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La galería de arte Marmurán, sita en Alcázar de San Juan, es una auténtica galería de arte; quiero decir dotada de una apropiada profesionalidad. Su propietario, Ángel Maroto, se curtió en el oficio, durante mucho tiempo, trabajando en la madrileña galería Biosca, que no era sólo un boyante negocio, sino luminoso centro de proyección artística. Sede de la Academia Breve de Crítica de Arte, fundada por el gran Eugenio D’Ors, se erigió como activísimo y principal foco artístico madrileño durante varias décadas, desde que la abrió Aurelio Biosca en 1940 hasta su cierre en 1996, tras el fallecimiento de su fundador. Durante cinco años fue dirigida por la muy prestigiosa galerista Juana Mordó. Sus copiosos e interesantes archivos están depositados en el Centro de Documentación del Museo Reina Sofía de Madrid.
En Marmurán yo había adquirido un bonito grabado de Amalia Avia, tan ligada a Biosca que la galería editó un libro sobre su pintura. El grabado lleva por título “Chamarilerías” y muestra ese castizo y menestral Madrid antiguo, tema tan propio de esta creadora. Monocolor, y en este caso de un melancólico tono bruno, exhibe esa filosofía del colorido que la propia artista explica: “No sé que es lo que hay en mí que me impide llevar el color a mi pintura; color brillante o fuerte, quiero decir, porque color sí tienen mis cuadros, siempre apagado, suavizado, amortiguado, como si las cosas quisieran disimular su posesión y pedir perdón por ella.” A Ángel Maroto volví a comentarle mi admiración por Amalia Avia, anunciándole que iba a comprar la segunda edición de sus memorias, ‘De puertas adentro’, que acababa de reeditar Taurus. No te lo compres, dijo Ángel, te lo presto yo. Tan ricamente. A la pintora se le daba bien escribir, y su autobiografía la redactó al tener que cumplir un largo reposo en una obligada convalecencia.
Amalia Avia nació en 1930 en el pueblo toledano de Santa Cruz de la Zarza, falleciendo en Madrid en 2011. Su familia pertenecía a la burguesía rural. Su padre, diputado de la CEDA por Toledo, fue asesinado en Santa Cruz durante la guerra civil a manos de los republicanos. Era abogado y tenía vivienda y despacho en Madrid, por lo que Amalia vivió sus primeros años en la capital y después de la guerra en el pueblo. Años tristes de esa dura posguerra; la muerte de nuevo los visita, sacrificando, del total de seis hermanos, a los dos mayores; ella era la pequeña. Con “don” pero sin “din”, se ven obligados a viajar, otrora potentados, no pudiendo subirse en los trenes ni siquiera a la segunda clase, obligados a ir en tercera. Apenas realizó estudios. En las largas temporadas pasadas en el pueblo, una niña bien de ninguna manera podía asistir a esas escuelas públicas que el régimen de Franco, insistiendo en el nacionalcatolicismo, se empeñó en anular. Desde muy pequeña le placía el dibujo. Cuestionaba la preponderancia de lo masculino, ya que ella quería ser monaguillo, objetando por qué sólo podían ejercer los niños. Llevó entonces una vida sencilla (sencillez que se aplicó siempre), muy unida a su madre, gustándole coser, sin crearse grandes ambiciones.
Con 23 años comienza a asistir al estudio de Eduardo Peña en Madrid, siendo crucial para su carrera. Hasta entonces, la pobre, poseía una nula información pictórica, no sabiendo quién eran los impresionistas, ni siquiera Picasso. Pero el señor Peña le dice que ve en ella muchas cualidades, que tiene sentido del color, que dibuja bien, que pone mucho de sí en los cuadros y que es muy trabajadora. Acude al Círculo de Bellas Artes, donde se daban unas clases nocturnas, pudiendo dibujar ante un modelo vivo, tomar apuntes de desnudo. Asistían alumnos de la Escuela de San Fernando y es a partir de entonces cuando su relación con los pintores se intensifica. Conoce a Antonio López, los hermanos López Hernández, Esperanza Parada, Carmen Laffon, Lucio Muñoz, con el que se casaría en 1960, y muchos otros.
Un personaje que le sedujo especialmente fue Eduardo Chicharro Briones, pintor y poeta y fundador del movimiento postista. Era profesor de Lucio Muñoz en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, impartiendo la asignatura de Pedagogía del Dibujo, siendo también su profesor particular. Hombre fascinante, dotado de una personalidad muy singular y provisto de una potente cultura, a Amalia Avia, como confiesa en sus memorias, Chicharo le “venía grande, como le venía a la mayoría de las personas que le trataban”. Este escritor genial dedicó la última de sus “Cartas de noche” a Lucio y Amalia, un extenso poema bellamente irracional (“Todo el canto se presiente como un ave de cordura / como un aura de locura la pianola / de los dones de los dedos que te impelen…”) donde Chicharro comienza a llamar a sus amigos Tiberio y Leontina para, al cabo, nombrarlos como “conde Lucio” y “diáfana Amalia”.
Ella se encontraba muy bien en la tendencia realista. Sin embargo, el hiperrealismo no le interesaba y mucho le molestaba cuando tan equivocadamente la encasillaban en él. A propósito del realismo, lúcidamente se interroga dudando del futuro que “hubiera tenido mi pintura, mi manera de hacer pintura, si no hubiera sido por la irrupción en el arte joven de aquel momento de la figura de Antonio López García. En pleno auge de la abstracción, la aparición de Antoñito supuso una tabla de salvación para los que, como yo, habíamos elegido el camino de la figuración más directa.” Pero aclara: “No quiero afirmar con esto que Antoñito fuera el maestro de los realistas de su generación, en absoluto. Lo que digo es que, sin él, el grupo no hubiera tenido la misma fuerza y quizá ni tan siquiera hubiera llegado a hablarse de nosotros como grupo.”
Y una cita más, sobre el infravalorado papel de la mujer, aun en ese ambiente supuestamente tolerante: “Mi grupo femenino [Gloria Alcahud, Carmen Laffon, Esperanza Nuere, Esperanza Parada, etc.] era un grupo conservador. Entonces, viniendo de donde yo venía, no era consciente de ello. Pintar desnudos y beber vino en los estudios me parecía la revolución; pero la verdad es que constituíamos un grupo bastante conformista y aceptábamos sin rechistar nuestro papel de segundonas. Eso era precisamente lo que buscaban los hombres en las mujeres, y los artistas no constituían una excepción. Esperanza Parada nos decía con frecuencia: ”Cuando os guste un chico no se os ocurra confesar que habéis leído el ‘Quijote’; os abandonará inmediatamente“. Lo que Palancha [Esperanza Parada] decía medio en broma era una gran verdad, y las palabras sabionda, ‘intelectual’ o pedante eran las empleadas para designar a la chica que simplemente opinaba.”
El libro ‘La casa de los pintores’, que el bueno de Ángel Maroto también me dejó, está escrito por el más pequeño de los cuatro hijos del matrimonio Muñoz-Avia, Rodrigo. Recoge una clarividente introspección del mundo artístico y humano de sus privilegiados padres, holgándose en la suerte de formar parte de ese beneficioso núcleo familiar. Se extiende especialmente en el trabajo de su padre, Lucio Muñoz, minucioso, ritual; en su afable carácter, siendo a la vez un temperamento que imponía. El libro discurre en un gentil y sabio ‘diminuendo’ que avanza desde la franqueza y la alegría consanguínea de los comienzos hasta la fatal decadencia física de los progenitores. El hijo también resalta la diferencia entre padre y madre: “Mi madre pintaba la realidad, lo urbano, lo doméstico; mi padre, lo imaginario, lo natural y sobrenatural”. La trayectoria de su madre, que, como declaraba a una periodista, “conocí la guerra, lutos, hambre, barreras sociales, pobreza”, se saldó en la redentora resolución: “El mundo de la pintura convirtió mi vida en normal.”
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