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En primera línea contra el fuego en una comarca que arde una y otra vez: “Niño, saca el chisquero que estos ya se van”

Bomberos apagando un fuego iniciado por la noche.

Diego Cobo

Pisueña —

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Una docena de bomberos forestales enfundados en trajes amarillos espera la llamada improbable. El último incendio lo extinguieron hace dos días, pero esta tarde aletargada comparten merienda y conversación mientras miran las alertas de reojo. En cualquier momento se marchitará el nivel 2 y regresarán a sus labores ordinarias, a sus horarios ordinarios y a su vida ordinaria, si es que apagar fuegos en Miera-Pisueña, la comarca que más arde en Cantabria, es una tarea excepcional. 

Los bomberos que aguardan esa llamada cada vez más improbable en Vega de Villafufre —las nubes oscurecieron el cielo, el viento paró y los incendiarios saben que el monte no arde bien— dicen que sofocan llamas unos 120 días del año, aunque si se encadenan meses sedientos, el número de días apagando incendios se hincha con facilidad. Uno de ellos dice que esta zona debe de ser líder en incendios o en superficie quemada. Un compañero, entonces, interviene: “O las dos”.

Ambos tienen razón: Miera-Pisueña encabeza ambas estadísticas. El Plan Estratégico de Prevención y Lucha contra Incendios Forestales (PEPLIF) atribuye a la zona ‘Interior Oriental’, que abarca los valles de Pas, Pisueña, Miera y Asón, el 44 por ciento de los incendios entre 2016 y 2021, trece puntos más que ‘Interior Occidental’, compuesta por Nansa, Saja y Besaya; al mirar la superficie quemada, la diferencia se dispara: 58,5 por ciento frente al 27,5 por ciento.

La nave en Vega de Villafufre es fría. Dos camiones cargados con 3.000 y 4.000 litros de agua duermen con el motor apagado, el depósito lleno y las mangueras enrolladas. Una hilera de desbrozadoras se descuelga de la pared. Y trajes, batefuegos, chaquetas y botas de río. El corrillo de hombres está comandado por un veterano capataz que observa, calla y debe de otorgar porque solo abre la boca para refrescar una anécdota. Al finalizar las labores de extinción, recuerda un compañero, la cuadrilla se subió a la camioneta y, antes de abandonar la zona, escuchó la voz firme de una paisana que él reproduce antes de volver a ausentarse: “Niño, saca el chisquero que estos ya se marchan”.

El resto de bomberos son más jóvenes. Se ponen el casco, la linterna, el cubrecuellos. Les toco las perneras y las botas durísimas. Miro estos camiones salvajes y sus detalles: ruedas de monte, carrocería resistente, surtidores que escupen menos agua y con más presión que los camiones urbanos. Carlos es locuaz. Gabriel y Aurelio también. A Alfredo, que estos días está de libranza, me une la tecnología. Yo le escribo y él me cuenta, yo le respondo y él me resuelve dudas: esa es la dinámica. “Porque el tiempo ahora mismo no lo deja arder y los incendiarios lo saben”. “No ven venir el problema que vamos a dejar en herencia a nuestros hijos”. “Se está escapando la temporada de puntillas, yo creo que como se den las condiciones óptimas se va a armar”.

Pero ahora, en esta fría nave donde se cuela alguna reivindicación laboral, la tarde transcurre entre conversaciones y una merienda a la que me resisto y me acaban endilgando. Los bomberos en guardia, me digo, tienen el don de la fraternidad. Así llega la noche y las lluvias y la expectativa de que una llamada les levante del asiento y corran hacia las camionetas aparcadas en la puerta con sus equipos y la incertidumbre se marchita definitivamente. 

Hoy mascarán el bocadillo sin que se les indigeste con la primera bocanada de humo. Hoy el hambre no les morderá el estómago ni les hará desfallecer, como aquella noche en la que a dos de ellos, en nivel 1 de guardia —siete días, 24 horas localizados, 15 minutos en el punto de encuentro— una llamada les sacó de la cena en sus casas y el amanecer les agarró luchando contra el fuego y el ayuno. Pero hoy no les llamarán: no se someterán a las altas temperaturas ni a la autoridad del agente forestal, director de extinción. Tampoco el calor exagerado les envolverá el cuerpo, que cubren con unos monos que, a la vista y tacto, no parecen demasiado sofisticados. Ellos lo matizan: son ligeros para trabajar doce horas seguidas y sentir el calor que les sirve como indicador de riesgo. 

La inmensa mayoría de incendios los apagan en un cuerpo a cuerpo, ya que los montes escarpados apenas permiten acercar los vehículos autobomba a pesar de que logren llevar el agua a cientos de metros empalmando mangueras. Así, su trabajo de extinción no requiere más instrumentos que esas palas de metal y goma con la que golpean el suelo y agotan el oxígeno. Es una danza con ese fuego de baja intensidad que arrasa el ecosistema de matorral. Este tipo de incendios, además, determina la altura de las llamas, aunque el sempiterno viento sur que enciende deseos incendiarios a veces ponga a los operarios en serias dificultades: “Con mucho viento a veces no te tienes ni en pie. Normalmente siempre actúas, pero hay otras veces que hay que esperar. Es un riesgo controlado”.

Un riesgo controlado: los bomberos aseguran que los guardas forestales no les ponen en riesgo y, si las llamas están a merced de las caprichosas ráfagas de viento, ellos retroceden. Porque el fuego corre más y, a pesar de tener claras las zonas de evacuación y definida una estrategia previa, puede existir riesgo de atrapamiento, como aquellos incendios de Zamora en el verano de 2022 en los que Gabriel trabajó como voluntario y donde quemaban franjas alrededor de los pueblos para que el fuego saliera intencionado y no entrara desaforado. 

Entonces murieron cuatro personas y ardieron 30.000 hectáreas, tres veces más de lo que se quema en Cantabria en un solo año. Pero aquí ya han ardido cabañas ganaderas debido al estado de abandono del campo, a la ausencia de relevo generacional, a los matorrales que llegan a las puertas mismas de los pueblos y las zarzas que trepan por las paredes. Aun así, los fuegos apocalípticos que arrasaron la Sierra de la Culebra o California no son propios de tierras húmedas donde los incendios se concentran en invierno. Pero a lomos del cambio climático, esa amenaza se puede hacer palpable: “Llegarán”.

Cambio de percepción

Cuando yo era niño, tenía un libro interactivo titulado El fuego, ¿amigo o enemigo? que explicaba cómo los seres humanos “robaron” el fuego a la naturaleza para domesticarlo. Aquel instrumento educativo hacía un repaso por el universo del fuego, la mitología, el uso en la cocina o las tres condiciones —oxígeno, calor y combustible— que posibilita un incendio. En las zonas donde el uso del fuego siempre ha sido común su presencia no suele alterar los ánimos de los habitantes. 

Los bomberos de Pisueña saben que los paisanos “de Sarón para arriba” no llaman a emergencias si ven algún foco. “Y si llaman”, matizan, “es que no son de aquí”. En esas cuestiones básicas nos educaron a los niños de los años noventa, una década en la que empezó a cambiar la percepción después de los nefastos incendios que reventaron los indicadores. Solo en los dos años más nefastos de la década, 1985 y 1989, ardieron casi un millón de hectáreas en España, es decir, dos, tres, seis y hasta diez veces más hectáreas que durante el mismo período en las dos décadas anteriores.

El que da lumbre al monte suele hacerlo de noche porque sabe que es cuando se nos complica la extinción

Aquellas catástrofes impulsaron la campaña Todos contra el fuego, cuyo éxito fue contundente. “Pero también fue un poco perverso: empezamos a ver el fuego como algo malo, cuando hay un tipo de fuego que no es destructivo”, explica ahora Jorge García, técnico de Capacitación y Operaciones de la Fundación Pau Costa. Este cántabro con amplia experiencia en incendios dice que el fuego comenzó a prohibirse, y eso se tradujo en que su uso tradicional para “domesticar” y “fabricar” paisajes pasara a la clandestinidad. 

El ganadero que regeneraba pastos, pues, empezó a quemar de noche, tratando de calcinar la mayor superficie posible de un solo cerillazo para exponerse el menos tiempo posible: lo que hacía era un delito. Esa mentalidad caló en una sociedad cada vez más urbana y ajena a los retos del mundo rural. “Este conocimiento del uso del fuego no se transmite en escuelas forestales”, continúa García, “y lo que ha visto la generación que viene ahora es al padre escondido para pegarle fuego al monte. El uso tradicional se ha perdido. No justifico lo que hacen, pero sí hay claves”.

Horas de conversaciones y explicaciones con expertos, autoridades ambientales, técnicos, profesionales y ganaderos han cambiado la percepción de los incendios en quien teclea estas palabras. Todos coinciden en que la ciudad solo se da por aludida cuando arde la falda norte de Peña Cabarga, a la vista de Santander, y su resplandor altera la noche y el humo nubla el horizonte. Esas escenas que a un kilómetro de distancia crispan los nervios y sobre laderas taladradas por décadas de minería ponen a prueba a bomberos forestales son las que añaden confusión sobre el fuego: la inmensa mayoría de incendios de Cantabria tienen la intención de regenerar pasto y, según el investigador Juan Busqué, “la mayoría no son malos desde el punto de vista ambiental y no van a mermar los recursos naturales, que el más importante es el suelo”. 

La trampa de la simplificación ha sido un cepo en el que también han caído los políticos, cuya posición no siempre se conoce. ¿Quién quiere enemistarse con sus votantes de áreas rurales? “No hay un posicionamiento claro a la hora de cambiar el problema”, expresa García, “sino que [la clase política] juega un poco en función de las circunstancias: intenta apoyar al ganadero, pero no puede hacer caso omiso cuando arden 15.000 hectáreas”.

Ese fue la superficie que se calcinó en 2021, una cifra que recordaba a 2015, cuando se volvió a superar esa cifra y ardieron, en tan solo dos semanas, 10.000 hectáreas. La Viesca emitió sus destellos junto a Torrelavega y Peña Cabarga frente a Santander. Los hidroaviones enviados por el Gobierno central en febrero de 2019, maniobrando durante horas a la vista de la capital y sorbiendo agua de la bahía visibilizaron aún más el problema. Ese año se quemaron más de 11.000 hectáreas con un día en el que se provocaron más de cien incendios. El decreto de quemas prescritas, aprobado en 2021, fue una de las medidas que emergieron para encauzar unas prácticas tan viejas como útiles, tan presentes como arraigadas. García, que trabaja en la formación integral de incendios y los dispositivos de emergencias, dice que el fuego puede usarse bien o mal. Él solo “está ahí”.

Los Equipos de Prevención Integral de Incendios Forestales (EPRIF) forman parte del papel de concientización. Los EPRIF de Cantabria están en el valle del Pas y, entre sus trabajos solicitados por la comunidad al Ministerio de Transición Ecológica, que provee de estos equipos, además de la supervisión de quemas controladas, está la organización de cursos para lograr el certificado de ‘jefe de quema’ que exige el decreto de 2021. A los cursos, organizados por la Dirección General de Montes y Biodiversidad, acuden ganaderos y algún maderista, aunque sus dos técnicos y dos capataces se muevan por toda la comunidad. 

Celia Herráez, técnico del equipo, reconoce que los asistentes se inscriben a los cursos por convencimiento o para lograr la autorización. Son cuatro horas de clases teóricas y otras cuatro prácticas que siempre empiezan con un anuncio: no van a enseñarles a quemar porque ellos lo saben hacer mejor. “Nosotros podemos actuar sobre esa gente”, detalla Herráez, “y si pueden quemar de forma autorizada no lo va a hacer ilegalmente”. 

Cambiar las costumbres, sin embargo, es un trabajo arduo, y esa es la encomienda que las EPRIF están desarrollando en lugares donde la administración no siempre es bien recibida: demasiadas normas, demasiados problemas, demasiados enemigos. Las EPRIF, dice la miembro del equipo, son vistos como aliados allá donde la autoridad ambiental genera rechazo, aunque no todos los territorios son igual de permeables. Hay quien quema mejor y hay quien quema peor. Hay quien quema con sentido y hay quien quema por despecho. Entre las variadas razones que he escuchado hasta ahora, desde la habitual regeneración de pastos hasta las venganzas o la costumbre de mantener limpio el monte sin más afán que la pulcritud, pasando por quemar cotos de caza para mover a la fauna o plantaciones de eucaliptus para entretener a los bomberos mientras arden los pastos, nunca había escuchado que alguien pudiera prender fuego tras pincharse las piernas con escajos y emprenderla con el monte. Pero son cosas que también suceden.

Los protagonistas de la extinción

En las trece comarcas forestales en las que se divide Cantabria hay 36 cuadrillas compuestas por seis bomberos y un capataz. Por eso, cuando se les desplaza de territorio debido a la multiplicación de focos, ellos se entregan con fe ciega al jefe del grupo. Los montes tienen cuevas, torcas, agujeros; se desprenden piedras, hay precipicios y se huele el miedo en territorios que no conocen milimétricamente. “El que da lumbre al monte suele hacerlo de noche: sabe que es entonces cuando se nos complica la extinción”, dice Rosaura Campuzano, Chaori, capataz de una cuadrilla de Cabuérniga. Buena parte de su trabajo transcurre de noche, cuando los incendiarios aprovechan la oscuridad para que su fechoría sea lo más eficaz posible. Los días festivos y las nochebuenas y nocheviejas en las que sopla el sur son días predilectos para prender fuego por la mayor escasez de recursos.

Chaori es una referencia en toda Cantabria a pesar de que sus primeros pasos como trabajadora forestal los diera por casualidad. El guarda, que estaba buscando gente para trabajar en el monte, se presentó en su casa familiar de Ruente para reclutar a un hermano. Sus padres le dijeron que no, pero a cambio, se llevó la intención de Chaori de incorporarse al Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA) con la duda de si una mujer podía realizar aquellas labores. Así, realizando el segundo inventario forestal nacional, comenzó Chaori su andadura en el monte.

Han pasado 38 años y esta pionera, condecorada por el rey al Orden al Mérito Civil,  sigue surcando montes y fuegos. Cuando no están apagando incendios mantiene pistas, desbroza cortafuegos, coloca estacas para que el ganado no salga a la carretera o planta eucaliptos o pinos, aunque las cuadrillas reivindiquen su papel como ‘bomberos forestales’ y traten de sacudirse el de ‘operarios de montes’ que llevan adherido a la espalda. En sus cuatro décadas ha visto el paso de las estaciones en el corazón del Cabuérniga y las diferentes etapas en la extinción de incendios, desde quemar zonas amenazadas para que el fuego no avanzara hasta tener que apagar “absolutamente todo”, calcinando zonas anexas al fuego porque saben que la ladera arderá igualmente: si un paisano quiere quemar, dice, lo va a quemar en uno o varios días. Pero la va a quemar, así que los bomberos se han adelantado para no tener que realizar otro despliegue. 

Ahora, dice Chaori, han vuelto a concentrar los esfuerzos en extinguir el fuego en zonas de mayor valor ecológico: si no alcanzan a apagar todo, al menos salvan lo que más importa. Otras veces, sin embargo, la ferocidad del fuego hace inviable su extinción. “El fuego es un elemento poderoso y si tienes un viento fuerte puede más que tú”, dice. “Algunos quieren que nos arriesguemos para apagar incendios que están en zonas inaccesibles, pero hay veces que los fuegos, sencillamente, no se pueden apagar”.

En Cantabria apenas se dan ‘grandes incendios’ (más de 500 hectáreas) y los más comunes son de menos de 25 hectáreas. La superficie media, sin embargo, se ha doblado y “cada vez cuesta más apagarlos”. Las Brigadas de Refuerzo de Incendios Forestales (BRIF), del Ministerio para la Transición Ecológica, apoyan en los fuegos más difíciles. En Cabuérniga están destinados unos 25 profesionales procedentes de otras diez BRIF del país: en los tres meses que pasan en Cantabria llegan a trabajar más días apagando incendios que en el resto del año en otras zonas. 

Ramón Octavio, el técnico de Tragsa, la empresa pública que coordina las BRIF, explica que en Cabuérniga no hay período de activación como en el resto de bases del país, de las que cuatro, por la naturaleza de los incendios en el norte, se activan en invierno. El apoyo en Cantabria, explica, se despliega durante un periodo “excepcional” de tres meses. Sus cuadrillas se desplazan en helicóptero para llegar a zonas complicadas donde los aviones que alguna vez envió el Gobierno central no eran tan operativos. 

“Cantabria tiene una problemática de incendios muy determinada en unos meses en invierno”, dice Octavio, que recuerda que el modelo de las BRIF se inició en el centro y sur del país y se fue extendiendo hasta llegar a Ruente en 2006. Aquí se mueven en un radio de 50 kilómetros, por lo que pellizcan zonas de Asturias, Palencia y Burgos con permiso del calendario: entre febrero y abril se concentran casi las tres cuartas partes de los incendios; con permiso, también, del fuego en Cabuérniga, el tercer municipio que más arde en Cantabria, solo superado por Vega de Pas y Soba.

Y, aun así, arrastrando el cansancio por tierra o aire, Chaori insiste en que los bomberos forestales no son héroes. Puede que haya ultramaratonianos entre ellos, y los hay, pero su trabajo es anónimo y la cultura popular no ha arrastrado su labor a la categoría romántica, por ejemplo, de los smokejumpers, el grupo de bomberos paracaidistas estadounidenses. Norman Maclean siguió su rastro para reconstruir el incendio de Mann Gulch, en Montana, en el que murieron doce de los quince paracaidistas de élite, y lo volcó en La montaña en llamas con una guía como principio: “El narrador, a diferencia del historiador, debe dejarse llevar por la compasión, adondequiera que esta le conduzca. Debe ser capaz de acompañar a sus personajes, incluso al interior del humo y del fuego, y dar testimonio de lo que sienten y piensen, aun cuando ni ellos mismos lo sepan”.

El contexto y el conflicto del fuego en Cantabria es distinto; las labores de extinción, también. Pero quien se adentra en este laberinto de fuego, conflictos y preguntas también se enfrenta a pequeñas decisiones que apenas exceden los muros de la conciencia. Es lo que me sucedió cuando aquel alcalde me despachó respecto a los incendios y, en lugar de desplegar el dedo acusador de las palabras, reflexioné sobre el sentido de escribir sobre los incendios de mi tierra. El narrador, decía Maclean, tiene un claro deber. Estos incendios que queman matorral suelen ser de baja intensidad y no hace falta, como el escritor estadounidense, aprender cómo debió de ser morir en el calor del infierno. Aquí hay luxaciones, esguinces y torceduras, y hasta la conversación con Chaori nunca ha muerto ningún bombero. Apenas unos días después, sin embargo, Julián, compañero suyo, cayó desplomado al acabar de sofocar unas llamas. A ella, que ha vivido cientos de incendios, aún le retumba en la memoria el incendio de 20 hectáreas de eucaliptal en Rucandio. Las ráfagas de viento sur alcanzaron los 80 kilómetros por hora y se tuvieron que desalojar varias casas: “Pasamos una noche infernal, conseguimos apagarlo al lado del pueblo, con un acceso malísimo. Y con el nerviosismo de toda la gente del pueblo, en la plaza, pendiente”. Después de trabajar 12 horas con el humo empapando la ropa y los pulmones, cuesta imaginar cómo se llega a casa. Ella se adelanta: “Hecha polvo”.

A Cantabria le queda aún un mes de incendios. Luego vendrá mayo y la superficie quemada caerá en picado. A la primavera ya no le daría tiempo a regenerar el pasto, la tierra estará más caliente y los destrozos al suelo serían mayores. Los miembros de las BRIF de Ruente se irán a otros pagos, los bomberos forestales volverán a los desbroces y el ganado comerá los pastos brillantes. Es el ciclo repetido que tantos esfuerzos tratan de quebrar. “Igual hay que empezar a hablar de prevención y de ver el monte como algo protector y no como algo productor únicamente”, concluye Chaori, que después de apagar un incendio, satisfecha, rumia para sí misma el último pensamiento del día: “Hemos podido con esto una vez más”.

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