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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

No es Walden

Un pueblo en la comarca de Liébana, con los Picos de Europa al fondo. |

Patricia Casado

El fin de semana pasado fui al pueblo, a uno de mis pueblos. Yo es que no soy de pueblo, soy de pueblos. Podía haber heredado un imperio o un piso en El Sardinero que me rentara, pero tuve suerte y heredé un pueblo de padre, un pueblo de madre y emparenté con un señor con pueblo. Pues en uno de ellos he pasado el fin de semana. Es un pueblo pequeño, muy pequeño, pero, a pesar de ello, tiene dos barrios: el Barrio de Arriba y el Barrio de Abajo. En el Barrio de Abajo está mi casa. Allí vamos y allí nos encontramos a los cuatro vecinos que viven a diario: dos adultos, una niña y una anciana flaca y lista, como son casi todas las ancianas de esa zona.

Pues resulta que me llevé de acompañamiento 'Un año en los bosques' de Sue Hubbell. Un libro que pertenece a un movimiento literario llamado Nature Writing y cuyo padre espiritual es Thoreau. El Nature Writing es algo muy norteamericano que consiste en que estás que ya no puedes más con la vida y te vas solo a las montañas. Y allí, ante la mismísima inmensidad de la naturaleza, en lo más profundo de esa hostilidad tan natural, te transformas en un ser mejor y te sitúas correctamente en el lugar del mundo que te corresponde.

En el libro de Sue Hubbell, además, esto lo hace una mujer de 50 años, con sus crisis y sus cosas. Pensé que lo leería en una tarde, parecía uno de esos libros confortables y de algodón de azúcar que, de vez en cuando, se necesitan leer, pero no. Al final he tardado un par de días porque vas disfrutando con detenimiento de los ácaros que tienen en las orejas las polillas, del increíble mundo de las abejas, de las serpientes, las arañas o de los problemas que te dan las motosierras cuando vas a cortar un árbol.

Y termino el libro y pienso en las veces que he querido mandar todo a la mierda e irme a vivir también a las montañas, a ese pueblo pequeño y frío, por ejemplo. Y tú, tú también lo has pensado alguna vez, lo sé. El mundo se divide entre la gente que no se ha imaginado nunca ordeñando una vaca para tener leche en el desayuno y la que ordeñaría la vaca y acompañaría el tazón de leche con una tostada de pan recién horneado en casa, con su mantequilla casera y su mermelada de mijuelos embotada una tarde lluviosa de verano.

Y almacenaríamos leña para la llegada de invierno y haríamos bolas para cuando el ganado esté en las cuadras, comeríamos lo que la tierra nos de, ay, esos tomates que no encuentras en ninguna cadena de alimentación. Y lechugas y patatas para todo el año, manzanas que bien estiradas en el desván aguantarán meses. Y sacaríamos miel de nuestras colmenas. Y charlaríamos un poco antes de cenar con los vecinos de esto y de aquello, de nada importante. Y recogeríamos cada día los huevos. Pasearíamos entre montañas fijándonos, como Sue Hubbell, en los animales que nos rodean y en sus comportamientos. Y oleríamos, respiraríamos y, en fin, viviríamos la vida que queremos vivir. Haríamos nuestra la teoría del decrecimiento y ya no usaremos más que lo necesario. Y bajaremos al mercado a vender nuestros sanos y ricos productos naturales. Y así, con dinero, podríamos seguir viviendo otro poco más en libertad.

Pero luego veo a los vecinos de mi pueblo, a los de mis pueblos, y me pregunto qué dirían si les contara que quiero ser como Sue Hubbell y Thoreau e irme a una cabaña sola a vivir, a fundirme con la naturaleza. No me dirían nada, claro, pero seguro que ponían esa cara que se les queda cuando llegamos el viernes vestidos como para escalar el Everest y les contamos que venimos a disfrutar del pueblo el fin de semana porque, uf, que estrés en la ciudad, de verdad. Ah, y que les vamos ayudar en todo lo que haga falta, que cuenten con nosotros. Esa cara que ponen.

En dos días les veo mover ganado de aquí para allá, hacer el huerto, cerrar praos o empezar con la hierba. Y cortando leña nadie parece tan lumbersexual como imaginé. Y se han muerto ya cuatro colmenas y todo está seco o está lloviendo demasiado. Y en casa no hay calefacción y la chimenea siempre puesta. Y esas cosas que pasan en los pueblos de Cantabria, mierda, ya veo que esto no va a ser como Walden en Massachusetts .

Así que llega un momento en que me canso de tanto trabajo y decido volver a casa, sacar una silla a la calle, abrir una cerveza y ponerme a leer otro rato sobre lo bonito que sería vivir en comunión con la naturaleza. Y cierro el libro y, no sé cómo, empiezo a pensar en la larga ducha que me voy a dar cuando llegue a casa con ese jabón nuevo que me he comprado y que huele tan bien y al salir me echaré en las piernas la hidratante con color del Mercadona que me queda divinamente. Y, joder, sé que tampoco voy poder ser Sue Hubble; tampoco ella esta vez. Por supuesto, tampoco podría ser mi fuerte y maravillosa vecina a la que veo acercarse a casa, arrastrando ya los pies, para preparar la cena. Y me mira, me sonríe, me pone esa cara con la que me miró el viernes al llegar; con razón.

Y sigo leyendo.

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