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Cuando a los autores de los incendios los protege el miedo: “Si denuncias a un vecino se acabó la tranquilidad para el resto de tu vida”

La cuenca alta del Miera es una de las zonas más afectadas por los incendios.

Diego Cobo

Miera/Los Corrales —
17 de marzo de 2024 20:45 h

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Los vecinos de Miera miran al cielo para nutrir las tierras. Sus padres les dijeron que había que aportar al campo la sobredosis de potasio de las cenizas de la lumbre en la primera luna menguante de febrero. Lo han hecho durante décadas, pero al asomarse por las ramas de sus árboles genealógicos, el conocimiento tradicional emite un eco sordo: los jóvenes ya no están aquí. Es una secuencia repetida en los pueblos de Cantabria en los que las oportunidades se fueron apagando lentamente. Hay quienes se fustigan por ello, ya que las generaciones que perdieron ganado y ánimo convencieron a sus hijos de que buscaran el pan en mundos más amables. El relevo generacional, así, se atascó en el cambio de siglo. La vida rural también: las lindes de las fincas, siempre tan claras, empezaron a desdibujarse entre matorrales cada vez más densos.

Jesús Gómez, un antiguo pescador y cazador que ahora se dedica a recorrer la cuenca del Miera y a recibir a pájaros en su jardín, dice que ya no quedan ganaderos. “El ganadero es una persona que tiene animales que puede controlar en un espacio que también puede controlar”, resume en su casa de Liérganes. Y, bajo ese criterio, no caben los que acumulan decenas de vacas esparcidas en montes públicos sin vigilancia permanente. Porque ya no quedan ganaderos, se lamenta: “Yo hablo con ellos, y he estado trabajando con ellos, y veo lo que hay”. 

Las estadísticas, los informes y las opiniones de expertos también reflejan “lo que hay” en Cantabria: que la mayoría de incendios están asociados a la quema de matorrales y regeneración de pastos para uso ganadero. Aunque esos mismos informes y opiniones que señalan al sector ganadero para domar tierras salvajes también apuntan a esos protagonistas para gestionar el monte. “Gracias a esta actividad se mantienen espacios ecológicos de extraordinario valor y biodiversidad, siendo, sin duda, la mejor herramienta de prevención de incendios forestales al realizar una acción continua de descarga de combustible a través del pastoreo”, dice un documento divulgativo del Plan Estratégico de Prevención y Lucha contra Incendios Forestales (PEPLIF). El nuevo PEPLIF (2023-2027) es claro: el 97% de los incendios forestales son intencionados, de los que casi un 85% están relacionados con la ganadería.

“Se quema un poco más sin control porque te pueden meter un multazo”, admite Fernando Maza, de Miera. “Antes se quemaba y se controlaba el fuego de día, pero la gente ya no se arriesga y quema de noche”. Esa clandestinidad forzada por las circunstancias es la que calcina en Cantabria más de 9.000 hectáreas todos los años: a los autores los conocen los vecinos y los protege el temor. Javier Manrique, decano del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos Forestales de Cantabria, dice que, si denuncias al vecino en un pueblo, “se te ha acabado la tranquilidad para el resto de tu vida”, mientras que Rafael Vázquez, capitán jefe de la Guardia Civil en el Servicio de Protección de la Naturaleza (Seprona) en Cantabria, explica que “hay muchas más personas que no colaboran por miedo” a pesar de que, en los pueblos, se conozcan todos.  

En este recorrido por el universo del fuego han salido nombres, apellidos y apodos de autores de incendios. Yo he visto iniciar uno en las faldas de Peña Pelada después de que mi anfitrión me dijera que cualquier día arderían esas laderas. Un hombre también me ha dicho cómo, recientemente, subía por una carretera mientras ardía el monte y bajaban sus (supuestos) autores y otro vecino me ha contado cómo un eucaliptal ardió junto a la casa de su (supuesto) autor. Pero el capitán del Seprona dice que saberlo no es suficiente y, por esa razón, explica que “eso de que todo el mundo lo sabe en los pueblos es la letra pequeña: a mí lo que me hace falta es que esas personas me digan quién ha sido, me cuente los detalles y lo firme. Una cosa es saber y otra es que lo pongan y lo firmen. Son cosas diferentes”.

En estas tierras escarpadas hay incendios, respeto y desconfianza a la autoridad. Será el pasado: en los tiempos del fulgor siderúrgico de Liérganes y La Cavada que esquilmó los bosques gracias a aquella dotación de montes que cuidó con esmero el destino de la madera, las multas y castigos eran habituales entre quienes se proveían —sus casas, sus aperos de labranza, su leña— de recursos del entorno. La vigilancia y el escarmiento privaron así a los habitantes de sus propias tradiciones. Y ese poso, afirman muchos, quedó flotando en esta atmósfera empañada de humo y lavada por las lluvias. 

Enrique Merino recorre las pistas forestales de la cuenca del río Miera ojo avizor. Dice que la presencia de la autoridad es disuasoria y, si alguien pretendiera quemar el monte y supiera que un agente del medio natural ronda la zona, buscará otro momento para realizar la fechoría. Es difícil ver a alguien en el instante en que coloca y prende una mecha unida a una caja de cerillas, una botella con gasolina o una pastilla de parafina, como se hace últimamente, aunque él sí recuerda el día en que recibió el aviso de que un hombre estaba prendiendo fuego mientras iba caminando. Enrique y otros guardas forestales lo identificaron y denunciaron. “El factor sorpresa está ahí”, reconoce. “Hay veces que puedes ir por una zona y ver a algún paisano”.

Pero en los juicios, como cualquier acusado por cualquier otro delito, el incendiario puede desentenderse. Enrique Merino no puede dar detalles de uno de esos casos que lo llevarán a testificar al juzgado en cualquier momento sobre aquel vecino al que sí pudo identificar: es parte de sus atribuciones como agente de la autoridad. “Hay veces que conoces a gente conflictiva”, dice, “pero no tienes pruebas para incriminar a esa persona”. 

El guarda forestal lleva cuatro años trabajando en la cuenca del Miera y dice que existen tensiones entre quienes tratan de esquivar la normativa de ríos, caza o fuego y la autoridad ambiental que él representa. El coche que conduce y su traje oliva crean cierta suspicacia, aunque en sus rutas también ha logrado disolver la fría distancia para ampliar las costumbres y opiniones de la vida local. Así ha logrado saber que los habitantes del Miera lamentan el uso indiscriminado del fuego y así ha escuchado decir que si estas peñas siempre han ardido, podrán seguir haciéndolo. Pero los ojos acostumbrados al uso del fuego, dice Enrique, no siempre ven los lentos procesos de degradación. Si solo se trata de eliminar brezos, escajos, helechos y zarzas, afirman. Si el fuego no influye en la fertilidad del suelo, aseguran.

Es lo que pregunté entre vecinos de Miera. Ellos me respondieron con certeza: “No le debe influir cuando ese pasto que echa es buenísimo”.

Una casuística “muy compleja”

Cuando confluyen los tres elementos del triángulo del fuego —oxígeno, combustible con poca humedad y un medio de ignición— se activa el nivel 2 de alerta de incendios. Los agentes forestales, entonces, arman guardias, como las cuadrillas de bomberos y los técnicos: son esos días de viento sur que resecan el combustible y los incendiarios prenden matorrales y el fuego se descontrola. Esta es, precisamente, la definición de incendio. La inmensa mayoría de incendios son intencionados, aunque además de la regeneración de pastos y la eliminación de vegetación que enturbia los prados, se provocan fuegos para controlar a la población de jabalí o de lobo, quemar vegetación de explotaciones madereras, limpiar el monte y expandir el horizonte o para vengarse. Sí: el 0,6 por ciento de los incendios en Cantabria están causados por el odio al semejante. También hay accidentes —pocos—, rayos —dos incendios causados entre 2016 y 2021— e incluso existe algún pirómano que disfruta observando el fuego, aunque ese cajón de sastre en el que a veces se vierten las motivaciones de incendios solo sirva para no entrar en detalles. Porque el magma de causas es tan variado como incierto.

“Cada persona que quema tiene un motivo concreto”, expresa la geógrafa Virginia Carracedo, que prosigue: “Es imprescindible desarrollar la investigación de causas y motivaciones para prevenir. En la actualidad, la mayor parte de las causas son ‘supuestas’”. En su tesis doctoral sobre los incendios forestales en Cantabria y la gestión del fuego, la investigadora asegura que fue a partir del siglo XVIII, tras siglos de deforestación, cuando se comenzó a ejercer un mayor control sobre el monte. Carracedo, sin embargo, también expone que esa presión sobre la población rural ha generado un conflicto que no ha logrado paliar el problema, “sino que otras políticas posteriores han permitido que se continúe”. 

El número de incendios, de hecho, se ha duplicado en la última década y la superficie media de cada uno de ellos también se ha doblado. El éxodo rural y la decadencia del sector primario, por su parte, han aportado más combustible a ese triángulo del fuego cuyas razones profundas se mantienen en la sombra: la profesora asegura que “no se investigan” las causas y el agente forestal reconoce que la “casuística es muy compleja”. El capitán de la Guardia Civil, por su parte, admite que el Seprona se acerca a las investigaciones con “mentalidad abierta” para estudiar cada uno de los casos. “Si no vamos con esa mentalidad”, explica, “nos podemos equivocar”.

Hay una razón ganadera que siempre planea en conversaciones e informes sin zambullirse en el fondo, y es donde abunda Javier Manrique: detrás de muchos incendios se encuentran las ayudas europeas de la PAC. “Se requiere un número de hectáreas para recibir la subvención, que son derechos, y esas hectáreas tienen que estar libre de matorral”, desmenuza Manrique, que continúa: “Si eso es así, la propia estructura incitaría a los incendios no teniendo la necesidad para alimentar el ganado, pero sí para recibir las subvenciones”. 

Las ayudas se conceden en función de varios criterios que definen los pastos ganaderos. Las pendientes del terreno, la altura y densidad del matorral o el color del terreno, que discrimina pistas, están bajo el ojo de la Sigpac, la herramienta que escruta el terreno. Estos fondos europeos también excluyen zonas quemadas: si hay un monte que ha ardido durante el año natural en el que se pide la ayuda, no se contabiliza. El Gobierno de Cantabria, además, acota zonas quemadas (unas 300 hectáreas al año) hasta que se regenere el pasto, un período que suele establecer en cinco años. Pero a pesar de que la superficie se descuente de las ayudas, expone Manrique, esa limitación es insuficiente “porque se va rotando la zona quemada y no afecta a la subvención”. Él propone una alternativa para garantizar la subsistencia de los ganaderos: desligar las subvenciones de la superficie pastable para no obligarlos a limpiar el matorral mediante quemas.

La tradición manda, y en la memoria de la cuenca del Miera se hallan muchos incendios, a veces promovidos por causas tan presentes aún, y algún histórico castigo. En 1784, dos labradores quemaron un matorral en el que se escondía un zorro que había matado dos ovejas. El fuego, sin embargo, alcanzó un roble y el Tribunal de La Cavada, además de requisarles “una sábana y otra prenda” como únicos bienes que poseían, les condenó a dos años en una cárcel en África, aunque después de la mediación de Madrid, esa pena se conmutó por un destierro de esos mismos dos años a seis leguas de su casa. La condena a Manuel Gutiérrez y Antonio Cuesta tiene poco que ver con las consecuencias que hoy caen sobre los incendiarios, aunque el Código Penal establezca penas de hasta cinco años para autores de incendios intencionados de masas forestales y hasta 20 si hay peligro para los humanos. “Pero no es lo mismo que te juzguen por una causa intencionada que por una negligencia, que es lo que en la mayor parte de los casos acaba en los tribunales”, aclara Carracedo. “Las cifras nos muestran que el número de condenas es irrelevante en relación con el número de incendios”.

La memoria Medio ambiente y Urbanismo de 2020, de la Fiscalía General del Estado, cifra en tres imputados por incendios forestales en Cantabria ese año, cinco el anterior y dos en 2018, en un período en el que se produjeron, según el PEPLIF, 673, 773 y 565 incendios forestales respectivamente. “No podemos llegar a la investigación de causas al por menor de todos los incendios, sino donde hay indicios: a veces dan frutos y a veces no”, reconoce Enrique Merino.

El fuego como aliado

La finca de La Jerrizuela es el prototipo de paisaje de media montaña, aunque sus decenas de sectores sean un experimento que el Centro de Investigación y Formación Agrarias (CIFA) lleva desarrollando desde hace seis años. Juan Busqué dice que ese ecosistema de matorral, que ocupa 60.o00 hectáreas de Cantabria, está “muy mal gestionado”. Después de muchos años de investigación en alta montaña, Juan Busqué comenzó a trabajar en este tipo de entorno que sufre, una y otra vez, incendios forestales. Hay pruebas que delatan la cicatriz del fuego a simple vista, pero hay otros rasgos, disimulados al ojo profano, que advierten de avances en temas de pastoreo en un ecosistema “en vías de declive en su utilización y valor productivo”, como lo define Busqué: el abandono, los incendios, la degradación del suelo. 

Aquí se estudia el suelo, la vegetación y el comportamiento de un centenar de ovejas y cabras. “Hay ciertos tipos de ganado”, dice Busqué amparándose en experimentos previos de Galicia y Asturias, “que son mucho mejores para aprovechar este ecosistema de brezal y escajos”. El investigador, miembro de la Sociedad Española de Pastos, ve el escajo o tojo como una “planta totémica” donde otros la maldicen, y por eso disfruta con esos tallos espinosos y flores amarillas que explotan en invierno: es una de las pocas maneras de fijar nitrógeno en un suelo empobrecido al que no se adaptaría ninguna otra leguminosa. La pronunciación de Ulex, que en esta visita a la finca en el Valle de Buelna escucharé decenas de veces, es un poderoso aliado en la gestión del monte y mejora de los pastos a pesar de que las yeguas y las vacas no lo coman.

El Ulex predomina en la media montaña y alimenta a las cabras, aunque su presencia en los pastos sea castigada por las subvenciones de la PAC y requiera de una gestión tan novedosa como antigua. La solución del CIFA para su aprovechamiento es el pastoreo guiado. “Nosotros vamos hacia sistemas tradicionales ya desaparecidos. En Francia, por ejemplo, el pastoreo está promovido por la Administración, ya que está demostrado que marca la diferencia: el monte va a ser menos inflamable y va a mejorar la biodiversidad y el valor nutritivo de las plantas”. 

Alio Carral es uno de los dos pastores que trabajan en el proyecto. Su misión no es solo pastorear y dar órdenes a los perros que espantan animales salvajes, sino observar: observar y anotar. Alio aprendió el oficio entre vacas de su familia, cabras de Navarra, ovejas del Pas y estudios en producción agroecológica. Luego llegó a estas vaguadas para no dejar de aprender de cerca.

Él, dice sonriente, debe de ser uno de los pocos pastores que existen en Cantabria. Pastorear y registrar todo cada veinte minutos —lo que comen, el tiempo que le dedican, cuánto tiempo están de pie, cuánto paciendo y cuánto desplazándose, el viento, la lluvia— es su oficio. Un pastor, asegura, tiene que ser observador, “pero tener que anotarlo te hace mucho más consciente”. Los aprendizajes de la dieta en función de la temporada y la planificación en las zonas de pastoreo los ha ido aprendiendo junto al resto del equipo.

Apostar por este sistema, sin embargo, requiere de una revolución del sector, “pero qué sector no se ha revolucionado ya”, dice Busqué, que subraya la necesidad de incorporar en la ecuación de la rentabilidad todos los servicios ecosistémicos más allá de la productividad del rebaño, es decir, la mejora de la biodiversidad, la vida rural, los puestos de trabajo o la eliminación de combustible inflamable del monte. “El problema es que esos otros servicios los tiene que pagar la administración pública”, explica el investigador, que prosigue: “Se tiene que cuantificar y, en base a medirlo correctamente, pagar a un ganadero que lo hace bien y no a 15 que lo hacen menos bien”.

El pastoreo, en estas 120 hectáreas, no puede separarse del uso del fuego a pesar de que no todos los técnicos lo defiendan como herramienta ganadera. Juan Busqué está tratando de demostrar que, mediante su uso adecuado en lugares donde no haya mucho combustible y no se queme materia orgánica, su rastro no empeora el suelo. “Lo que quiero remarcar”, aclara, “es que la mayoría de incendios en Cantabria no son malos desde el punto de vista ambiental y no van a mermar los recursos naturales, que el más importante es el suelo”. Sus palabras están avaladas por quemas experimentales donde los matorrales han alcanzado 700 grados mientras que la vegetación del suelo solo subía tres grados. La barrera, asegura, es que este incipiente conocimiento no se ha esparcido demasiado, pero estos experimentos son un golpe en la mesa de los prejuicios entre quienes condenan al fuego. No saben lo que él ha ido aprendiendo: el alto valor nutritivo de las plantas tras un incendio, la fertilidad del suelo gracias a la materia orgánica que se quema, el papel del fuego en la limpieza de biomasa muerta, el valor nutritivo de los brotes de escajo en primavera (“más de un 20 por ciento de proteína bruta: una barbaridad”), la limpieza de zonas inaccesibles para cualquier tipo de ganado y costosísimas de desbrozar en lugares con fuertes pendientes (unos 1.500 euros por hectárea) y, resumiendo, cómo el pastoreo desemboca en la alimentación del ganado en terrenos pobres y, además, retarda la matorralización.

En el año 2021, en Cantabria se aprobó una orden de quemas prescritas de monte, tanto de pastizal-matorral como de restos forestales. Si el fuego se asomará inevitablemente, piensan muchos, es mejor planificarlo. La opinión extendida es que si el monte se deja a su aire acabará convirtiéndose en bosque siguiendo el curso de su evolución de matorral, arbustos y árboles. El problema es que el matorral es combustible y que según la llamada ‘paradoja de la extinción’, al impedir que se queme el monte, la biomasa aumenta y se está provocando unas condiciones más peligrosas por la gran cantidad de combustible.

—¿Y nunca podría convertirse en bosque?

—Si no ha habido bosques en 100 o 200 años, no hay banco de semillas de las plantas del bosque, aunque podrían llevarlas los pájaros. Pero el suelo ha cambiado: se acidificó con la deforestación, perdió la fertilidad que suelen tener los suelos de bosque y las plantas más exigentes no van a encontrar esos nutrientes.

En estos suelos podzoles, el brezal y el escajo toman el protagonismo que robles y fresnos no tienen. Esas dos franjas verdes que encienden las vaguadas de La Jerrizuela en mitad del matorral son fruto de ese sistema de pastoreo que Juan Busqué sueña con exportar al sector. “Lo que hay que hacer”, concluye, “es ir recuperando los suelos poco a poco, y la mejor herramienta es en base a un sistema ganadero: cuando en muchas zonas dejaron de haber herbívoros, los bosques se cerraron demasiado. Y los herbívoros hacen una función de mantener el bosque”. Él, por su parte, se desgañita en demostrarlo.

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