Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Bienvenidos a Hogeweyk, bienvenidos al paraíso
Hay un pueblecito en las afueras de Ámsterdam llamado Weesp y en él una especie de aldea llamada a su vez Hogeweyk. No es exactamente una urbanización ni un barrio, es una aldea, tal cual, pero tiene una peculiaridad que no tienen otras aldeas: todo lo que hay en ella es falso.
Me explico: Weesp tiene cafeterías y Hogeweyk también, pero las de Weesp son verdaderas y las de Hogeweyk falsas. Hay supermercados en este reducto, como en Weesp, pero también son falsos. No es que no haya cafeterías ni supermercados, pero los que hay no están abiertos al público 'en general', solo a los residentes, que a diferencia de los de Weesp, tienen todos una dolencia, sin excepción. Está, por decirlo de algún modo, reservado el derecho de admisión.
Ni siquiera los viandantes son residentes ajenos a esta comunidad de demenciados y enfermos de Alzhéimer. Sí, hay gente por la calle, pero son visitantes de los residentes o empleados sin uniforme. A cambio de esta impostura, Hogeweyk es un lugar tranquilo donde la gente pasea y charla.
Hogeweyk es una residencia para demenciados pero sin muros. Los pacientes viven en casas compartidas y pasean por la calle. Hacen una vida en común, en convivencia, sin reclusión. El gobierno holandés creó estas 'aldeas de la demencia' en 2009 y las hay ya en Australia y Noruega, países en donde proliferan las enfermedades de naciones 'ricas', como son las mentales. En Estados Unidos se van a crear este modelo de inclusión en donde los pacientes mantienen su autonomía en una apariencia de normalidad sin cerraduras. Falta les hace.
Visto desde fuera, hay algo de inquietante en esta 'aldea de la demencia' que inevitablemente recuerda al film 'El show de Truman', basado en la novela de Phillip K. Dick, 'Tiempo desarticulado'. Si recuerda a K. Dick, muy normal no puede ser, pero seguro que, pese a la pantomima, debe ser una experiencia mejor que vivir enclaustrado en una residencia con gente de uniforme mangoneándote todo el santo día.
Hace unos días, haciendo cola en un centro de salud para una extracción de sangre, viví una situación curiosa. Allí nadie estaba demenciado (al parecer) y todos nos habíamos dado cita para enseñar el brazo, armados de paciencia, pero en ese tiempo 'desarticulado' ocurrió algo. Una pareja joven esperaba como todas las demás, pero al recibir el código de barras para etiquetar la muestra no se colocó al final de la cola. Vamos, que se coló.
El alboroto que se creó era previsible, como previsible, por desgracia, fue la reacción energuménica de la parte masculina de la pareja. Todo acabó en un árido cruce de reproches, delirantes autojustificaciones e insultos que santificaron una vez más la máxima de que el matonismo funciona. Solo hay que echarle cara, aunque en este caso hubo un añadido. El añadido que zanja cualquier discusión. Cuando el fulano quiso zanjar el asunto, se dirigió a la señora más belicosa y le espetó un “ojalá defendiera España como la cola”, una variante del patriotismo chungo que cierra todos los debates. Y, efectivamente, quedó zanjado.
No voy a comentar aquí que el patriotismo, parafraseando a Samuel Johnson, es el refugio de los que no guardan cola (y de los que no pagan impuestos y de los que canean a los emigrantes), pero sí que esto de las 'aldeas de la demencia' no es un mal invento en el fondo y que en una de ellas, la extracción de sangre, me imagino, se reduzca a tomar una muestra de sangre y no de bilis.
Ítem más. Chupinazo de Santander. Banderas palestinas. Agua volandera, botellas volanderas, mástiles rotos. Mucho viva España, la palabra que lo zanja todo. La fachada del Ayuntamiento con la bandera de Ucrania (recogida) durante meses. La Policía, muy en su papel, pidiendo a los abanderados que se retiren para no estropear la fiesta. De nuevo, el agresor protegido, no sea que se empodere más. Y que no pare la fiesta...
Que no pare la fiesta en la calle Río de la Pila. Semana Grande, noche de viernes. Un joven saca al balcón de un primer piso una mesa de DJ para amenizar la noche. Dos horas. La calle a rebosar por la multitud, encantada. Los que querían dormir, menos. No hubo argumentos disuasorios al DJ, visto el concierto. Aquí no hace falta invocar a la patria. Viva el vino y las fiestas.
Añoro, sin conocerlo, Hogeweyk: sus calles limpias y sin coches, sus vecinos amables, sus atentos dependientes, paseos matutinos, vespertinos y nocturnos, largas conversaciones bajo un tamarindo, ausencia de tiktokeros, tribus ebrias y reporteros de televisión; en contrapartida, el sol, mucho sol, y buenos alimentos. En fin, un paraíso.
O un paraíso al revés. Un Hogewyk de calles con contenedores quemados y botellas vacías, de banderas y mástiles rotos, de bronca en la cola del pan o del dispensario, de fake news y bulos, de escuelas con puños de hierro como recurso formativo y clase de linchamiento como optativa, una aldea en donde impere el orden con policías inapetentes con barba de tres días y gafas de espejo y autoridades inexistentes.
Y fuera el resto, que alguno quedará.