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Afluentes

Río Ponsul

Miguel Ángel Curiel

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Hace unos días que regresé de un viaje por el río Ponsul, no sé cuánto tiempo estuve allí y no sé si realmente llegué a estarlo, pero acaso lo llamé eternidad y a aquel lugar lleno de belleza antigua, río del Silencio. Para ir a ese lugar me subí de noche en T. a un tren que ya no existe y me bajé en Castelo Branco al amanecer de un tren que ya no existe. Quizás yo tampoco exista ya, y este brazo lo mueva ese nadie que siempre habita en cada uno de nosotros.

A la salida de la estación pregunté por el Ponsul o río del Silencio a un hombre que parecía ciego. El hombre levantó el brazo, y moviéndolo lentamente señaló a un coche negro que había al otro lado de la plaza. Un taxista que dormitaba dentro del coche, y al que desperté, me llevó finalmente hasta la vieja Egitania, hoy llamada Idanha-a-Vella. La vieja ciudad amurallada está en lo alto de una colina. Desde allí miré a lo lejos, al Este mi país, aquella tierra vacía de cielos altos. Los países que hay al otro lado de cualquier línea imaginaria o raya invisible siempre parecen vacíos, abandonados.

Grandes extensiones de tierra vacía donde apenas vive ya nadie. La misma sensación que tuve ya hace muchos años, al mirar al Oeste desde los altos de Xalima en San Martín de Trevejo. El Portugal vacío de la Beira que baja hacia el Tajo. El Ponsul baña las laderas de esta vieja ciudad vacía. Es uno de los afluentes, quizás el más bello de los que van al río. Salí de Egitania por la puerta del camino de Mérida, así se debió llamar en un tiempo y por la calzada de piedra blanca bajé hasta el puente que lo cruza.

Junto a este viejo puente sobre el Ponsul se quedaron a dormir los constructores del puente de Alcántara, y con las piedras sobrantes alzaron este más pequeño. Una riada lo destruyó hace ya mucho y lo volvieron a levantar aquellos mismos fantasmas constructores de puentes. El río del silencio o Ponsul nace en la Sierra de Ramiro y desemboca después de atravesar las tierras de Idanha en Malpica de Tejo en las aguas de Cedillo, pero eso no importa, ya casi nada importa.

Un poco más allá de ese puente se encuentra el vado de Las poldras, o pondrás en portugués, que son 43 sillares de piedra dispuestas para que pase el agua, haciendo las veces de pasadero o vado. Pasé el río saltando de piedra en piedra. Eso fue lo que hice aquel día, cruzar el Ponsul una y otra vez saltando de piedra en piedra hasta que me caí al agua. Quería caerme al agua, estar en el agua. Me caí al Ponsul, o río de los Ponsares y ya no volví nunca más de ese silencio de las aguas. Hay nombres que encierran más misterio que otros. Nombres oscuros que aún emiten luz como estrellas muertas. Los hidrónimos o el nombre de los afluentes son misteriosos y nos llaman desde la eternidad.

Ponsul es uno de esos nombres que ya nada significan, el hueco que dejan las palabras una vez han muerto permite que te asomes a una gran noche por la que van ríos celestes. Primero mueren las palabras, después lo que nombran. Si se secara este río, este afluente enfermo de fitosanitarios y plaguicidas agrícolas, se secaría todo un significado del mundo. Mientras saltaba las poldras para atravesar el río, me tapé los oídos para oír lo que decían las piedras. Sin alas o brazos extendidos pierdes más fácilmente el equilibrio y caes.

Las piedras decían cosas aún más extrañas, volvían a repetir el nombre de los hidrónimos, el de los afluentes en los que me había bañado. Me senté en la orilla mientras la ropa se secaba al sol de Mayo, saqué el cuaderno de la mochila y comencé a escribir de memoria el nombre de los afluentes en los que me había bañado. Tiétar, Alagón, Jerte, Alberche, Pusa, Gévalo, Uso, Almonte, Escabas, Guadarrama, Lozoya, Zézere, Ibor. En otro apartado que había titulado arterias menores había hidrónimos escritos hace muchos años a lápiz y dibujos muy esquemáticos de puentes.

Casi siempre esos puentes, esos dibujos, no eran más que el viejo puente de un solo ojo de la Caraba sobre la garganta de Pedro Chate, un poco antes de desembocar en el Tiétar en las vegas de Jaraíz. El gran afluente del río. Aún no sé por qué esos nombres estaban escritos a lápiz, pero en ese momento, ante el temor de que se borraran, volví a pasar la punta de la pluma por las palabras escritas con una caligrafía temblorosa, sintiendo de alguna manera que alguien volvía a recorrer aquellos pequeños cursos de agua ya casi siempre secos.

Ribeiros de Seca, de Souto, das Rasas, Gorlixa, de Fagundo, Basaguedinha, da Agua doce, y a unos cien kilómetros más al Este los cursos de Avellaneda, Guadyerbas, Río Arenal, el Arbilla, la Garganta de Santa María, la de Chilla y Alardos, Minchones, Gualtaminos, del Obispo, de Cuartos, Jaranda, Pedro Chate, Platero, Toril y Naval, y así hasta el infinito, llenando el cuerpo del agua con los nombres de las arterias. ¿Pero qué significaba Ponsul? ¿Por qué este nombre me había traído hasta aquí de la misma manera que hacía ya muchos años el agua me llevó a la búsqueda de las fuentes del Zézere y del Jerte? ¿Luz de agua? ¿Vertedero cristalino? ¿Cauce de los descendientes? ¿Río de plata? El nombre encierra demasiado misterio, y como hidrónimo apenas arroja luz alguna.

Quizás fuera la única palabra en el mundo que nada significaba, y si alguna vez hubiese tenido algún significado, este se había diluido en el tiempo hasta ser el fósil de una palabra en la que terminamos despareciendo nosotros mismos aplastados por el silencio. Pero en el juego de la resignificación, una palabra puede tener dos significados, o más, y así obligarla a la máxima tensión hasta que se rompe y queda a la intemperie y soslayada en el mundo.

Yo mismo me había introducido o escondido a lo largo de los años en algunas palabras como estas. Y lo que parecía ya no significar nada lo significaba ahora todo. Demasiadas de estas palabras eran hidrónimos, y en muchos casos afluentes del río, y dentro de esas palabras nadaba, es decir, me movía por la nada ayudado con los brazos, y para salir de esa nada alguien tenía que pronunciar de nuevo ese nombre y darle un sentido nuevo. El único oro que quedaba en este río era el oro del silencio. La luz ardía en las aguas y en sus piedras de oro sumergidas. Y estando tan cerca me sentía tan lejos, nunca me había sentido tan lejos de todo como en esos momentos, como si el río fluyera a ningún lugar y sólo diera vueltas a mí alrededor.

Nunca un río se puede realmente medir en kilómetros y una vida tampoco en días o años. De los hidrónimos manan significados de los que a su vez manan otros significados, y así hasta el silencio final y la muerte de la palabra. El momento en el que se ha secado. Nunca encontraremos las fuentes de las palabras, el lugar verdadero del que manan. El nombre de los afluentes es lo más extraño de las cosas que viven, y en su mayoría son ya palabras muertas, secas, costras de significación en las que el hombre se ha perdido para siempre.

¿Cuántas palabras había dentro de Ponsul? ¿Y de Tiétar? El río de mi infancia en el que más veces me bañé. ¿Tet, padre? ¿O Tetarum, río pantanoso? ¿O el río sobrado de agua, el que hace la abundancia o que siempre queda con vida? ¿O finalmente el río de los fitosanitarios y plaguicidas de las grandes plantaciones de tabaco? ¿Y el nombre del gran río? ¿Tagus? Según Silio Italico, Tagus habría sido un rey ibero cruelmente asesinado por Asdrúbal.

El historiador portugués André de Resende alude a este episodio en su obra “Las antigüedades de Lusitania”. Pero esto es mentira, sólo una fake news de un tiempo perdido. Las fuentes clásicas mencionan al Tagus como el río de los cortes profundos, el río que hace los tajos. Pero como el resto de hidrónimos, de las aguas que se escapan a su significado original, de este nombre manarán siempre significados y más significados hasta que la palabra se seque. Los romanos le llamaban Tagus que es una traslación latina de Tajo.

Dice el profesor Enrique Cabrejas de Guadalajara que > Si fuera finalmente así, más que un largo tallo, yo vería esta vez un gran árbol seco de cuyas ramas secas, sale un pequeño tallo. ¿El Ponsul? ¿Y las ramas secas de los otros cientos de afluentes y cursos?

Aún pasé no sé cuántos días allí, lejos de los himnos y de las palabras gruesas del momento. Ahora el mundo se divide entre los hombres que se hacen las grandes preguntas en las montañas y los que buscan las orillas de los ríos para hacerse las pequeñas preguntas. Cuanto más ascienden unos más vacíos quedan; los otros sólo se secan. ¿Las ramas secas de sus afluentes? En ellos estuve y alguna vez me bañé. ¿Y cómo volví esta vez a T. desde Egitania?

Llamé al taxista que me había dejado su tarjeta, en ese momento dormitaba en la plaza, a la media hora él taxi negro ya estaba en Egitania. El taxista se llamaba Rómulo. Había estado en la guerra de Angola en los 70, me dijo que en aquel tiempo nunca pegó un tiro y que jamás salió de un cuartel que estaba rodeado de selva. En el trayecto hasta Plasencia me hizo un resumen de su vida. Lo normal es que fuera tres veces al año a Madrid a llevar al aeropuerto a familiares que trabajan en Canadá y Suiza. Me dejó en la estación de tren de Plasencia, y como recuerdo una estampita de la virgen de Almortao, aquella madona negra que nunca quiso ser castellana. —Así volverá un día— dijo el taxista riéndose. El tren al que debía subir para ir a T. se había quedado detenido en Palazuelo. Ese tren nunca llega. Quizás tampoco exista ya ese tren. No me quedó más remedio que volver a T. caminando.

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