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Seguí el hilo de Ariadna tejido por Dieterle en mi camino hacia la patria de la infancia, pero con la impedimenta de quien ha perdido, para siempre, la ingenuidad que permite a los malos cabildearse los sentimientos de los puros. Por eso, busqué en otros cines distintos del americano una guía para continuar mi viaje. Y me encontré con la figura mastodóntica de Jiří Trnka, el gran realizador checo que se había asido a su edad dorada como ilustrador de libros infantiles y que, tras la Segunda Guerra Mundial, montó su propio estudio de animación, del que saldrían obras con un sello personalísimo, muy alejado de la autocomplacencia burguesa y ‘kitsch’ del cine de Hollywood.
En algunos de sus celebrados cortometrajes, pude ver la lectura nada mítica ni evasiva que Trnka hacía de la infancia: ‘Los animales y los bandidos’, ‘El saltador y los hombres de las SS’, o ‘El regalo’, todas de 1946, ponían en solfa la vieja división maniquea de buenos y malos de los cuentos de hadas tradicionales o adoptaban una posición satírica contra la sociedad de consumo. El gran animador centroeuropeo reinterpretaba brillantemente la vertiente del folclore de su propio país (‘El año checo’, 1947), al tiempo que exponía, respetando su desapego a las concesiones del final feliz, el mundo de Hans Christian Andersen (‘El ruiseñor del emperador’, 1949).
Supe entonces que mi camino de retorno sería tortuoso y angosto, y que no tendría indicaciones geográficas claras (no me valdría una diferencia, demasiado forzada, entre el cine norteamericano y el europeo, pues en ambos espacios hallaría yo reflejos de verdad frente a otros que parecían proyectados por espejos cóncavos o convexos). Es cierto que en 1946 Jean Cocteau realizaría ‘La bella y la bestia’, una obra maestra que recogía el espíritu de las vanguardias artísticas del amanecer del siglo (una atmósfera alucinada característica del surrealismo y el psicoanálisis, una fotografía llena de claroscuros expresionistas deudora de los maestros antiguos del horror, una sentimentalidad inspirada en la exaltación de l’amour fou); es cierto también que dos años más tarde, Michael Powell y Emeric Pressburger realizarían ‘Las zapatillas rojas’, basada en el cuento que Andersen escribiría bajo el mismo título, y plena de la tendencia a la ampliación de las posibilidades expresivas del cine británico; pero no es menos cierto que, siete años más tarde, Hollywood nos daría uno de los más sobrecogedores y sublimes cuentos de hadas de la historia del cine: ‘La noche del cazador’ (1955), la única película dirigida por el gran actor que fue Charles Laughton es, más que una obra maestra, una verdadera experiencia vital. Los tipos humanos presentes en la película, su visión de la infancia, la encarnación del mal en la figura interpretada como un histrión tan creíble como amenazante por Robert Mitchum, la proyección de la culpa y de la abnegación en el personaje que desarrolla Shelley Winter, las imágenes de pesadilla, la rica simbología y la presencia de Lilian Gish en el papel de abuela protectora de la pureza son solo algunos de los valores de esta obra capital de la historia del cine (tras verla por primera vez, supe que jamás bajaría las escaleras de un sótano sin sentir la presencia del mal y de la muerte en la imagen de Robert Mitchum empuñando un cuchillo, situaciones en las que siempre, siempre, conjuraría mi miedo con el recuerdo de mi abuela… y de Lilian Gish).
Entretanto, la gran factoría de Hollywood seguía su curso ordinario, identificando realidad con verdad, y ficción, con evasión. Enmarcado en ese discutible supuesto, encontré títulos como ‘El fabuloso Andersen’ (1952), de Charles Vidor; ‘Pulgarcito, el pequeño gigante’ (1958), de George Pal, una cinta de origen británico pero inundada por el espíritu hollywoodense; ‘Simbad y la princesa’ (1958), de Nathan Juran, producto típico de la serie B; o ‘El maravilloso mundo de los Hermanos Grimm’ (1962), de Henry Levin y George Pal. Sin embargo, es justo reconocer que, en los 50, Hollywood también producía largometrajes que, inspirados en cuentos de hadas, se erigían en auténticas reivindicaciones de autoría por parte de algunos artesanos -de los que nos ocuparemos específicamente en otra crónica - , como William Wyler, que me regaló la maravillosa ‘Vacaciones en Roma’ (1953).
Continué buscando respuestas en las películas de cuentos de hadas de los años 60 del siglo pasado. El mundo, como yo mismo, parecía caminar hacia un escepticismo desengañado que tenía su reflejo en películas donde el escapismo sensiblero parecía ser el elemento dominante (‘Mary Poppins’, 1964, de Robert Stevenson; ‘Sonrisas y lágrimas’, 1965, de Robert Wise). Todo apuntaba a que la desconfianza en las viejas doctrinas, sello de la mentalidad posmoderna, comenzaba su paulatino proceso de asentamiento. Así parecían corroborarlo títulos como ¡Piel de asno’ (1970), de Jacques Demi, película francesa que adolece del tono almibarado común a las que he citado como representativos de la década precedente. Sin embargo, a comienzos del decenio de los 70, se rueda una obra maestra, un anticuento, un contrafactum de la felicidad de la infancia, un viaje infernal hacia las dependencias del alma donde residen los miedos que porfían por agostar el amor como respuesta a nuestro deseo de permanecer, perpetuamente, en esa candidez sin final; esa película, bellísima, es ‘El espíritu de la Colmena’ (1973), de Víctor Erice.
Al carácter predominantemente melifluo de los largometrajes de los 60 y los 70, le sucedió la inclinación revisionista, tan posmoderna, y la factura híbrida de géneros al servicio de relecturas, en ocasiones tan delirantes como las actitudes descreídas que las inspiraron. Así vi ‘En compañía de lobos’ (1984), de Neil Jordan; y ‘Dreamchild’ (1985), de Gavin Millar. Y, cuando pensé que el cine de hadas de esta década renunciaba a la búsqueda de la verdad, una nueva película checa de animación, ‘Alice’ (1988), de Jan Svankmajer me convenció de lo precipitado de mi conclusión. ‘Alice’ es una vuelta a lo mejor del irracionalismo poético que trata de rasgar el velo de la apariencia para reconquistar la felicidad de la infancia, de la que nos exilamos tan pronto.
Pese a los ejemplos de Erice y de Svankmajer, el cine de lo maravilloso que se rueda en la década de los 80 viene impulsado por una ligazón muy leve con los cuentos en los que se fundan, que pasan a ser un simple pretexto para mostrar planos tan poco artísticos como el morbo que despierta una sirena (Daryl Hannah) a la que se maquilla con el dulzón afeite de la comedieta pseudorromántica. Otros largometrajes renuncian incluso a esa ilación tan tenue y, ya inmersos en el ansia de novedad de la postmodernidad, el impacto visual suple la ausencia de un discurso cinematográfico que no despierta sino emociones básicas sin que sea necesario, en modo alguno, la meditación sobre un mensaje inexistente.
A ese esquema de cine depauperado se ciñen títulos como ‘Legend’ (1985), del irregular Ridley Scott; ‘Lady Halcón’ (1985), de Richard Donner; o ‘Willow’ (1988), de Ron Howard. Y, distinguiéndose entre esta homogénea mediocridad, alguna obra singular como ‘Dentro del laberinto’ (1986), que es el resultado del feliz encuentro entre Jim Henson, el mago de la animación, con Terry Jones, miembro de los los Monty Python; y aún por encima de esta ensoñación maravillosa, me encontré con ‘La princesa prometida’ (1987) de Rob Reiner, acaso el más bello alegato jamás filmado sobre el poder hipnótico de la lectura -o de la narración- de los cuentos de hadas y de su inmenso poder de vinculación entre nietos y abuelos.