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“El camino” de Daniel, el Mochuelo, pasaba por abandonar su pueblo a los 11 años. Tenía que viajar a la ciudad a estudiar el Bachillerato y luego la Universidad. Su padre, quesero, así lo había decidido, decía que era la manera de progresar en la vida. Daniel, el Mochuelo, no lo tenía tan claro.
Corría la mitad de la década de los años 40 del siglo pasado, en un pueblo del norte de Castilla, y Miguel Delibes sólo permitió llorar a su protagonista en el último párrafo del libro. Fue la mañana que iba a coger el tren hacia la ciudad, tras despedirse al alba de su amiga Uca-uca y pedirle que no permitiera a su madrastra borrarle las pecas de su rostro. Bueno, también lloró porque dudaba si seguiría siendo feliz en su nueva vida.
El mismo drama, las mismas dudas que millones de mujeres y hombres forzadas a cambiar la tierra fértil del pueblo por el asfalto muerto de la urbe.
Suspiran las familias y los/as estudiantes de hoy por un nuevo título que adorne paredes y currículums. No porque su consecución los haga personas más sabias y comprometidas con un mundo mejor, sino porque gracias a ello podrán acceder a empleos mejor pagados, para consumir más. Un consumo que hoy es, paradójicamente, tanto la medida del éxito personal como de la decadencia social y ambiental.
Magnificamos los beneficios asociados a los títulos, a la vez que escondemos la pobreza espiritual y humana que viene en su reverso. ¿De verdad progresamos cuando la opulencia y el despilfarro de una minoría está basada en la explotación de la mayoría por causa de clase social, raza, cultura y/o sexo?
Las personas verdaderamente sabias y honradas, salvo excepciones, no acumulan títulos universitarios ni puestos en consejos de administración de grandes empresas. Al contrario, son personas sencillas y cariñosas, que cuidan el campo, el ganado, el hogar o a otras personas. En la obra, en la fábrica, en el taller, sobre las tablas de un teatro, escribiendo poesía, interpretando música, en el hospital, en la escuela, en la calle, en la oficina o en la tienda. Gentes que derrochan bondad, para quienes lo comunitario y lo justo está por delante del interés individual.
En cambio, despreciamos enfrentar la vida desde la austeridad y la cooperación, valores tradicionales de nuestros pueblos. Hoy, los pueblos y sus entornos rurales son meras extensiones de tejido y la dinámica económica de la globalización urbana. Ya no podemos referirnos a ellos como espacios autosuficientes que producen en cercanía la mayor parte de los bienes básicos necesarios para la vida. La mayor parte de los alimentos, vestidos, viviendas y tecnologías que encontramos en cualquier tienda o supermercado de nuestros pueblos se han producido a cientos o miles de kilómetros de distancia.
Las tradicionales economías rurales diversificadas, han cedido el paso a la especialización productiva propia de la globalización. Los monocultivos industriales de viña, olivo, cereales, almendro, frutales, hortalizas, macrogranjas, turismo rural, etc., lo inundan todo. Todo queda en mano de las leyes que dictan los grandes mercados especulativos globales: los precios percibidos por los/as productores/as, los costes de las materias primas, los salarios de miseria pagados a los/as jornaleros/as, el deterioro del suelo y el agua por técnicas de producción intensivas en química de síntesis. Jugarlo todo a la carta del monocultivo industrial destinado a los mercados de exportación implica graves riesgos de incertidumbre e inestabilidad, que más pronto que tarde terminan por manifestarse con toda crudeza.
La tierra, antaño la aspiración de cualquier familia rural para garantizar sus alimentos básicos mediante el autoconsumo, hoy se compra y se vende al mejor postor como una mercancía más, y se inscribe en el Registro de la Propiedad acumulándose en pocas manos. Es la ley del capitalismo, eufemísticamente llamado mercado. Campesinos/as y pastores/as quedaron en “El camino”.
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