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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El silencio más atronador

Sanitarios trasladan a una anciana a una residencia de Cantabria.

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El silencio público sobre lo ocurrido este último año en las residencias de personas mayores parece estruendo. Es inaudito que no estemos asistiendo a un debate público vigoroso sobre una situación dramática que se traduce en que 1.899 personas mayores que viven en estas residencias se han contagiado del virus y en que, de ellas, 276 han fallecido (el 51,2% del total de muertes en Cantabria).

El silencio, que es estruendo, pareciera sugerir que esto ha ocurrido por un problema de edad, que, claro, entiéndase que son personas mayores y que, como tales, son muy vulnerables a estas cosas de la pandemia. Pero lo cierto, es que el porcentaje de la muerte (ese que oculta rostros, vidas, anhelos, potencialidades) no deja lugar a dudas. La inmensa mayoría de fallecidos en Cantabria atribuidos a la pandemia del Covid-19 corresponde a personas mayores de 60 años (el 96,8% de total, o dicho de otra forma 522 almas de las 539 registradas a 13 de marzo), pero las cifras sin comparación no explican casi nada. El porcentaje de personas mayores de 60 años que viven en sus hogares y que han muerto en este primer año es del 0,12%. Sin embargo, un 14,53% de las personas infectadas en residencias terminaron falleciendo, la mayoría sin pasar por una UCI. La conclusión es clara: no han muerto por ser mayores, sino por vivir en una residencia.

Una vez dejado claro este punto, no se trata de demonizar a las residencias y menos aún de culpabilizar a su personal, gente que se ha dejado la vida en este año a pesar de las precarias condiciones laborales, la alta rotación y la falta de equipos y apoyos para enfrentar la situación. El silencio, en este punto, también abruma.

La revisión radical del modelo de Cuidados de Larga Duración (CLD) en España debería ser asunto de Estado, algo tan importante, como mínimo, como la reactivación de la economía o el regreso del turismo. Si no está a ese nivel, este país y esta región habrán demostrado un nivel de deshumanización insoportable. Hay tres elementos a tener en cuenta: el modelo, la gestión y la comunidad.

Somos herederos de un modelo industrial de residencias de mayores. Tanto su escala (enferma de elefantiasis), como su diseño (hospitalario), como la administración (industrial) atentan contra la idea de la atención centrada en la persona y apuestan por la eficiencia en la ejecución de tareas y de presupuesto. También heredamos un modelo extraño en la que los centros geriátricos no son parte del sistema de atención primaria en salud. Lo que ocurre cuando una persona se traslada a una residencia es que cambia de domicilio, no que se ausente del mundo. Por tanto, debería ser el centro de salud más cercano el que atienda sus necesidades en esa área y, en todo caso, el personal sanitario de la residencia debería ser parte de un sistema coordinado que garantice un atención adecuada, cercana e inmediata. Parte del drama con la pandemia es que las residencias parecen hospitales, pero no son hospitales.

También deberemos evaluar el modelo de gestión. España, y Cantabria, que ha presumido de su modelo de gestión pública es el reino de lo concertado, con plazas en residencias que pagamos –o subsidiamos- con los impuestos de todos y con la fiscalización de casi nadie. Una fiscalización que más allá de vigilar el gasto, debe comprobar que los derechos humanos de las personas residentes se respeten y promocionen.

Hace unos días, en uno de los municipios de Cantabria, me contaban algo revelador. En la residencia de mayores del pueblo, hasta septiembre, no se registraba ni un caso de Covid-19. El geriátrico estaba en manos de una empresa familiar que cuidaba los detalles. Después, al ser vendida la residencia a una multinacional que suma cientos de ellas, entró el virus y arrasó, con decenas de infectados entre residentes y personal, y, al menos, nueve muertes.

Es decir, que el modelo de gestión de las residencias importa, y mucho.

El tercer elemento a tener en cuenta es el papel que juega la familia, los allegados y la comunidad de la persona mayor en el modelo de Cuidados de Larga Duración. Siempre que sea viable, la persona mayor debe disfrutar el derecho de vivir en su hogar el máximo tiempo posible. Necesitar ayuda a lo largo de la vida es algo que inicia con el nacimiento y se extiende hasta la muerte y vamos adaptando casas y ritmos vitales para hacerlo posible. La “delegación” de los cuidados de nuestros familiares en una residencia es irresponsable e insolidaria. Una cosa es que la persona viva allí porque necesita de cuidados especializados o porque en el hogar no puede garantizar todo lo que ella necesite, y otra es que entendamos que, una vez interna, nuestra única responsabilidad es ir de visita los fines de semana. La ruptura del vínculo familiar y de amistad es la ruptura con la vida. Es la comunidad la que debe corresponsabilizarse en los cuidados de larga duración de las personas mayores, al igual que lo debe hacer con personas que viven con alguna discapacidad o con cualquiera que necesite dejar su casa para vivir en un centro de cuidados público o privado.

No estamos abordando el debate y el silencio nos hace cómplices, responsables, incluso miserables. Este no es un asunto de inspectores, técnicos o gerentes de residencias. Este es un asunto de toda la sociedad. Como nos recordaba Lourdes Bermejo hace poco, “una sociedad avanzada es aquella que cuida a todos sus miembros”. De ser así, vivimos un atraso tan monumental como el silencio en el que hemos dejado morir a tantas y tantas personas. Hay 276 vidas con nombre, rostro e historia que hemos perdido en el primer año de la pandemia y, lamentablemente, parece que esa catástrofe no nos ha servido para mejorar como sociedad. El debate no debería ser si habrá Semana Santa, sino si somos una sociedad decente que asume sus responsabilidades.

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