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Si les digo la verdad, no sé muy bien cómo estructurar este artículo sobre despoblación. Por un lado, podría hacer una arenga a la unidad de las zonas despobladas, pero hoy apenas hemos ido más de un centenar de personas a la manifestación desde Cuenca. También podría dar todo por perdido y criticar el conformismo de la ciudadanía, pero claro, hemos ido más de un centenar de personas a la manifestación desde Cuenca.
Para quienes no estén al día con la problemática en cuestión, la provincia de Cuenca forma parte de la llamada Serranía Celtibérica, o Laponia del Mediterráneo. Este término, acuñado en 2012 por el profesor Burillo (Universidad de Zaragoza), engloba a todos los territorios de Castilla-La Mancha, Aragón, Castilla y León, Comunidad Valenciana y La Rioja donde la densidad de población es inferior a 8 habitantes por kilómetro cuadrado. Pero el problema no acaba ahí, pues al diagnóstico hay que sumar, por un lado, que la provincia de Cuenca ha perdido un 40% de su población desde 1950 y, por otro, que la serranía conquense cuenta con densidades de población inferiores incluso a dos habitantes por kilómetro cuadrado. Eso es la despoblación.
Sin embargo, ahí es donde acaba el discurso oficial sobre la despoblación, ya que no voy a hablar de lo importante que es conservar la cultura rural y la estructura de nuestras comunidades en los territorios de interior. Eso ya se ha dicho en numerosas ocasiones porque es absolutamente cierto y tremendamente importante. No, a mí me gustaría que hiciéramos una breve reflexión conjunta sobre lógica, gestión pública y movilización ciudadana.
Sobre lógica porque el territorio del que hablamos, la Serranía Celtibérica, comprende ya una superficie equivalente a dos veces el tamaño de Bélgica. Es, por tanto, una cuestión de lógica fundamental que no se puede obviar un problema de semejante magnitud. Hay teorías sobre la ordenación territorial que hablan, por ejemplo, de la conservación ambiental basada en comunidades (rurales), de la relación entre abandono de superficies de cultivo y la magnitud de los incendios forestales o la pérdida de biodiversidad. Pero es mucho más sencillo que todo eso: no nos podemos permitir el abandono de toda esta superficie para concentrarnos en las ciudades. No saldrá bien. Es una cuestión de lógica.
También es una reflexión sobre gestión pública, sobre la gestión de lo que es de todos y todas. La constitución, en su artículo primero establece que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Claro, los poderes del estado. Todos sabemos que esos poderes pasan por un sistema que no sería un disparate calificar como “partitocracia” (yo te voto, tú decides). Es lo que hay, y con lo que hay se juega. Aquí es donde viene nuestro gran problema: si perdemos población, perdemos peso político; y si perdemos peso político, estamos perdidos.
Pero aún nos queda un tercer factor, la movilización ciudadana. Si hemos ido apenas un centenar de personas a la manifestación contra la despoblación no es porque no se conozca el problema o porque no se considere importante. La razón es tan sencilla como que, realmente, no se cree que vaya a servir de mucho. Todos tenemos mil asuntos de los que encargarnos, y dedicar un domingo a algo así en lugar de dedicarlo a la familia o los amigos, pues hay que tenerlo muy claro. Pero la cuestión es que no tenemos alternativa; la historia nos ha demostrado que los cambios se consiguen peleándolos, hasta la saciedad. Nadie nos va a regalar nada.
Por eso es más necesario que nunca seguir en las calles, en las instituciones, y que este movimiento no acabe el 28 de mayo con las elecciones. El domingo se escucharon miles de voces que ya no volverán a callar. Piden, sencillamente, que no se mire hacia otro lado.
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