleando
A Grezzi le veo yo montado en bicicleta estos días de invierno, de mañanas frías, con abrigo y bufanda roja, melena enflaquecida y bigote al viento, por el carril-bici oficial. La bufanda roja ha de ser un distintivo estético/ideológico/invernal. Nadie dirá que vida y obra no se funden en Grezzi, el pedalear uno mismo y el haber propiciado que pedalearan otros, muchos otros, desde el despacho administrativo. Grezzi, como todos, necesita, necesitamos, solidaridad y compañía. No sentimos solos ante nuestros miedos, y el miedo de Grezzi sería que, después de haber asfaltado en rojo los carriles bici por el corazón de Valencia, los capitalinos pasaran de pedalear. Que pedaleara él solo, en soledad, como en la novela dantesca de Corman MacCarthy. La última revolución en Valencia, para lo bueno y para lo malo, la desencadenó Grezzi, pues nos procuró una bicicleta a cada vecino, real o idealizada, aunque muchos hemos hecho huelga de bicicletas y a otros les atemorizan los ciclistas por las calles. Los ciclistas y los patinadores. La revolución consistió en proclamar una radicalidad consagradora de la Naturaleza en la que se aspiraba a cancelar las máquinas con tubos de escape humeantes de cuatro ruedas y se encumbraban las máquinas blancas, primitivas, sostenibles, con dos ruedas y cadena y timbre, dominadas por las fuerzas físicas de las leyes de Newton. Pedalea que te pedalea. Sabido es que la vieja Naturaleza dejó de existir entre el XVIII y el XIX para ser sustituida por el mundo técnico, así como a la Madre Naturaleza la reveló en el escalafón la Virgen María. En los últimos años lo que ha habido es una gran devoción virgiliana por la Naturaleza extinguida, como si los humanos intentaran redimir el crimen cometido y quisieran velar su agonía, procurarle un final tranquilo, para congraciarse con su conciencia mientras ven en la tele una comedia de Santiago Segura. Hay mucha poética en esa figura del Grezzi velazqueño montado en la bici frente al brumoso frío mañanero, con su bufanda roja y el pelo a medio nevar, abrigo escueto sobre la piel, animando al mundo al pedaleo silvestre. El ecologismo no es más que eso: una lucha contra los últimos destellos de la extinción, una pasión en todo caso estéril porque ya digo que la Naturaleza murió hace muchísimo tiempo en su cosmogonia y en su funcionalidad, en los dos apartados, basta contemplar el mar lleno de plástico y a los peces nadando en granjas domesticadas. Las bicis de Grezzi la enaltecen, a la Naturaleza, pero me parece a mi que esto es como ir a escuchar cantos de pajarillos en el automóvil a la sierra Calderona antes de que el próximo incendio lo arrase todo, claro. Una Naturaleza para ir a comer el bocadillo y volver. Una Naturaleza en plan Buffalo Bill en su propia caricatura disparando por los circos europeos. La Naturaleza en una cápsula. Creció el burgo y menguó el bosque, y en nuestro caso crecieron las fábricas -pocas- y los edificios -muchos más- y menguó la huerta, el bancal y el olivo. Se encogió el mundo animal. El vacío lo viene llenando una nueva gramática, que es la ecologista: ya que nos hemos quedado sin bosque, construyamos la idea de bosque. Ya que se fue aquel paisaje donde jóvenes y mayores transitaban en bicicleta por los trigales, las viñas y los campos de arroz, silenciosos y lentos, allá una blanca ermita, más allá un buey de tiro, intentemos “atrapar” aquel instante que duró miles de años (instante sin bicis, pues aparecieron en el ochocientos). Aunque la cuestión hoy, con bosque o sin, es que el ecologismo, antes “elitista”, muy de “clase”, se ha hecho enormemente popular en esta postmodernidad de la postmodernidad, y encima la Naturaleza se ha convertido en mercancía, y de muy alta cotización, cosa que antes nunca había ocurrido. Así que el ecologismo ha permeabilizado las masas velando a la Naturaleza difunta e invocando a los dioses para resucitarla. Todo ese universo se funde en la figura de Grezzi pedaleando, recortado por la mañana que huele a lluvia, aunque después la idea y el ideal se estrellen contra la realidad, y el personal, que va a la suya, no abandone el coche cuando viene a Valencia ni para comprar un pirulí en los alrededores de la plaza del ayuntamiento. Así se explican los homéricos atascos en la calle Colón, y en Xàtiva, y en Quevedo, y en las Grandes Vías, y no se explica lo que aún pretenden algunos contra el concejal Carbonell, que es peatonalizar la calle Alicante, porque si “salvas” a los humanos de la calle Alicante de la refriega automovilística, condenas a los de Quevedo y etcétera, por algún lado ha de salir el personal de Valencia, dado que volar, no vuelan. Ocurre también, claro, que todo comienza en la mística, en la estética, en la belleza, en el ideal, en la figuración, pero después acaba en la calle, y entonces observas que las aceras del Ensanche están atestadas de camioncitos repartidores de mercancías, qué remedio, ya que el señor de la Coca Cola no puede aparcar en ningún lado. Todo ese patio circulatorio ha intentado nivelarlo la alcaldesa Catalá, incorporando la política reformista, pero me temo que somos rehenes de los otros, no de nosostros mismos, y sobre todo somos cautivos de nuestros antecesores. Grezzi fue rehén de Rita, que ya concibió los carriles bici, y Rita fue heredera de Ricard, que plantó los árboles en el Turia, y Ricard fue rehén de su antecesor y se encontró el cauce del río estupendo para llamar a Bofill y empezar con los arbolitos. Catalá anda encimada sobre todo ese pasado. Como en el arte, la política trata de abrir nuevos caminos bajo el peso de la historia reciente. Uno nació cuando en Cullera y en Benidorm apenas había un edificio alto, o tal vez ninguno, y aún había peces en el mar. No rodaban muchos coches, y los que rodaban tendrían problemas con el cárter o con las bujías. Virgilio estaba más cerca y Franco llenaba las cárceles. Pero estábamos con Grezzi, y uno quería exponer que igual que los humanos nos procuramos las palabras, Grezzi se procura la bicicleta, vida y obra fundidas, y nos la procuraba a los demás muy insistentemente. Cierto, un humano sin bicicleta es menos humano, se podría decir.
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