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Regresé a Madrid por expreso deseo de mi abuela (me lo pidió sorda, pero inequívocamente, con esa ternura infinita que desprendía su mirada, exhortándome a no renunciar a mí mismo). De nuevo en la ciudad, retomé mi vida errabunda. En otra tarde de preguntas sin respuesta, me vi en las galerías del Museo Thyssen. No tuve conciencia de moverme; más bien – no sé si esto tiene algún sentido - me pareció que las pinturas venían hacia mí. Me recuerdo solo, en la pinacoteca, mientras, fuera, la noche se hacía sobre Madrid. Súbitamente, las pinturas de Ernst Ludwig Kirchner, se me vinieron a los ojos.
Como en un carrusel grotesco, se le sumaron algunas otras, de Max Beckmann, Egon Schiele, Ludwig Meidner, August Macke, Oskar Kokoschka…Una figura sin marco se me mostró en claroscuro; era un ujier del museo que apagaba las luces de las salas y, auxiliado con una linterna, me invitaba, educadamente, a salir tras la conclusión del horario de visitas. La ciudad, entre las primeras sombras del ocaso, parecía envuelta en una bruma que le daba apariencia de sueño. Entre los árboles del Paseo del Prado, asistí a una mutación alucinante: Madrid se teñía de la marcada coloración sin matices y de los perfiles revirados de El sueño de Franz Marc.
Los sitios por los que pasé se me desvanecen en el recuerdo, que solo conserva una especie de escenografía onírica en que los ángeles paseaban de la mano de las hadas, mientras sobrevenía el Apocalipsis (el principio y el fin, la alfa y la omega de la verdad que guarda la ficción). Entre esos vahos, ignoro cómo llegué a las inmediaciones de la plaza del Ángel. Fijé la mirada en el escaparate de una librería cercana, donde reparé en una edición muy gastada de Temor y temblor, de Soren Kierkegaard, que parecía haber quedado olvidada allí, solapada entre las novedades. Seguí caminando hasta recalar, finalmente, en la plaza de Isabel II.
Me detuve ante el Teatro Real. Puede parecer irracional, pero no me extrañó que el sonido traspasara, nítido, los muros del auditorio y que yo pudiera oír un pasaje del Pierrot Lunaire de Arnold Schönberg. En una esquina, un músico callejero interpretaba Sympathy for the devil, de los Rolling Stones. Volví la mirada hacia el Teatro Cine Real Cinema, en cuya marquesina se anunciaban unas muy pretenciosas “Jornadas de Formación Cinematográfica”. Desde una ventanilla del atrio, alguien me informó de que se trataba del pase de algunas películas expresionistas alemanas de la época del mudo, que se proyectarían en sesión continua.
Adquirí un pase y accedí al patio de butacas, recordando que, hasta entonces, mi contacto con el cine alemán del periodo había sido disperso y distraído, y que la atención soslayada que me había despertado hasta ese momento se debía a la inverosímil desmesura con que mi tío – el hermano mayor de mi padre, que había tutelado mis primera sesiones cinematográficas – me había elogiado ese capítulo de la historia del cine.
Tras esas jornadas, profundamente conmocionado por el poder cautivador de las películas que vi, recuperé dos libros que mi tío me había entregado como colofón a su elogio del cine alemán: De Caligari a Hitler, de Siegfried Kracauer; y La pantalla demoníaca, de Lotte Eisner. Lo que viví entonces fue algo cercano a un despertar de la conciencia y a un nuevo redescubrimiento del cine. De hecho, si el cine es un reflejo de las mentalidad de los pueblos, de la vida espiritual de las colectividades, donde se exhiben algunos vestigios simbólicos de los estados preconscientes, como pretende Kracauer, el alemán debía ser un cine que mostrara la agitada vida espiritual de una nación abocada a la meditación, a trascender el plano de lo aparente, a buscar más allá de lo inmediatamente perceptible, a regirse por un daimon que busca respuestas en el mito y en el rito, en la filosofía y en la superstición, en la ciencia y en la leyenda… Pude comprobar, en suma, que, como defiende Eisner, el de los germanos es un cine demoníaco.
No obstante, antes de tener la oportunidad de asistir a esas jornadas, supe que el alemán fue un cine prácticamente inexistente durante los primeros vagidos del cinematógrafo (apenas hay películas alemanas que coincidan, en el tiempo, con los intentos abordados por el Film D’Art francés de trasladar la literatura, especialmente, el teatro, al código cinematográfico). Podemos considerar que el prólogo a la edad de oro del cine germano se inicia con el encuentro, en 1911, entre el productor Paul Davidson y Max Reinhardt, el más importante hombre de la escena teatral berlinesa desde las primeras décadas del siglo XX.
El inmenso talento dramático de Reinhardt, su inagotable registro escénico y su temperamento auténticamente demoníaco le llevaron a indagar en las más insondables galerías del alma humana; el resultado de todo ello quedó sintetizado en el kammerspiel, el teatro de cámara, intimista, más próximo al espectador y más hondo en su indagación de los dominios del espíritu humano. Supe, por Lotte Eisner, del magisterio que Reinhardt ejerció sobre los que, en origen, fueron sus discípulos y que devendrían en grandes cineastas del Expresionismo. Sin embargo, el cine alemán nacería, propiamente, con la UFA, una productora estatal creada en 1917 como instrumento de propaganda patriótica a favor de Alemania durante la Primera Guerra Mundial.
Y fue su privatización, tras la derrota en la contienda, lo que inclinó, a la firma, a promover películas comerciales y no propagandísticas. De este modo, se habían establecido los medios materiales para la realización del gran cine alemán. Pero, más allá de las condiciones logísticas, me pregunté por el origen espiritual de este cine. Como posible respuesta, leí, en el texto de Kracauer, una tesis que más parecía avalada por testimonios de la memoria que por la especulación ensayística: el cine, en la Alemania de posguerra, experimentó la deflagración creativa que cabía atribuir, a su vez, a una explosión intelectual generalizada desde la que todos (provenientes del frente, o no) pretendían construir una nueva Alemania.
En ese clima, la vanguardia, el despuntar de un nuevo nacimiento, la innovación como respuesta a la destrucción de la guerra, habrían hecho triunfar el Expresionismo en la cultura alemana. En ese bosque ficcional de poderosísimas imágenes, me costó encajar la optimista tesis de Kracauer. No terminé de ver en aquel momento – como tampoco lo veo ahora, con la perspectiva del tiempo – que el indudable hervidero intelectual que era la Alemania de entreguerras se cohesionara para la construcción de un porvenir, para encontrar una salida (Aufbruch).
Más bien, tuve la impresión de que las agitadas mentes de los jóvenes germanos que vivieron los horrores de la guerra temieron por la despersonalización del individuo, el asesinato social y moral que implica su dilución en la masa, y trataron de reflejar, con ello, un mundo que distaba mucho de un nuevo amanecer esperanzado sino que, por el contrario, se aproximaba más, en su apariencia, a un callejón sin salida, o, como figuraba en el subtítulo de una de las películas más sobrecogedoras jamás filmadas, al “sueño de un loco”.
Ciertamente, eso parece ese estremecimiento fílmico, ese suspiro ahogado, cima de la creación artística, nacido de la cooperación de Carl Mayer, Hans Janowitz, Robert Wiene y Fritz Lang: 'El gabinete del doctor Caligari' (1920). Con esta muestra, parecía evidente que los alemanes habían encontrado, en el cine, un medio de expresión perfecto para la construcción de un relato compuesto con la formulación de esas preguntas eternas que subyacen a la condición humana. Y lo habían hecho, incluso, desde el exordio, puesto que el primero de los discípulos de Reinhardt en plasmar sus inquietudes en el celuloide había sido Paul Wegener, con algunas meditaciones ficcionales sobre la cuestión de la identidad del individuo que datan del temprano año de 1913.
De ese año son 'El estudiante de Praga' o 'El doble'. En estas primeras películas, el tema de la personalidad aparecía tratado como un topos universal con ramificaciones en la tradición popular, la literatura y la psicología, que saltaba al cine y se asentaba, en él, para demostrar que la expresión fílmica había superado la reválida que la habilitaba para el tratamiento de los temas eternos. Cuando tuve oportunidad de ver esos viejos films de Wegener, caí en la cuenta de que este creador, auspiciado por Max Reinhardt, había saldado los débitos que el cine de los pioneros tenía contraídos con la literatura, y, haciendo, de la necesidad, virtud, había logrado que fructificara la simiente de la ficción literaria en un código cuyos signos resultaron, a mis ojos y a mi sensibilidad, algunas de las más poderosas imágenes que la imaginación humana ha podido concebir, estimulada por el mito de Fausto, por el William Wilson de Poe o por El doctor Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson.
Me pareció que el propio Wegener había seguido recorriendo el camino que él mismo había comenzado a desbrozar, el de la gravedad y la hondura en el tratamiento de los asuntos, y el de la innovación, el impacto y la perplejidad en la construcción formal de la imagen. Eso es lo que vi en su siguiente largometraje, 'El Golem' (1915), una nueva incursión fílmica en la leyenda, en el mito de la lengua adánica y su facultad creadora, en el tema de la insurrección del titán, en la cuestión del destino fatal de los perseguidos, en las raíces del horror…Al año siguiente, Wegener demostraría que los temas tratados en sus películas precedentes eran, en realidad, un conjunto de recurrencias personales, como corresponde a un auténtico creador. Volvería, sobre ellas, con 'Homunculus'. No obstante, en este caso, lo mítico, lo legendario y lo científico no sólo servían para ilustrar la historia, la identidad y las inclinaciones intelectuales del pueblo alemán, sino que, además de ello, denunciaba el pretendido destino providencial que algunos pensadores germanos han reservado para su raza.
'Homunculus' es, desde esa perspectiva, la admonición profética de un cineasta comprometido, que ve cómo sobre el caldo espeso de la desmoralización, comenzaba a fraguarse la figura del dictador capaz de malear la conciencia de las masas y de manipularlas a su antojo, como una encarnación del héroe hegeliano. Pero Homunculus es, igualmente, la confirmación de que el relato del cine alemán, que se desarrollaría entre las dos grandes guerras, tiene un proemio apasionante con el que el propio cine había alcanzado la madurez suficiente para alumbrar, siquiera en claroscuro, todas las sombras del alma humana… Pero esa es otra película…