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Catorce espinacas y un hombre triste
A lo largo de su carrera artística había hecho todo lo contrario a lo que se supone que hay que hacer. Es decir, un pintor debería respetar ciertos pasos: comenzar copiando lo que ve, dominar la técnica y, con el tiempo, dar el salto a la abstracción y reflejar en el lienzo los misteriosos paisajes de la mente y del espíritu. Los cuadros de Noelia Luque, sin embargo, habían estado compuestos desde su infancia por extrañas formas que nada parecían representar. Jamás pintó un árbol, un rostro o una manzana. Pese a todo fue desde muy joven una artista muy cotizada, a la altura de los grandes maestros de generaciones precedentes. Ella no podía evitar sonreír cuando calificaban su obra de enigmática y, al tiempo, le pedían que desentrañase ese misterio explicando qué había querido decir con cada uno de sus trabajos. Si lo explico, decía ella, la obra dejará de ser enigmática y si no hay enigma no hay cuadro. Sobre su pintura más famosa, titulada Catorce espinacas y un hombre triste, se escribieron dos ensayos y una novela. Además, un joven estudiante de la Universidad de Bellas Artes de Madrid realizó su tesis doctoral sobre ese cuadro. Ella puso ese nombre al azar. Lo podría haber titulado El despilfarrador de alfileres, o La corteza del cielo minusválido, o Manual para oxidar sin aire un corazón. Pero lo tituló Catorce espinacas y un hombre triste y el cuadro, que según su criterio estaba compuesto por formas igual de aleatorias que las que conformaban el resto de sus lienzos, la catapultó sorprendentemente a la fama cuando un coleccionista lo compró en una feria de Berlín e insistió en pagar por él catorce veces el precio que su galerista había marcado.
Según los expertos sus obras parecían siempre a punto de querer decir algo, de tal modo que quien las observaba se enfrentaba a ellas como si retasen su inteligencia. Ella, en realidad, nunca creyó que sus cuadros quisieran decir alguna cosa en particular. Alguna vez, en un ejercicio de sinceridad, explicó todo eso a los periodistas pero dio igual porque los críticos siguieron insistiendo, como si supieran mejor que ella misma lo que sus pinturas querían decir, que sus cuadros no eran otra cosa que una sutil e inteligente red de mensajes cifrados. Delicadas botellas con secretos ocultos lanzadas al mar del inconsciente y la incomprensión, llegaron a decir. El caso es que Noelia Luque, un poco cansada de tanto misterio, decidió dar el salto al realismo, algo que ni en su más tierna infancia había practicado. Quiero aspirar a crear copias tan idénticas a la realidad que no quede resquicio alguno para la interpretación, dijo en una entrevista concedida a un prestigioso periódico italiano. Lo mío, afirmó, va a ir mucho más allá que el hiperrealismo.
El primer cuadro de esta nueva etapa lo hizo de su propio televisor, un flamante modelo coreano extraplano de setenta pulgadas. Lo tituló Full HD. Al cabo de una semana la pintura estaba ya casi terminada. La obra era de una perfección absoluta, hasta el punto de que hubiese sido imposible distinguir el original de la copia si no fuera porque la copia estaba encerrada dentro de un lienzo y, además, no se podía encender. La propia Noelia Luque estaba sorprendida por el resultado pero se sorprendió más aún cuando, tras dar la pincelada definitiva que concluía el trabajo, se dio cuenta que había desaparecido el verdadero televisor de su salón. No pudo evitar sobresaltarse. Desconcertada, se sentó en el sofá a mirar el cuadro y meditar en lo sucedido. Vaya, pensó tras reflexionar varios minutos, debería haber pintado un electrodoméstico de menos valor, la tostadora por ejemplo. Para salir de dudas probó a pintar un jarrón que no le gustaba demasiado, una pesada cómoda de la que se quería desprender y la foto de su ex marido. Todos los objetos desaparecieron al finalizar cada uno de los cuadros y todos los cuadros brillaron con una luz especial, como si la realidad hubiese quedado atrapada en su interior.
Su nueva etapa pictórica fue un éxito absoluto. Su fama se multiplicó y Noelia Luque, aunque estaba encantada con su popularidad, renegaba públicamente de ella, como si le molestara. Y cada vez que despreciaba su fama o fingía sentirse incómoda por el halago de un crítico se sentía ella un poco más importante por ser capaz de rechazar públicamente algo que todo el mundo deseaba. En un ataque de megalomanía estuvo tentada de pintar la estatua de la libertad, solo para comprobar si la fuerza de sus cuadros era capaz de engullir algo así. Pero nunca se atrevió. Sí pintó, en cambio, la casa de un vecino, que le estropeaba las vistas a la playa y que, además, le caía muy mal. Las vistas desde ese momento fueron estupendas y solo tuvo que padecer, a cambio, acampadas ocasionales de peregrinos ufólogos que teorizaban con la posibilidad de que la vivienda hubiese sido abducida por una civilización extraterrestre. Su pintura era un arma mortífera que ella podía utilizar sabiendo que jamás sería descubierta y eso le hacía sentirse muy poderosa.
Noelia Luque no estaba preparada, sin embargo, para que su obra dejara de ser considerada importante. Y cuando eso sucedió ella, que nunca esperó que pudiera ocurrir algo así, entró en una grave depresión. Una nueva generación de críticos la acusó de haber sido una pintora vacía en su primera etapa y sin ideas en su época Full HD. Sobrevalorada era la palabra más repetida. Cada vez que leía una crítica así ella sentía que le arrebataban no la fama y el prestigio sino el mismísimo oxígeno. Sufría de ataques de ansiedad y no sabía qué responder cuando la felicitaban por haberse logrado desprender de esa notoriedad que tanto le irritaba. Sus cuadros dejaron de venderse y su nombre, cada vez menos cotizado, dejó de aparecer primero en la prensa general y, más tarde, en la especializada. Desesperada y enfurecida entró una mañana al Museo Nacional y comenzó a copiar su cuadro más famoso. Trabajó sin descanso durante dos semanas, sin que nadie la reconociera y sin que ni una sola persona se detuviera delante de su obra más emblemática. Cuando por fin dio la última pincelada a la copia, alzó la vista del lienzo y comprobó con satisfacción que el original había desaparecido. En la pared del museo había un gran vacío en el lugar en el que antes estaba la pintura. Noelia Luque dio una gran carcajada. Aspiraba a que la misteriosa desaparición de Catorce espinacas y un hombre triste fuera un acontecimiento de repercusión internacional que relanzara su carrera. Pero nadie pareció darse cuenta de la desaparición. Pasadas unas semanas ella misma tuvo que escribir una carta anónima al periódico denunciando lo sucedido. La dirección del museo se limitó a mostrar públicamente su alivio en un comunicado porque la inexplicable desaparición había afectado, por suerte, a una obra menor y prescindible. El director, bromeando, llegó a decir que les habían hecho un favor porque habían planificado retirar Catorce espinacas y un hombre triste de la exposición permanente y los almacenes estaban saturados. Noelia Luque, incapaz de convivir con su insignificancia, decidió entonces realizar su cuadro definitivo, una obra sobrenatural que dejaría con la boca abierta a los críticos de todas las generaciones venideras y la convertiría en una artista eternamente admirada. Así que se encerró en su estudio, preparó con cuidado la paleta con las mejores de sus pinturas, colocó un gran lienzo frente al espejo y comenzó a pintar con decisión su autorretrato.
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